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Reportaje:

James Stewart y Burt Lancaster

Dos arquetipos del cine de Hollywood se enfrentan al 'the end'

La esposa del actor James Stewart acaba de anunciar a la Prensa que su marido, que sufre cáncer de piel, se encuentra mucho mejor después de seguir un tratamiento radiactivo. Stewart tiene 75 años. Por su parte, Burt Lancaster, de 69 años, que vive con un solo pulmón, ingresará en el plazo de dos semanas en un hospital para someterse a una delicada operación. Los gigantes que en otro tiempo no flaquearon ni siquiera ante el séptimo de caballería -aunque, en honor a la verdad, el séptimo casi siempre eran ellos mismos-, luchan ahora contra el último jinete, el que no perdona.

Estos malditos, infernales veranos. Nos asaetean con muertes o con avisos de desaparición de seres entrañables que alguna vez formaron parte de nuestra vida, aunque nunca supieron de nosotros. Aún no repuesto el espíritu de la deserción de algunos de nuestros loved ones -Buñuel, Niven-, se nos anuncia el lento devenir de otros hacia la opacidad: ellos, que tanto brillaron en nuestros sueños, se preparan para el the end. Quizá por eso deberíamos recordarles cuando todavía están entre nosotros. Y hablar, en este momento, de James Stewart y Burt Lancaster, que han abandonado sus respectívos papeles de hombre bueno y hombre duro para encararse con su definitiva verdad.Stewart nunca fue mi chico favorito. Tampoco el de las damas en general. Era demasiado larguirucho, excesivamente endeble, y tenía cara de creérselo todo y de llevarse muy bien con el sistema. Y a las mujeres de su generación, y de las que las seguimos, nos parecían infinitamente más atractivos un cínico como Clark Gable o un bribón como Burt Lancaster, que apareció bastante después. Gable murió hace un montón de años, después de haber rodado en un desierto junto a otros desarraigados como Marilyn Monroe, Montgomery Clift y EE Wallach en Vidas rebeldes. Quedaban Stewart y Lancastór, dos prototipos opuestos. Y ahí están ahora, cada cual en su verdad, aislados con ellos mismos entre biombos esterilizadosy enfermeras de vidrio.

Decía que Stewart no fue, eróticamente hablando, el favorito de las damas. Tenía tanto atractivo sexual como un erizo con lazos jugando al mus. Pero transmitía una irresistible corporeidad de hombre bueno. No a la manera de Henry Fonda o Gregory Peck, que eran buenos, racionales, reflexivos, sino un poco a lo bobo: a Jimmy Stewart, pensabas, le podía casar de penalti cualquier rubia y le podían enrolar en la Marina en medio de cualquier noche de insípida borrachera. Con todo, quién puede olvidar su interpretación en ¡Qué bello es vivir! de Frank Capra, el director que vio en él al actor ideal para encamar al hombre medio americano, capaz de creer en las bondades del New Deal, o en cualquiera de los westerns que rodó con otro muerto ilustre, Anthony Mann, como Colorado Jim o Winchester 73.

En nuestras pantallas, Stewart, tuvo una notable baza en contra: la totalmente inadecuada voz con que le dotó el doblaje. No es que tuviera, tampoco, una gran voz: pero estaba llena de matices. Lo que no sabía era cantar. Él mismo cuenta con humor, en That's entertainment, lo que le costó dar la ré plica canora a Eleanor Powell en un decorado que imitaba a Central Park bajo la luz de la luna. Presbí teriano, rígido en sus principios, alto oficial delas Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos en la reserva, defensor a ultranza de la intervención USA en Vietnam, en donde perdió un hijo -hecho del que se declaró orgulloso-, James Stewart representa la América que nutrió nuestra infancia de buen cine y malditos japoneses, y que hoy se renueva, desesperadamente, en los afanes imperialistas de Ronald Reagan, su amigo.

Burt Lancaster es otra cosa. Un neoyorquino que empezó a ganarse la vida como acróbata, que en el 32 formaba pareja con Nick Cravat jugando a romperse la cabeza. Locutor de radio, showman en el ejército durante la segunda guerra mundial, actor teatral y, finalmente, revelación cinematográfica en el papel de malo satánico de abierta dentadura -otro en su estilo sería Richard Widmark-, Burt Lancaster derivó de la maldad de Forajidos y Fuerza bruta a la irresistible simpatía del héroe saltimbanqui de El halcón y la flecha, o a la densidad macho de De aquí a la eternidad, Apache o Duelo de titanes. Con todo, lo mejor le había de llegar en su sesentena, cuando se vino a Europa, no como un ángel caído, sino para recoger parte del esplendor que un genio como Luchino Visconti repartía entre sus elegidos. El gatopardo nos demostró lo grande, inmenso que podía ser como actor, y gracias a eso pudo convertirse en el desesperado, disparatado anciano que, en Atlantic City, de Louis Malle, se deja fascinar por los pechos bañados en zumo de limón de una vulgar camarera que juega a Casta diva.

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