Como un corredor exhausto
El primer cuarto de siglo de vida de la Comunidad Económica Europea ha sido conmemorado en un clima de autocrítica y escepticismo. Desde Gaston Thorn a Peter Dankert, pasando por Helmut Schmidt, Willy Brandt y Claude Cheysson, el tono de los discursos y declaraciones ha resonado con el mismo diapasón pesimista y negativo. La Comunidad se debate con internas desgarraduras que bloquean su progreso colectivo. Las disputas agrarias, los desequilibrios financieros, los recursos presupuestarios han pasado al primer plano de las discusiones de la institución, relegando al archivo de los asuntos secundarios el proceso unificador de Europa que se hallaba presente como leit-motiv en el origen del Tratado de Roma.Muchas han sido las explicaciones que han tratado de analizar ese fenómeno. La Comunidad ofrece la apariencia de un corredor exhausto que no tiene stamina suficiente para llegar a la meta. Algunos piensan que la subida del general De Gaulle al poder, en 1958, pocos meses depués de su fundación, frenó el normal desarrollo de la CEE y la hizo vegetar durante once años, limitando su ímpetu integrador. De Gaulle era europeísta, pero a su manera. Recelaba instintivamente de lo comunitario y de la eurocracia de Bruselas. Inventó la regla de unanimidad, que equivalía al veto, y se opuso al ingreso del Reino Unido, por su rechazo a lo anglosajón como elemento ajeno al espíritu europeo.
Puede que esa interpretación contenga una dosis de verdad. Mas tampoco conviene olvidar el hecho de que los años sesenta fueron de prosperidad general en el occidente europeo. La CEE iba logrando, además de la unión aduanera, un creciente impacto en los mercados mundiales como núcleo exportador. Europa vivió entonces una etapa de bienestar y progreso con pleno empleo. El clima de optimismo apagó los entusiasmos unificadores. ¿Para qué ensayar cosas nuevas si lo establecido ofrecía alicientes notables? En 1973 cambió bruscamente el panorama con el alza petrolera, que sañaló el comienzo de la crisis económica mundial y reveló la fragilidad europea en el terreno energético. Funcionó entonces el reflejo contrario, el del egoísmo nacional, que rompió en muchos casos la solidaridad comunitaria, desencadenando el nacionalismo y la reaparición del síndrome proteccionista, larvado o a cara descubierta, que sacude con su insistente temblor los cimientos del edificio de los diez.
¿Qué hacer contra el estancamiento?
Si fuéramos más allá en el análisis de esta situación, podríamos señalar, asimismo, el fracaso de la Comunidad Europea de defensa en los años cincuenta como un hito importante en la historia de la construcción de Europa. Al renunciar el occidente europeo a defenderse por sí mismo, renegó también de su identidad colectiva en el ámbito de la autonomía militar, quedando enganchado a la locomotora atlántica norteamericana. Europa ¿no pudo, no quiso o no la dejaron convertirse en potencia militar autóctona? Los historiadores se disputarán la respuesta. Lo cierto es que una gran empresa colectiva como la unificación del continente no puede prescindir de la obligada capacidad defensiva propia si quiere completar el ciclo de su unidad. La respuesta gaullista fue la de fabricar en solitario su panoplia nuclear y retirarse de la organización atlántica. Pero era una actitud que, sirviendo sin duda al nacionalismo interior, apenas repercutió en la identidad militar del colectivo restante. ¿Qué se propone ahora para salir del impase que ha sido calificado de grave por el presidente Thorn? Levantar la puntería. Definir otra vez los objetivos generales. Superar las disputas de mercaderes. Pasar de la regla de unanimidad a la norma de mayorías. Convertir al Consejo Europeo en núcleo gradual de resoluciones ejecutivas. Institucionalizar las consultas en la cumbre -"conferencias diplomáticas" las llamó Fernando Morán en su reciente discurso madrileño-, convirtiendo los encuentros ocasionales en órganos funcionales. ¿Será todo ello posible? Los ministros Genscher y Colombo piensan que algo hay que hacer en esa dirección. Dankert, el dinámico nuevo presidente del Parlamento Europeo, confia en el papel creciente de la asamblea popular que dirige para obligar a la Comunidad a marchar hacia adelante. El Gobierno francés pone el acento en una prioridad absoluta: enfrentarse colectivamente al paro que alcanza en el espacio laboral de la Comunidad cifras de muclios millones de trabajadores.
