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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Spadolini, en España

ITALIA Y España reflejan en estos momentos algunos problemas comunes. Aparte de un compromiso geográfico con el Mediterráneo, un intercambio histórico con los países árabes, algunas relaciones militares y una vocación de cumplir la profundidad de Occidente, al que las dos naciones han contribuido con largueza, hay otros temas que las identifican. Son dos países vulnerados por el terrorismo; dos países en los que un antiguo fascismo intenta siempre regresar y superponerse a unas democracias poco estables por dificultades de las mayorías parla mentarias; dos países con una cuestión religiosa sin resolver, una influencia inevitable de la Iglesia en las estructuras de poder temporal y un intento continuo de recuperar una forma de pensamiento libre que les identifique con el mundo en progreso. Hay en los dos un Sur pobre, un Norte con problemas de concentración industrial; una manera de enfocar su relación económica, política y social con la Europa nórdica y más desarrollada.Muchos de estos problemas son más tenues en Italia: desterró el fascismo treinta años antes que España, se incorporó entonces a Europa y recibió los beneficios económicos del plan Marshall y sus importantes secuelas. La vitalidad, el sentido del trabajo y la vida económica de Italia sobrepasan esos mismos factores tal como se presentan en España. El desgaste del centrismo político ha conseguido en Italia una cierta adaptación formal, una serie de compromisos hábiles, quizá no enteramente deseables, pero al menos con el aspecto del mal menor: y el hecho de que el presidente del Gobierno italiano que ahora visita España, Spadolini, pertenezca a un partido minoritario y no a la vasta democracia cristiana que tiene el poder histórico es una muestra de ese equilibrio. España no ha llegado a ello: está pasando todavía por las asperezas de la transición. Además de la veteranía de Italia en Europa occidental, hay que tener en cuenta que el fenómeno golpista y, por tanto, la presión del miedo apenas existen, y que, por tanto, el terrorismo, que en cifras, persistencia y organización sobrepasa al que ensangrienta España, no tiene el suficiente vigor como para provocar o dar pretexto a un cambio radical: eso sí, las estructuras políticas están profundamente dañadas.

Quizá la mayor identidad entre los dos países es el peso de unas tradiciones, unos determinados pies forzados de lejanía ideológica, una constitución de la sociedad sobre bases mentales que se empezaron a destruir por sí mismas en otros lugares hace siglos, y que dificultan una necesidad de incorporación mental a nuevas formas de relaciones humanas, de relaciones de la sociedad con las nuevas técnicas o con los modos de vida que se imponen por las nuevas estructuras mundiales. Más adelantada Italia, por las razones históricas apuntadas antes, España tiene mucho que aprender de algunas de sus soluciones y también de algunos de sus errores y fracasos, obviamente para no caer en ellos.

Spadolini, hombre de antigua tradición laica, forjado en una oposición larga y, por tanto, ajena a cualquier corrupción, tiene mucho que contar así a sus interlocutores españoles. Y puede ser de gran ayuda en dos importantes fenómenos que nos atañen: la instrumentación de la lucha contra el terrorismo, que en el caso de la extrema derecha mantiene estrechos lazos entre los activistas italianos y los españoles, y la respuesta al contencioso España-CEE, en donde Italia ha parecido siempre formalmente más favorable a nuestra integración que Francia, pese a que existe la sospecha de que las reticencias de fondo respecto al problema de los precios agrícolas son tan fuertes o más en Roma que en París. Además de las antiguas y usuales retóricas, que en este caso reflejan la realidad de dos pueblos, el aspecto práctico de la visita del presidente del Gobierno italiano ofrece, pues, obviamente, motivos de atención para la opinión pública española.

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