Francia y España, o la fuerza de las cosas
FRANCIA Y España han reconocido, en vísperas del viaje de Estado del presidente Mitterrand a Madrid, que sus relaciones no son buenas. No lo son desde hace siglos; a veces, por problemas imperiales; muchas, por conceptos de vida, de filosofía política y de creencias oficiales esencialmente distintos (que a veces han producido incluso desgarramientos internos entre los españoles). No pare ce lógico que algunos de esos arrastres históricos, algunas meras querellas de vecindad, prevalezcan aún en un mundo en el que las dos naciones tienen ya una vocación muy parecida de democracia, de defensa de las liberta des y de creencia en el hombre, en sus derechos individuales y colectivos: España se ha deshecho, o se está deshaciendo aún, de los barrotes mentales del franquismo; y en Francia, Mitterrand y la amplia mayoría de su partido socialista tratan a su vez de levantar las hipotecas de una derecha nacionalista que ha gobernado durante demasiados años. Sin embargo, François Mitterrand, más allá de su programa de "cambiar la vida", lleva consigo unas condiciones continuas, unas constantes, que pueden adjetivar o calificar las relaciones de Francia con España. Lo que De Gaulle llamaba "la fuerza de las cosas". Mitterrand no tiene necesidad de acudir a un lenguaje fatalista o a la predestinación, y más modestamente se proclama "encargado de Francia" (en las declaraciones de ayer a EL PAÍS) y parece consideras que en ese encargo hay unos factores que no es capaz de variar -ni lo intenta-. En estos momentos, el contencioso franco-español se centra en dos problemas muy concretos: la presencia, la actividad y la aparente impunidad de las ramas terroristas vascas en el País Vasco francés y la hostilidad a la entrada de España en el Mercado Común. Hay otros problemas de los que se habla menos, pero que existen: desde los que se presentan -cada vez mayores- a los inmigrantes españoles hasta cierta venta de tecnología, en la que se incluye la de las armas. Una de las funciones de todo jefe de Estado francés es la de alto viajante de este comercio. Habría también la posibilidad de que Francia prefiriese una España más europea de lo que es, o menos entregada a la línea de política internacional de Estados Unidos. Cuando nuestros gobernantes traten con Mitterrand de todo este contencioso no habrán dejado de valorar el hecho, en el que él tanto insiste, de que no es con un, político socialista con quien hablan, sino con Francia; y en nombre de España.
No hay que pensar que todos estos problemas van a desaparecer. Mitterrand no viene, según parece, dispuesto a hacer concesiones. No tiene ni siquiera la capacidad de hacerlas. Cuando habla de que un cierto concepto del derecho de asilo político o de la justicia intrínseca impiden una mayor energía en la persecución de los terroristas de ETA está formulando algunas de las elevadas ideas que han hecho la grandeza de Francia, pero en realidad está defendiéndose del miedo a que una actuación enérgica lleve el terrorismo a su propio territorio, como lo han hecho sus predecesores. El más somero vistazo al problema podría hacer comprender a Mitterrand -que lo sabe perfectamente- de que precisamente su mayor exposición al terrorismo está en dejarlo crecer en. España. Y cuando habla de las dificultades internas del Mercado Común, que se harían más complejas con el ingreso español, está defendiendo, pura y exclusivamente, a sus poblaciones rurales, tan enfebrecidas que son capaces de destrozar de cuando en cuando los camiones españoles de frutas y verduras. La creencia de que España tiende a culpabilizar por entero a Francia de su problema de terrorismo y de su distanciamiento de la Europa económica está en la susceptibilidad del presidente de Francia y en su sistema verbal de defensa para las conversaciones; España, sin duda, no ignora que la raíz del problema vasco está en una mala política de muchos años; ni que sus problemas económicos residen en Francia, sin percibir que su estructura económica y financiera y el arrastre de problemas anteriores -como la tardía entrada en la época industrial y la irregular de la época electrónica, o como la muralla a la entrada de pensamientos más fecundos de la que se deriva ese retraso- dificultan seriamente la participación entera en el Mercado Común. Pero si Mitterrand viene a pedir comprensión, como lo anuncia, debe venir también dispuesto a comprender, y sus interlocutores deben hacerlo incesantemente.
Sólo un pensamiento demasiado antiguo -una continuidad de la que no puede ni debe ser portador este presidente- puede hacer creer a Francia que le conviene la debilidad de España. Su idea de Europa es tan excelente como clara, y por tanto, debe serlo su comprensión de que esa Europa imaginada no puede llegar a ser si no es con una España que, evidentemente, ha de rectificar muchos de sus pensamientos arcaicos, muchas de sus desconfianzas seculares y mucho de su nacionalismo paralizante, pero que para ello necesita en primer término esa comprensión y esa ayuda. La España democrática recibió el entusiasmo y el apoyo verbal de los regímenes democráticos europeos cuando comenzó su difícil andadura, pero desgraciadamente esos apoyos y ese entusiasmo se quedaron en fórmulas verbales, en discursos de banquete y en accolades de recepción y despedida.
Lo que los dos países se deben mutuamente, y este es un excelente momento para pagar esas deudas, es franqueza y claridad, conversaciones abiertas, exposición de problemas y apertura de posibilidades. Los problemas, seguramente, van a continuar, pero la comprensión mutua de esos problemas, la explicación y la comprensión deben brotar de estas entrevistas, y serían un primer paso para mejorar unas relaciones que, tal como va el mundo en estos momentos, parecen imprescindibles. Para los dos países.
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