¿Y el Reino Unido? En mi reciente visita a Londres observé un ambiente de gran escepticismo en esa materia. Ni están por el abandono de la cláusula de unanimidad. Ni creen sinceramente en los intentos de relanzamiento. Observan, anotan y callan. El laborismo no hace ningún misterio de su escaso entusiasmo por el porvenir de la Comunidad. Una fuerte corriente interna del partido sería incluso partidaria de convocar un referéndum para plantear la continuación o la retirada del Reino Unido del seno de la CEE. Los sondeos informales hacen pensar que una mayoría de los consultados votarían hoy por la salida de la Comunidad. Lo consideran un mal negocio para los intereses de muchos sectores de la economía británica.
Sombras y luces
Así están las cosas en este 252 aniversario de la CEE, mientras se discute ahincadamente la ampliación de los diez a los doce, tema en curso de negociación cuyo desenlace tiende a derinirse de aquí a dos años. Pero en el cuadro europeo hay que percatarse de otras realidades complementarias. En 1949 se puso en marcha el Consejo de Europa, la más antigua de las instituciones que iniciaron diez naciones y que hoy integra a veintiún Estados miembros con un potencial demográfico de 380 millones de habitantes. Sus inspiraciones ideológicas son la protección de los derechos humanos, el Estado de derecho y la democracia parlamentaria plural. Con ese sistema de pensamiento político se ha llegado a una identidad homologable de la Europa occidental, con el paréntesis de la temporal excepción de Turquía. Hay que pensar que si la Comunidad se aumenta a doce naciones, con todo lo que ese reajuste supone de modificaciones en el funcionamiento interno comunitario, habrá, no ya una pausa en el crecimiento, sino, de hecho, un cierre en el ventanillo de las nuevas admisiones. Y esas nueve naciones europeas restantes quedarán al margen de la construcción comunitaria, aunque representen piezas importantes y decisivas en el entramado político del continente.
De ahí la necesaria complementariedad del Consejo de Europa en el proceso unificador. No sólo por esa fundamental motivación que acabo de señalar, sino también por otro aspecto no menos importante. En la Asamblea parlamentaria funciona una comisión de países no miembros, cuyo último propósito es crear una vinculación con otros Estados ajenos al actual ámbito de la Europa democrática. El conjunto de las naciones del llamado este europeo se halla en la primera línea de esa orientación. Las raíces de la unidad europea se hallan en la cultura de sus pueblos manifestada en su múltiple variedad, pero con sustancia e identídad comunes. Esas raíces están vivas en el sustrato sociológico actual, pese a las fronteras ideológicas que se trazaron en la superficie territorial por las diversas fuerzas militares como resultado de la segunda guerra mundial. No pueden quedar olvidadas en cualquier empeño de unificación futura. Europa no puede ser la Europa amputada de Yalta, sino la Europa de la tradición humanista grecolatina modernizada en el Renacimiento y asentada en la corriente espiritual de la herencia cristiana que afirma el valor supremo del hombre inscrito en la autonomía de su libertad.
Muchos son los logros y los resultados de la Comunidad en estos veinticonco años que hay que registrar en su haber, y también son ímportantes los fallos que refleja su debe.
Como en toda iniciativa humana, el balance tiene sombras y luces. Pero su renovado ímpetu hacia el porvenir ha de buscarlo en los ideales comunes capaces de encender el,ánimo de las gentes y, en especial, de los europeos jóvenes.
Hay que ofrecer perspectivas de espíritu, de progreso y de calidad de vida mejor.
Es preciso garantizar justicia y libertad y luchar por la paz si no se quiere seguir hablando exclusivamente de la partida doble.
José María de Areilza es presidente del Consejo de Europa.
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