En favor de la carta
Hace unas semanas finalizó el plazo para presentar originales al primer concurso literario La Carta de Oro, organizado por la Caja Postal y la Dirección General de Correos y Telecomunicaciones. Los alicientes, que habrán movido a muchos autores en paro, son, sin duda, los premios: 1.750.000 pesetas a repartir entre los tres ganadores. No está mal. Lo que se pedía era una simple carta con destinatario a elegir. Los Reyes Magos de Oriente o cualquier príncipe a mano, Escarramán o la Méndez, el mar o las estrellas podrían ser corresponsales idóneos para este concurso, puesto que de ellos no se espera nunca contestación.El interés de las entidades promotoras -propaganda aparte, naturalmente- se centra en el deseo de "fomentar la literatura epistolar". Debe ser que la Dirección General de Correos ha visto últimamente su capital menoscabado frente a Telefónica. "Dígalo de viva voz" se ha venido imponiendo al "deje constancia por escrito". La estanquera de la esquina se defiende a base del tanto por ciento que le deja Tabacalera, pero no se come un rosco con las ganancias por la venta de sellos. Y es que la gente no escribe. Telefonea. Prefiere una respuesta directa y un contacto oral a una comunicación aplazada y por escrito. Y yo creo que hace mal. La carta permite la meditación y el regodeo en el análisis de los sentimientos y vivencias que queremos expresar; ofrece la posibilidad de que elijamos el traje frente al espejo antes de salir a la calle. En cambio, la conversación telefónica nos pilla a menudo en combinación... Sí, yo -aunque no me presenté al concurso- prefiero la carta siempre que tengo algo íntimo o personal que explicar. Ya de niña pensaba que era una lástima que no se estilara la confesión por escrito. La figura del cura tras los agujeros de la pared del confesonario -inmenso auricular telefónico- me daba pavor.
Don Pedro Salinas, que escribió una bellísima Defensa de la carta, decía que ésta era "un entenderse sin oírse, un quererse sin tactos, un mirarse sin presencia en los trasuntos de la persona que llamamos recuerdo, imagen, alma". Por suerte, la destinataria de sus cartas de amor y de La voz a ti debida, que no es otra cosa que una carta, residía lejos, lo ,que le permitió ejercitarse en el arte epistolar hasta llegar a conocer todos los trucos o, dicho de otra rilanera más elegante, todos los artificios retóricos de un género Iiterario menor, y que como tal se configuró ya en la antigüedad clásica y se fue desarrollando en la Edad Media. Las bellísimas cartas de amor de AbeIardo y Eloísa, por muy sinceras que puedan parecernos, se escriben en función de unas determinadas reglas genéricas, lo que no es impedimento, tal vez al contrario, para que nos conmuevan y perturben. Eloísa sabe bien que "mediante la carta podía contener lo que en sus entrevistas ser la difícil e imposible prever". Pero incluso así, el recuerdo volxiptuoso de los goces pasados fluye de su pluma, irrefrenable, e iinpregna sus escritos. "Nunca busqué en ti sino a ti", le dice Abelardo, resumiento concisaniente su pasión.
Sí, la carta más buscada por los lectores de este tipo de documentos es la de amor. En general somos morbosos, aficionados al voyeurismo, e incluso, a veces, nos deleitamos en ajenos dolores corporales aunque estemos en la civilización del desodorante. Quiero decir que las cartas de amor están impregnadas, a menudo, incluso cuando aparecen coleccionadas en antologías, del olor de la persona que las escribió. Perfume "recabado de escribir", gabinete cerrado, tarde otoñal, sedas del deshabillé femenino en caso de una mujer o ropa de estar por casa si es un hombre. Algo de eso que yo imagino y, por supuesto, noto al leer, debe ser cierto; objetivamente cierto, quiero decir. Las señoritas de la burguesía acomodada durante el siglo pasado y el presente solían escribir sobre papel previamente perfumado con la misma esencia con que humedecían sus lóbulos. Los amantes apretaban el amoroso billete junto a su corazón, como Chateaubriand asegura a la señora de C. en una carta del 11 de diciembre de 1823, o lo colocaban, después de cubrirlo de besos, bajo la almohada antes de dormirse. Toda una metonimia. La carta amorosa no es más que un intermediario, un objeto escamoteador del verdadero objeto del deseo, de cuyo celestinesco papel ya había hablado Ovidio.
