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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

La tragedia de no publicar

Aunque no he logrado pasar de ser un imperfecto desconocido, confieso mi vanidad por aspirar a reconocido colaborador ocasional de su dignísimo periódico (versión/sección: Cartas al director).

Ciertamente, me hubiera gustado -confiaba mucho en ello- ver mis opiniones publicadas uno de esos felices días en que también colaboran Gabriel García Márquez, Umbral o Manuel Vicent, sin ir más lejos. O sea.

Todo ha sido inútil. Su dignísimo periódico ignora todos mis ofrecimientos. Lo cual que sólo cabe una explicación: mis rechazadas cartas/colaboraciones son pésimas. Como simples notas denunciando algo resultan el fárrago excesivo de un entremetido. Un par de sones de flauta casualmente armónicos tampoco dan derecho a la inmortalidad literaria.

Según usted, director, abordado/desbordado, inocente/culpable en cuanto se descuida -es su privilegio y su pena, y/o del censor que le representa en la sección de cartas-, las cosas que yo le remito tienen la suficiente categoría para merecer un acuse de recibo. Como anécdota, acierta usted al dudar que vaya a importarle un bledo a nadie. Como ejercicios de estilo, mucho ojo, son ínfulas de autor de andar por casa/fácilmente atragantables, evítense mayormente al lector.

Al frágil lector que compra el periódico basta con darle una pequeña motivación, una diminuta idea coincidente, una ráfaga de talento que le permita soñar, pensar y equivocarse por su cuenta. Pero, ay, el arte de comunicarse por escrito -síndrome originado por un virus arcano y remoto- sigue siendo un secreto tenaz. El más breve relato escrito supone una lucha obstinada, heroica, con las palabras, intolerablemente rebeldes a dejarse atrapar, conducir, ondenar, medir y tejer. Siempre es más cómodo callarse. La mejor literatura es la que no se escribe.

Una tragedia, oiga. Después de mucho cavilar para escribir algo, leyéndome yo mismo sufro la incurable decepción del texto propio, o, a lo sumo, la penosa sensación de ser ese espectador pelmazo que en el cine, en plena proyección o durante la salida, cuenta a voz en grito, estúpidamente, obviedades de la película que todo el mundo ha visto.

Y encima que no te publiquen. /

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