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Islas de soledad

En alguna esquina perdida de los periódicos en los que la mirada, si se detiene, lo hace cansada de ver asesinatos, violaciones, secuestros, torturas y genocidios, aparece alguna vez la noticia de que un viejo ha muerto subrepticia y ocultamente en algún polvoriento cuchitril ciudadano. Uno, en un barrio popular madrileño, fue hallado a los tres años de su muerte, acostado en su cama, en un último sueño de insospechada duración. Nadie, por lo visto, le echó en falta. Hay perros que tienen mejor fin. Otro, en Alemania, como en un siniestro dibujo de Topor, apareció a los dos años. Un esqueleto en bata y en pantuflas ante un televisor apagado. Se supone que su único y postrer contacto con el mundo fue ser dado de baja, por falta de pago, en el ordenador de la compañía eléctrica.Es verdad que, acostumbrados a esta masificación de nuestra vida actual, que también alcanza a la muerte, las cifras de los que perecen de forma violenta impresionan ya poco, sobre todo si hemos perdido, como realmente sucede, la capacidad de abstraer en una tragedia humana colectiva cada una de las peripecias personales que la componen. Las muertes de estas especies de desechos de la sociedad, por pocas que sean, horrorizan profundamente, y es por el contraste que ofrecen respecto al medio en que se producen.. Estos Robinsones de la vida, encerrados en su isla desierta, mientras les rodea un universo de luces, músicas, voces y pisadas, nos arrojan a la cara el terror de la soledad absoluta, de la soledad triste, que nada tiene que ver ni con la opción del misántropo ni con la del intelectual que se encierra en su torre de marfil. Decía Nietzsche que el valor de un hombre se media por la cantidad de soledad que era capaz de soportar. Pero estos ancianos abandonados no han elegido el morir de incógnito. Son, simplemente, el brutal resultado de una civilización que no sabe qué hacer con sus viejos, la cruel paradoja de la ciudad moderna, más insolidaria cuanto más masificada aparece. Seguro que echarán de menos, de forma insoportable, el parloteo de algún nieto, la partida de mus, las rifias familiares, incluso el sexo, aunque una gratuita e inexplicable estabulación social haya decretado que es el sexo, precisamente, lo primero a lo que deben renunciar los jubilados.

Es verdad que hubo pueblos primitivos poco remisos a desembarazarse de sus ancianos por imperativos casi. siempre de una vida famélica y azarosa, pero en estos casos; incluso parecía asumirse este cruel destino como un desenlace ineluctable de la vida. Así, le bastaba a un esquimal improductivo, para aliviar de su carga a la familia, dormir una noche bajo las gélidas estrellas para ser llevado, en brazos de un sueño mortal, a la otra orilla. También los viejos guanches de las islas Canarias, cuando se enfrentaban al crepúsculo de sus fuerzas, buscaban una pequeña cueva, apartada del poblado, y se despedían de deudos y amigos con la estoica frase: Vacaguaré (me voy a morirme). En estos casos, la aparente crueldad de tales costumbres quedaba como dignificada por la existencia de un destino asumido. Pero los viejos que mueren solos y abandonados son producto de la indiferencia, de la falta de amor, lo que nunca puede ser asumido por las víctimas.

Esta soledad de los hombres de nuestro tiempo ofrece un patético muestrario en esos anuncios en constante aumento en los que se pide y se ofrece amistad, compañía o relaciones sexuales, es lo mismo; en cualquier caso, lo que se busca es un contacto humano. Son como llamadas de auxilio a precio de tarifa, mensajes lanzados en una botella a cualquier hipotética corriente que pueda unir estas islas de soledad. Entre la multitud de anuncios en los que se buscan relaciones más o menos efimeras hay algunos que producen honda impresión. Tal es el caso de un par de llamadas aparecidas hace ya tiempo en la revista francesa Le Nouvel Observateur. "Esperaré al azar a alguno o a alguna, parque de Juan XXIII, junto a los columpios". ¿Puede darse muestra más perfecta del horror de la soledad absoluta? Otro: "Escritor y atleta busca personas apasionadas por natación, largas distancias en el mar". Se diría que se trata de un náufrago de la vida que busca compañía para, brazada a brazada, conquistar algún horizonte inédito.

Para estos pobres ancianos que emprenden su último viaje en la más completa soledad podría abrirse una sección en este tipo de anuncios. En ella se pediría compañía no para vivir, sino para morir: "Viejo jubilado sin familia ni amigos busca anciano o anciana para emprender último viaje en compañía".

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