Argentina, en la hora del voto
DURANTE LOS últimos 40 años, dos fuerzas hegemónicas han dominado la política argentina: los militares y los peronistas. Han practicado una imperfecta alternancia del poder, con espúreas y minoritarias incursiones del radicalismo en la Casa Rosada.Destruida la credibilidad militar, que ocupó el poder prometiendo orden, prosperidad y paz, y deparó ni más ni menos que el drama de los desaparecidos, la ruina de la economía y la guerra con Gran Bretaña, la hegemonía castrense ha quedado malparada para decenios en su nada gloriosa retirada del poder político, entre epítetos y embromamientos tan atroces como merecidos. Pero ha quedado malparada, no destruida. Muchos argentinos se sienten secretamente culpables y copartícipes del paso de este caballo de Atila sobre sus vidas. La sociedad argentina, basada en emigraciones contemporáneas ("nosotros descendemos de los barcos", afirman con algún deje de amargura), se abrazó al Ejército como seña de identidad nacional en una ósmosis en la que las fuer zas armadas recibieron lo peor del alma civil (picaresca, corrupción, el aventurerismo improvisado del emigrante), y los civiles asumieron de los militares lo que tienen de desdeñable (autoritarismo político, nacionalismo susceptible, maniqueísmo social).
El otro hegemonismo -el peronista- también retrocede sumido en la orfandad y la confusión ideológica por más que aún sea capaz de importantes e inerciales movilizaciones de masas. Las elecciones generales de hoy son poco predecibles. Pero puede asegurarse una pérdida sustancial de votos peronistas susceptible de aproximar por primera vez a los radicales a un triunfo electoral en igualdad de condiciones.
Toda la decadencia del segundo peronismo -el sugestivo, cómico y terrorífico período Cámpora-Perón Isabelita, entre 1973-1976- es recordada por cualquier argentino con sentido común, incluidos muchos peronistas, aunque todavía falta en este país la perspectiva histórica para entender que la confusión ideológica del peronismo justificó el entrismo de la izquierda revolucionaria en el movimiento (propiciado por Perón, que la necesitaba para recuperar el poder) y que la posterior guerra civil peronista entre sus dos alas extremas preparó el terreno para el genocidio subsiguiente cometido por los militares.
Es difícil fijar intelectualmente el inicio de la época de la barbarie argentina (económica, moral, física) en el 24 de marzo de 1976, en que la Junta Militar secuestra el helicóptero de Isabelita Perón y desde la terraza de la Casa Rosada es desviada a Campo de Mayo. Con anterioridad a esa fecha están los sangrientos enfrentamientos de Ezeiza, el asesinato de Rucci (secretario de la CGT), la creación de la Triple A, el reinado de José López Rega, la destrucción de la economía nacional y el vodevil del mandato presidencial de Isabelita.
Este movimiento ideológicamente deshuesado, sentimental y bonapartista no ha sabido hacer otra cosa que sacar en procesión a sus muertos, repitiendo hasta la náusea las citas de Eva Duarte y pidiendo explícita y literalmente a los argentinos que voten a un cadáver: Perón. Y los viejos demonios de las peleas internas han renacido en el asalto de los sindicatos a la condición política del movimiento y en las reyertas por el poder, que convirtieron el congreso justicialista en una farsa en la que las candidaturas se lograron a punta de pistola.
Otro factor a considerar en el retroceso peronista es la eliminación de sus filas del revolucionarismo utópico de la mejor juventud argentina, exiliada o asesinada por los militares. Recuperada la pureza de sangre antiizquierdista del movimiento, emerge con toda su fuerza la corriente reaccionaria y demagógica de la revolución pendiente del justicialismo, que jamás molestó a una de las oligarquías -agrícola y ganadera- más obsoletas del mundo. Y lo hace con el apoyo del comunismo prosoviético y de los multidivididos grupúsculos del marxismo argentino. La Unión Cívica Radical, renacida en torno a la corriente de renovación y cambio de Raúl Alfonsín, tocó, por el contrario, la tecla del regeneracionismo y la recuperación moral que ansía la mayoría del país.
Por lo demás, la campaña electoral que terminó esta semana ha estado llena de invectivas mutuas y dejado en claroscuro los graves problemas inmediatos del país: las responsabilidades por el genocidio antisubversivo, el futuro de la política económica, el afrontamiento de la deuda externa, la creación de sindicatos democráticos, la restauración de la moral civil, la reorientación de una política internacional, antaño prooccidental,y ahora sedicentemente tercermundista.
Se trata, en definitiva, de saber cómo puede ser acometida la normalización de un país donde se detiene al presidente del Banco Central, está en prisión por contrabando el director general de Aduanas y se persigue al presidente de la Cruz Roja por desfalco. Porque, aunque aparentemente los argentinos estén más empecinados hoy en la contienda peronismo-radicalismo que en la celebración del fin de un autoritarismo medieval y en el renacimiento de la civilización política, esta nación, que hace 50 años ocupaba, por derecho un destacado lugar en bienestar, cultura, tolerancia, riquezas y perspectivas, encontrará en estos comicios su hora mejor. Sólo necesita reencontrar su ser racional y recibir un poco más de comprensión de ese Occidente al que pertenece y del que sólo le llega ignorancia o desdén.
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