Pulso a una época
Hay otros tipos de cartas que también merecen la atención de los antólogos. Cartas literarias, algunas insuperables; las de Flaubert, por ejemplo, que nos sirven para entender mejor a tal o cual autor y asomarnos al mundo personal de sus preocupaciones. En muchos casos basculan entre la pública y la privada: sus autores sabían que estaban escribiendo para la posteridad, a la que dedican todo tipo de guiños. En otros, en cambio -como la correspondencia entre Galdós y la Pardo Bazán, cartas de amor entre dos literatos- son, por su tono, absolutamente privadas. Maldita la gracia que les hubiera hecho a ambos verlas en los paneles. ¿Se imaginan ustedes la cara de Galdós al comprobar que por menos de la mitad de un verde todos tenemos la posibilidad de saber que a doña Emilia le llamaba "minino" y le amenazaba con cubrirle "con su pesote". Tal vez la Constitución debería velar también por el derecho a la intimidad en el recuerdo de los difuntos.
La carta nos sirve a la vez, y cuando se trata de las de Madame de Sevigné de modo espléndido, para tomar el pulso a una época y contar los latidos del tiempo que pasa y que es pasado casi remoto desde nuestra perspectiva de lectores actuales. Curiosamente, las mujeres, peores escritoras, dicen, que los hombres en otros géneros, les superan, a mi juicio, en cuanto a la literatura epistolar. Una capacidad minuciosa para la observación y la captación del detalle, un tono acogedor pronto a la confidencia, que nos capta con rapidez y nos predispone a favor de quien escribe, son sus cualidades más relevantes. Santa Teresa tiene en este sentido cartas deliciosas, en especial las que dirige a su amigo Jerónimo Gracián, requebrándole de amores a lo divino mientras le consulta sobre temas espirituales.
La carta, además, posibilita también en cierto sentido al Renacimiento, puesto que el humanismo aparece ligado a la tradición de las cancillerías. La carta representa en las relaciones diplomáticas un importante papel. Muy pronto los humanistas tendrán por costumbre relacionarse por carta, como bien lo prueban las de Erasmo, Valdés, Vives o Tomás Mora. Y a la zaga de una moda, las cartas jocosas que se intercambiaban los humanistas, nacerá la primera novela picaresca española, El lazarillo de Tormes. Antes, en 1492, Diego de San Pedro había publicado una novela sentimental, La cárcel de amor, escrita en forma epistolar. Mediante este artificio el lector tiene la impresión de que ha topado con el auténtico material literario que se intercambiaron los personajes de la obra. Dentro de este otro mundo que es la obra literaria, distinto al real, el recurso de la carta puede servir de puente entre ambos: el éxito de Las cartas de una monja portuguesa se debe no sólo a su calidad literaria, sino, sobre todo, al aire de realidad vivida que aquéllas le confieren. A partir del siglo XVIII Europa se llenó de novelas epistolares: Göethe, Richardson, Smolletr, Rousseau, Laclos... En el siglo XIX don Juan Valera escribe Pepita Jiménez y Balzac construye una gran novela epistolar: Las memorias de dos jóvenes esposas. En el siglo XX Marguerithe Yourcenar, sin ir más lejos, publica Alexis o el tratado del inútil combate, que no es sino una larga carta de un homosexual convicto y confeso a su mujer. En el principio de la novela fue la carta.
Escribía líneas más arriba que, en general, somos morbosos, voyeurs, metenarices, además de perezosos y comodones. Nos gusta recibir cartas, ver cómo los que están lejos se acuerdan de nosotros, conocer sus vidas; pero no nos gusta escribir. Y prueba de lo que digo es que buena parte del éxito de los artículos de Antonio Gala estriba en que ha dado con la fórmula idónea de la carta. En propia mano no es más que eso: la carta que puntualmente espera recibir el lector cada semana, aunque sea a través de las páginas del suplemento dominical de un diario. Pero el tono, el cuidado interés en las apelaciones al destinatario, el hacerle confidente y cómplice, todo eso no son más que trucos epistolares admirablemente manejados. Gala es consciente de que todos, en el fondo, seguimos esperando una carta que nunca llegará, y, aunque lo sabemos, no por eso dejaremos de mirar el buzón cada día ni de inventarnos la esperanza de que esa carta imposible bien pudiera cambiar nuestra vida.
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