Un espectador comprometido
En una fotografía correspondiente a la promoción de la Escuela Normal Superior Francesa de 1924 figuran, en el extremo de una de las filas de los alumnos de la misma, dos personajes destinados a jugar un papel decisivo en la historia del pensamiento, no sólo francés, sino universal, del siglo XX. Uno de ellos, de mirada algo hosca y meditabunda, se llamaba Jean-Paul Sartre; a su lado, con una prematura calvicie, acentuada por la raya del peinado, un especial brillo en la mirada y unos enormes apéndices auriculares, figura Raymond Aron, el filósofo de la historia y pensador liberal.Extraña relación la de Sartre y Aron a lo largo de sus vidas. Compañeros de estudios, politizado Aron antes y en sentido más definitivamente izquierdista que Sartre, han venido a convertirse, luego, en el modelo de dos significativas posturas de los intelectuales ante la vida pública. Por supuesto, con una significación ideológica contrapuesta, pero, también, con una conciencia diferente de lo que es el papel del intelectual ante la vida pública. Ahora acaba de publicarse en el vecino país el texto de una larguísima entrevista televisiva, en la que Aron cuenta su trayectoria vital y su forma de pensar a lo largo de fructíferos años de ejercicio intelectual. El libro constituye una lectura curiosa, testimonio del desgarramiento de los intelectuales en su misión de jueces de la realidad cotidiana y, también, del enfrentamiento generacional; de alguna manera, se puede decir que quienes preguntan, de una generación posterior, la generación de la revuelta estudiantil de 1968, llevan a cabo un cuestionario del filósofo que viene a ser una requisitoria. Pero también a lo largo del texto, incluso a través de la violencia, a veces, de las preguntas, se des cubre la admiración. Aron ha sembrado entre sus interlocutores, por lo menos, ese espíritu fecundo de la duda, que se da por supuesto en todo intelectual como producto de la capacidad de incitar a la reflexión.
Pero nos interesa, sobre todo, descubrir la posición de Aron ante la vida pública. Narrar las incidencias de una trayectoria personal tiene, probablemente, menos sentido. Aron fue originariamente socialista en sus años juveniles. Apreció tempranamente en Alemania el peligro que significaba Hitler y, desde luego, surgida la derrota francesa en 1940, no creyó en la solución que suponía Pétain, pero supo comprender que representaba una buena parte de la sociedad francesa, quizá incluso en algún momento, mayoritaria. Colaboró con el general De Gaulle e incluso perteneció por breve tiempo a su partido, para dejar pronto la militancia y dedicarse a la tarea de comentarista político, que hizo compaginable con una vida universitaria siempre fecunda y, desde luego, variadísima en sus intereses intelectuales. Se enfrentó con la derecha tradicional cuando se manifestó claramente partidario del proceso de descolonización en Argelia, pero también se sublevó indignado contra lo que en 1968 consideraba no como una revolución estudiantil, sino como un producto del desfallecimiento no sólo del Estado, sino también de la sociedad francesa. Su trayectoria ante la vida pública encierra, de alguna manera, una lección desesperanzadora: prácticamente ha acabado siendo incomprendido por todos los políticos a los que ha conocido. Para describir la posición de los que le demostraron mayor afecto, narra la anécdota de Tocqueville: Luis Felipe de Orleans le citó, y el comentario de Tocqueville a la salida de la entrevista con sus amigos fue que el rey tenía "una, excelente opinión de él, porque no le había permitido abrir la boca en toda la entrevista".
Como digo, lo verdaderamente interesante no es tanto la posición de Aron, inequívoca en su trayectoria liberal y de repudio de cualquier totalitarismo, incluso cuando la inmensa mayoría de los intelectuales estaban entregados a un marxismo que él denominó, en uno de sus libros más conocidos, "el opio de los intelectuales",, De alguna manera, él la define en el propio título del libro que contiene su entrevista: Un espectador comprometido. Desde su etapa juvenil, Aron decidió ser, a la vez, espectador y actor, y esa es precisamente la clave de la actitud intelectual liberal. En el fondo viene a ser la misma de Ortega, que también se calificó a sí mismo como el espectador y que declaró preferir mucho más que juzgar las cosas, ser su amante. En el fondo es una actitud que contiene muchos componentes de decepción final, porque el político se despega de las admoniciones del intelectual con frecuencia: en España, en el momento actual, el intelectual viene a ser como una especie de greca o adorno que se utiliza como elemento, desde luego, que no estorba, pero puramente formal. Mas ser un espectador comprometido es ser un intelectual liberal o un intelectual a secas. Un intelectual debe distinguir entre lo que es la moral y lo que es la política. Para un intelectual liberal, la política es el terreno de lo preferible y lo detestable; para un intelectual totalitario, en cambio, la distinción no tiene sentido y, por ello, muchas veces, se convierte en un confidente de la Providencia o, lo que es lo mismo, en un defensor de una unívoca interpretación de la historia que conduce a la dictadura y a la barbarie.
Distinguir entre la moral y la política no quiere decir apartarse de los acontecimientos cotidianos, pues precisamente la confrontación con los hechos políticos diarios supone una oposición al vértigo dictatorial de las ideologías; no relacionarse con la realidad de la vida pública es también algo tan inmoral como renunciar a la ciudadanía. Y hacerlo desde la óptica del análisis y la comprensión supone la renuncia a la actitud típica del intelectual totalitario que eructa insultos sobre las cuartillas blancas depositadas en su mesa de trabajo.
Recientemente se ha producido una polémica en la Prensa española sobre el papel del intelectual en la vida pública. Para algunos, el intelectual necesariamente es de izquierdas, interpretación que de alguna manera confunde la moral con la política; desde la extrema derecha se ha respondido que el intelectual tiene, ante todo, una función iconoclasta contra los principios vigentes (otro sería el pensamiento de este sector si hubiera situación dictatorial de derechas). Una acusación, también frecuente, ha sido la que define a los intelectuales españoles como intelectuales bonitos, demasiado interesados en escribir para el Boletín Oficial, más que sus propios libros. En realidad, probablemente, la función más precisa del intelectual sea la combinación que nos da el título del libro de Aron: el suficiente grado de compromiso y de capacidad para ver los acontecimientos cotidianos desde una perspectiva más amplia que da la condición de espectador. Ejercicio difícil y, a veces, doloroso, cuando no trágico.
Ahora, como en tantas ocasiones, Aron se siente aislado, en oposición y en clara minoría en el seno de la sociedad francesa. Pero es una tragedia y un dolor personal que también se acompaña de la grandeza de una trayectoria rectilínea. Eso que les falta a tantos intelectuales españoles.
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