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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Aparece un arma nueva

LA FRASE con que el presidente Reagan ha presentado un arma nueva -el misil MX- y, por tanto, una nueva presión sobre el rearme, tiene toda la antigüedad de la civilización occidental: hay que armarse para defender la paz. Es más o menos la paráfrasis de lo que Vegetius dijo para la posteridad --Qui desiderat pacem, praeparet belluni-, y fue siempre aceptado como norma. Una de esas normas asombrosas de nuestro pensamiento que, en contradicción continua con la realidad, demostrada su incompetencia, se sigue aceptando y continúa dirigiendo la política. En los dieciséis siglos transcurridos desde De re militari, esta forma de preparar la paz ha provocado unos millares de guerras en intensidad y número crecientes. Lo que parece cierto es que desde hace años vivimos precisamente ese tipo de paz del rearme que se llama equilibrio del terror. No todos los tratadistas de urgencia, que examinan el discurso de Reagan y los documentos que ha presentado con él -una serie de gráficos mostrando el crecimiento militar soviético- están de acuerdo en la apreciación de si el nuevo misil es una aportación a la balanza como pretende Reagan (para equilibrar la potencia soviética) o si, por el contrario, rompe ese equilibrio del terror al añadirle lo que podría ser una superioridad americana (lo cual es, naturalmente, la tesis actual soviética). Dicho de otra forma, no se sabe claramente si nos acerca a la paz de Spinoza -citada por la erudición de Reagan ("un estado de ánimo, una tendencia a la benevolencia, a la confianza, a la justicia") o nos acerca a la guerra.La insistencia de Reagan al hablar de la paz para defender la construcción del arma más terrible conocida hasta ahora (cada MX lleva diez cabezas nucleares, y cada una de ellas es más potente que la bomba de Hiroshima) no puede ni siquiera considerarse como un cinismo. Forma parte del acervo cultural de nuestra civilización y, naturalmente, la emplean con frecuencia los del otro lado, los armamentistas del Kremlin. Reagan ha empleado esta retórica para vencer la creciente tendencia en su país a la desnuclearización -el último de los argumentos contrarios ha sido el de la Conferencia Episcopal católica- y para que el nuevo Congreso acepte el presupuesto de los 26.000 millones de dólares que va a costar la iniciación del plan; y para que pase mejor, ha explicado que es necesaria para la negociación con la URSS, de forma que no quede nunca excluida esta insistencia específica en negociar que presentan sus aliados europeos y gran parte de su población civil. Los cuales europeos, por su parte, no consideran tan mal como sería imaginable la construcción del MX, cuyo primer centenar sería instalado en terreno de Estados Unidos -en Cheyenne, Wyoming- y que podrían suponer una presión menor en la intención de Reagan de implantar en Europa los euromisiles, los INF. Es decir, que podría imaginarse que la estrategia de una guerra posible se haría de territorio a territorio -entre la URSS y Estados Unidos-, volando simplemente sobre Europa intacta. Para esa imaginación hay que ser totalmente cándido o tener tal cantidad de miedo que no se quiera ver una realidad más pavorosa.

Pero el problema del rearme no es tanto el de que nos aproxime a una guerra como el de que haga cada vez más insoportable la paz. Todavía no ha llegado el futurismo de que las guerras las decidan y las hagan por sí solas armas inteligentes. Sigue siendo una facultad de los hombres. Pero el rearme agigantado es un factor de desorden económico de tal magnitud que algunos especialistas atribuyen a sus presupuestos una parte tan importante, o quizá mayor, como la del alza de la energía en la crisis contemporánea. Caben muy pocas dudas de que en el otro lado, en el soviético, el rearme y sus carísimas actividades paralelas -como la investigación espacial- se han comido prácticamente las supuestas ventajas que su peculiar economía hubiera podido dar a la población. La Unión Soviética, los países dominados por ella, viven en la pobreza mientras su armamento y su clase militar se enriquece al máximo. En Estados Unidos y el mundo occidental esta desproporción era mucho menor, entre otras razones, porque el precio lo pagaban los países colonizados -por cualquiera de las fórmulas que envuelven ese término-; pero, a medida que esos países se rebelan o encarecen sus entregas y, al mismo tiempo, las nuevas armas multiplican su precio, empieza anotarse ya, muy seriamente, el coste del rearme. No es una crisis que se avecina: estamos ya dentro de ella.

En el fondo, cualquier argumento que se haga en favor de acuerdos de desarme, llámese o no pacifismo, tenga o no apoyaturas morales, no es más que el deseo de evitar que el exceso de defensas nos empobrezca de tal modo que produzca el efecto contrario: que nos arruine y que nos lleve, por tanto, a toda clase de conflictos sociales internos. La idea que presidió la primera conferencia de desarme que se conoce -La Haya, 1899- y que explicó con una claridad que entonces era más fácil que ahora quien la convocó, el zar Nicolás II, no era otra que la de evitar los enormes gastos presupuestarios. Nadie pensaba entonces que, habiendo menos armas y menos progresos en ellas, se evitaría directamente la guerra; sino que se evitaría la quiebra de las naciones. Era como una reunión de empresas para convenir en una reducción de gastos de concurrencia. Se sabe el fracaso de aquellos intentos.

Y se sabe, en cambio, de una cierta utilización del rearme como arma económica: a partir de la guerra fría, Estados Unidos estaba seguro de que, obligando a la URSS a un rearme llimitado mediante el suyo propio, podría llegar a causarle tales destrozos económicos y sociales internos que tuviera que entregarse. No puede excluirse en cualquier análisis de la situación actual del mundo comunista que la necesidad primordial de defensa haya destruido al mismo tiempo todo el carácter humanístico de su revolución y todos sus planes económicos de creación de una sociedad, si no de la abundancia, por lo menos de la suficiencia. Pero tampoco puede negarse que esa presión está haciendo un daño inmenso en el mundo occidental o de su influencia. Todavía, pero cada vez menos, Estados Unidos está exportando la nueva pobreza a sus aliados y reforzando la vieja pobreza de los países del Tercer Mundo; pero ya empiezan a sentir el mordisco en su propia carne.

Es precisamente esa caída vertiginosa en la pobreza la que podría precipitar la guerra. Un país rico en armas y pobre en comida tenderá siempre a utilizar las armas para buscar la comida. Es ya la razón de las catorce o quince guerras menores que circundan la gran zona de los países armamentistas: podría ser un día, más o menos lejano, la que moviera a esas naciones.

En ningún caso la aparición de un arma nueva, la construcción de armas, puede anotarse como algo positivo, sea cual sea la nación que las produzca, y en ningún caso parece que puedan producir paz o seguridad a ese país o su bloque. A pesar de las viejas frases.

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