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Tribuna
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El sitio de Zaragoza

ENVIADA ESPECIALY gritaban. Gritaban en el campo y yo me preguntaba en virtud de qué portento, qué conjuro o qué rezo a la Pilarica les quedaba todavía garganta para gritar, gritar y seguir gritando por encima de las tracas, de los tambores, de los petardos y de su propio entusiasmo.

El sitio de Zaragoza por parte de unos 30.000 aficionados empezó a última hora de la mañana. Y empezó con dos colores: azul y grana. Minoritarios a morir; los aficionados madridistas salpicaban tímidamente la ciudad con su entusiasmo blanco. Eran tan pocos, todavía, a esa hora, que a sus rivales, más que irritación, les provocaban ternura. En el hotel en donde se hospedaba la alineación barcelonista, los fans se apelotonaban a la puerta con riesgo de romper los cristales y el servicio de seguridad se las veía y deseaba para que no invadieran el interior. Un interior decorado como para día del Corpus, por claveles azules, grana y blancos formando el escudo barcelonista y banderas azulgranas y senyeras a modo de cortinaje como para hacer una película de antiguos.

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Por el hall, en pantalones de chandal y niqui deportivo, algunos jugadores del Barla recibían parsimoniosamente a sus amistades. Nicolás Casaus, en un rincón, le daba dinero a su señora para comprar no sé qué y Migueli se atusaba los bigotes mientras las fans se derretían a su alrededor. En un apartado rincón del bar, Maradona, rodeado de argentinos, parecía languidecer.

Completamente: distinto al bullicio barcelonista era el ambiente que se podía detectar en el hotel que servía de refugio a los jugadores del Real Madrid. La afición, muchísimo más reducida en número, se limitaba a montar guardia con sumo respeto y en el interior del hotel todo parecía normal.

A la hora de comer, el Paseo de la Independencia se puso a tope de aficionados. A esa hora, los madridistas ya eran más abundantes, aunque en su momento más álgido no tocaron a más de uno por cada seis hinchas barcelonistas. Se discutía, se chillaba, se cantaban las excelencias de los respectivos clubes, pero la sangre no llegaba al río. En realidad, el único gesto violento, o uno de los pocos que se pudo ver, fue la quema de una bandera madridista en la Plaza de Aragón, y hasta eso se hizo con una cierta delicadeza.

Era bastante emocionante ver cómo algunos grupos de aficionados barcelonistas ataviados con todos los avíos -camisetas, gorras, calcetines, banderines, banderones, puñuelos, cintas, globos y demás- cobijaban en su seno el germen madridista. Por ejemplo, un grupo de muchachos procedentes del barrio chino barcelonés llevaban cual reliquia a un compañero, furiosamente madridista. Los componentes de otro grupo de jóvenes, éste de La Sagrera -un barrio barcelonés de emigrantes con solera de los cincuenta- trataban de moderar las expresiones de su único compañero madridista, sin duda temerosos de que les dejara en evidencia. El momento culminante de solidaridad, pese a la rivalidad, se alcanzó cuando dos adolescentes madrileñas de airoso caminar y falda exigua pasaron frente a una veintena de hinchas barcelonistas enarbolando sendas banderas del Real Madrid. La verdad es que los rivales convirtieron Zaragoza en una fiesta.

Desde primeras horas de la tarde el sitio se concretó en torno al campo de fútbol de La Romareda, que se vio ceñido por varios anillos de aficionados vociferantes. El sol caía a latigazos, pero ellos aguantaban con impavidez digna de esta causa y así siguieron hasta que se abrieron las puertas y pudieron ocupar las gradas.

Y gritaban. Gritaban desde la zona sur, llamada gol de feria de muestras y desde la zona norte, llamada gol de Jerusalén. Agitaban las banderas que durante todo el día habían recogido el polvo, el sudor y el olor a fritos de las callejuelas de El Tubo. Gritaban. Era muy tarde, muy tarde cuando Zaragoza recuperó el silencio.

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