La verja debe ser abierta
LA CONGELACIÓN de las negociaciones hispano-británicas sobre el futuro de Gibraltar, propugnadas en la declaración de Lisboa, de abril de 1980, es consecuencia, en gran medida, del clima emocional despertado en el Reino Unido por la guerra de las Malvinas. La victoria del Reino Unido ha potenciado la nostalgia imperial de una parte de la opinión pública inglesa y ha enseñado a Margaret Tatcher la singular utilidad de los conflictos externos para suavizar los problemas internos. Pero incluso en el supuesto de que la Royal Navy no hubiera zarpado hacia el Atlántico sur y la bandera argentina, izada por la fuerza de las armas, siguiera ondeando en isla Soledad, la gesta de Leopoldo Galtieri habría redundado igualmente en perjuicio de nuestra reivindicación sobre Gibraltar. Mientras que ni el más insensato y aventurero de los ideólogos de nuestra ultraderecha se habría atrevido a aconsejar una intervención militar española contra la Roca, el orgullo herido británico, ante la derrota en el Atlántico sur, hubiera sido más duradero y peligroso que la soberbia temporal producida por la victoria.La teoría de la fruta madura, expuesta por Franco, y su reiterada proclamación de que Gibraltar no vale la vida de un solo soldado español, deberían ser meditadas por aquellos de sus discípulos que, tras la invasión de las Malvinas, ensayaron danzas guerreras en las columnas de la Prensa ultraderechista. Ni siquiera las horas bajas del Imperio Británico, antes de la batalla aérea sobre el Canal y de la entrada en guerra de la Unión Soviética y Estados Unidos, y las promesas de ayuda de Hitler alteraron la prudencia en tomo a Gibraltar de un régimen nacido, sin embargo, con desbordadas ensoñaciones imperiales y abiertamente hostil al Reino Unido. Excluida como hipótesis inviable, condenable y absurda una intervención militar española en Gibraltar, nuestra diplomacia no tiene otra posibilidad y otro deber que realizar un análisis realista de la situación del Peñón, estudiar y valorar las medidas alternativas para transformarla progresivamente en provecho de nuestros intereses nacionales y aplicar con coherencia los instrumentos adecuados a la estrategia elegida. El infantilismo belicista no tiene otra réplica que la inteligencia de los análisis. Dar cabezazos contra la pared termina por producir la fractura del cráneo y no el derrumbamiento de los ladrillos, aunque los niños en sus rabietas y los locos en su demencia crean lo contrario. Un litigio tan antiguo como el de Gibraltar necesita un tiempo histórico, y no coyunturalmente político, para ser solucionado.
España y el Reino Unido son hoy Miembros de una misma alianza militar y ambos países comparten el Mismo proyecto de una Europa unida y solidaria. Realizada la integración de España en la OTAN, sólo la ruptura en mil pedazos de la Comunidad Económica Europea podría impedir que, a medio plazo, nuestro país figure j unto a Gran Bretaña en las instituciones del Mercado Común.. El ingreso en la OTAN obligará a las autoridades atlánticas, y, por tanto, al Reino Unido, a encontrar una fórmula adecuada para la participación española en la base de la Alianza en la Roca. Por lo demás, ¿es sensato imaginar que, dentro de una Europa comunitaria a la que pertenecieran a la vez España y el Reino Unido, el problema del Peñón se plantearía en los mismos términos de exacerbado nacionalismo y de crispada tensión que hoy se registran en algunos medios de comunicación ingleses?
Para que el territorio de la Roca sea recuperado para la soberanía española, en el marco del proceso de la unidad europea, el verdadero obstáculo no son las envejecidas teorías estratégicas acerca de la llave del Estrecho o la resurrección en Inglaterra de la ideología y la estética victorianas, sino las presiones emocionales de la población gibraltareña sobre la opinión pública británica. En este sentido, la única salida razonable e imaginable al contencioso del Peñón pasa por garantizar a los habitantes de la Roca su autonomía dentro de una España democrática. Pero ese objetivo exige, como mediación necesaria, que los españoles comiencen a tratar a los gibraltareños, no como usurpadores de un territorio del que merecen ser arrojados al mar por la fuerza -argumento que va contra la Historia y contra el Derecho de gentes-, sino como futuros compatriotas que ejercerán sus derechos ciudadanos en un régimen constitucional homologable al británico, y en un marco económico que no disminuya su actual nivel de vida ni las ventajas fiscales y de otro tipo de que disfrutan. Ese camino comienza por levantar el telón de Castiella, tan humillante para los gibraltareños y perjudicial para los linenses como inútil y, contraproducente, en tanto que medida de presión o de asedio. La apertura de la verja de La Línea no debe condicionarse siquiera al aplazado encuentro formal entre los ministros de Asuntos Exteriores español y británico. No es una moneda de cambio en la negociación, ni es una realidad beneficiosa para nadie ni para nada que no sea el fanatismo irracional y el orgullo ficticio de algunos burócratas. Ese absurdo cordón sanitario no tiene más funciones que las muy negativas de perjudicar los intereses del empobrecido Campo de Gibraltar, prolongar cruelmente la incomunicación de dos comunidades unidas por vínculos familiares y amistosos, enconar los sentimientos antiespañoles de los habitantes del Peñón, a quienes el aislamiento irrita e incomoda, pero no rinde, sino que les empuja hacia sentimientos independentistas, y hacer imposible el imprescindible acercamiento humano, cultural, lingüístico y político de las poblaciones artificialmente separadas por una cancela de hierro. La apertura de la verja no constituye el remedio de todos los problemas, y aún quizá no signifique la resolución de ninguno de ellos, pero sería, por lo menos, el triunfo de la racionalidad, condición previa para que las cuestiones de fondo comiencen a solucionarse. El empecinamiento en la desventurada e impotente estrategia intimidatoria de Castiella -un remedo, si bien se mira, de la invasión porteña de las Malvinas, una forma de guerra limitada- es en cambio, un mal en sí mismo que los españoles debemos rectificar cuanto antes, y por nuestros propios intereses. Es históricamente necesario que el proceso de maduración del proyecto de integración europea, en el que se enmarcará necesariamente la solución del litigio del Peñón, sea precedido por una etapa, todo lo larga que sea necesaria y todo lo breve que sea posible, en la que los gibraltareños y los españoles aprendan a convivir juntos y comprueben en la práctica diaria que esa experiencia redunda en beneficio de todos. Y en cualquier caso, aun en la eventualidad de que el Peñón no fuera hispano tampoco en los próximos tres siglos, no se acierta a discernir qué tiene de bueno y positivo para los intereses españoles y para el sentimiento de la dignidad de nuestro pueblo este sistema de dividir familias, culturas y economías por un acto elemental de fuerza, fruto, en España ayer como hoy en la Argentina, de la misma fuerza bruta usurpadora del poder.
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