Los trabajos de Caín
ÁLVARO MUTIS
Creo que vale la pena explorar en busca de una clave que nos ilumine respecto al fenómeno que azota a países europeos como Inglaterra, Italia, España y, hasta hace poco, Alemania, quienes vienen padeciendo la acción implacable de bandas armadas, cuya sofisticada estrategia y arrasadora disciplina han hecho fracasar todo ensayo de las autoridades para poner coto a la ola de sangrientos atentados que marcaron con fúnebre signo la década de los setenta, y no parece que vayan a debilitarse y desaparecer en los ochenta.Nos preguntábamos qué mueve a estas organizaciones a mantener un sistema de terror y muerte, con pretextos y planteamientos revolucionarios tan inconsistentes como vagos.
Yo me pregunto: ¿no estarán pagando así los blancos, o, mejor, los blancos de Occidente, la imborrable mancha de sus guerras coloniales? Hay un hecho que nos podría conducir a una conclusión de este género y en el cual pocos hacen hincapié: desde el final de la segunda guerra mundial, en 1945, es decir, desde hace 38 años, todas las guerras han tenido como escenario antiguas colonias europeas o países de raza amarilla. Bástenos mencionar las guerras de Indochina, Corea, Argel, Medio Oriente, Vietnam, Comboya, Irán, Irak, Israel y los países árabes, para indicar sólo las más notorias y las que han cobrado mayor número de víctimas. Mientras esta ininterrumpida cadena de acciones bélicas se desarrollaba -con la ayuda manifiesta y consistente de naciones occidentales de allende o aquende la cortina de hierro, contando entre estas últimas, como es obvio, a Estados Unidos de América-, los blancos, por llamarlos de alguna manera, vivieron una pax augusta, haciendo de dichas guerras la fuente de inmensas ganancias o el pretexto para consolidar con mayor fuerza sus respectivos sistemas políticos. ¿No estará en el cínico descaro de ese perpetuo holocausto, propiciado siempre lejos de sus fronteras, la respuesta al interrogante planteado por nosotros más arriba sobre la verdadera razón, la profunda y honda razón de este terrorismo desencadenado con una inconsciencia aterradora y una frialdad sin cuartel? Es por eso que nos viene a la mente el nombre del gran pensador y psicólogo Gustav Jung, rastreador luminoso de los más profundos abismos de ese alma abscóndita de los pueblos que él llamara inconsciente colectivo. Meditemos un poco enesto, en lugar de buscar respuestas de orden económico o político cuyo alcance no puede ser más precario y que nos llevan siempre a conclusiones de una imbécil tartufería. Caín ha vivido en paz entre los blancos de Occidente a cambio de masacrar a sus hermanos de otras razas, moradores de horizontes apartados que en una época le sirvieran de despensa y de exutorio -a su pasión homicida. Y esa paz tiene un precio que en alguna forma debe pagarse.
Un origen igualmente oculto e inconsciente cabría atribuir al magnicidio. Una de las ingenuas convicciones de la opinión pública respecto a este fenómeno consiste en suponer que con el sacrificio del mandatario asesinado se cierra una era determinada de la historia y que el futuro se verá modificado en forma sustancial por la ausencia de la víctima. Este es otro infundio que la historia misma se ha encargado durante siglos de contradecir regularmente, con esa terquedad propia de los hechos, que intentan, vanamente, dar lecciones al iluso corazón de los mortales.
Pues bien, resulta que la muerte violenta de quien conduce en un momento dado los destinos de un país o del mundo poco o nada afecta al futuro de los gobernados. Nunca ha sido la cuota de poder que le es dada a un hombre tan total y absoluta como para que su ausencia signifique un cambio radical en el trazo que el destino trata de conservar, sin éxito, en ese caos de sangre y sueño que se llama la historia.
Pocos hombres han dispuesto de un poder tan absoluto y tan vasto como el que le fuera dado a César durante el último año de su vida. Su muerte en nada cambió la historia de Roma y, por ende, del mundo. Ya Octavio estaba designado para sucederlo y preservar así las riendas del Gobierno dentro de la casa de los Claudíos. Marco Antonio había liquidado ya, con su atolondrada conducta política, la más mínima oportunidad de alcanzar la suprema magistratura. Así que la muerte de César viene a ser un episodio más de la decadencia del Imperio Romano, y no un punto de partida para una nueva era ni la cancelación de una anterior.
Cuando Ravaillac asesina a Enrique IV de Francia, este granmonarca había ya dejado establecidas las bases de una políti:ca unificadora de Francia que consolidarían Richelieu y Luis XIV. Por grande que haya sido el genio del fundador de la dinastía borbónica, que tanta gloria diera a Francia y a Europa, su muerte en nada cambió la marcha de un destino nacional del cual él había sido el principal revelador y el más astuto paladín.
Los ejemplos podrían multiplicarse, tomándolos de la historia antigua y de la contemporánea, sin que se haya dado el caso de que el asesinato de un gran hombre, en pleno ejercicio del poder, haya significado algo distinto que una tragedia personal y un estéril sacrificio.
Entonces, cabría preguntarnos qué mueve a los magnicidas a cumplir con su fúnebre y vano oficio. Yo creo que la respuesta está en el subconsciente colectivo; en esa corriente secreta, oscura y cargada de órdenes y señales ancestrales que dictan el cumplimiento de acciones, al parecer irracionales, pero que tienen su origen y su razón en los postulados de la especie.
El sacrificio del padre, del anciano dominador en la fétida convivencia de la caverna, puede ser la explicación milenaria que se ofrezca a un acto que nos desconcierta por su inútil violencia y la gratitud de su estallido.
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