El Estado, contra todos
El aumento de la presión fiscal, sin la contrapartida de servicios públicos suficentes para los ciudadanos, se ha convertido en el eje de la polémica sobre la actuación del Gobierno. Contrariamente a lo que se supone, el autor expone que, aunque no somos un modelo de cumplimiento de las obligaciones fiscales, si tuviéramos en cuenta la relación de presión fiscal-prestaciones recibidas, los españoles son, en general, unos contribuyentes dignos de elogio.
Recientemente, el señor González Seara denunciaba con acierto el cúmulo de exigencias y pretensiones de muchos sectores, con vocación cabileña, como él decía, que intentan paralizar la actividad del Estado, haciendo muy difícil su correcto funcionamiento, y hacía una llamada a la sinceridad y al coraje para que acabáramos de una vez con esa especie de todos, contra el Estado que se extendía por el viejo solar ibérico.Sin embargo, no es menos cierto, y por desgracia empieza a serlo más, precisamente lo contrario. La necesaria modernización del país, que el Gobierno pretende, comporta una serie de obligaciones cada día más numerosas y difíciles de cumplir para el administrado, mientras que la Administración se muestra incapaz de exigirse a sí misma lo que pide a los demás. Se acude con frecuencia a la comparación con los países avanzados de Europa, argumento muy socorrido a la hora de imponer cualquier tipo de cargas, sin que este argumento se utilice para comparar, a su vez, el nivel de eficacia, calidad y cantidad de sus servicios públicos prestados por nuestra Administración pública en relación con las de dichos países.
Ese nivel de comparación empieza a ser especialmente significativo con respecto al grado de crecimiento de la presión fiscal, el impresionante aumento de los gastos públicos y la pobreza de prestaciones que, como contrapartida, se reciben del Estado. No hay duda de que la presión fiscal está aumentando sensiblemente. Su índice de crecimiento en relación con otros países es muy alto y, con frecuencia, se olvida incluso la realidad del país y las condiciones concretas de los contribuyentes. Verdad es que no somos un modelo de cumplimiento de las obligaciones fiscales, aunque en esto hay bastante demagogia, pero si tuviéramos en cuenta la relación de presión fiscal-prestaciones recibidas, los españoles son, en general, unos contribuyentes dignos de elogio.
Más de mil
Raro es el día en que no aparecen en el BOE nuevas disposiciones fiscales que no sólo tratan de aumentar los ingresos públicos, sino que van cercando el círculo de la evasión. No falta mucho tiempo para que se consiga un nivel de cumplimiento de las obligaciones tributarias parecido al europeo. Se pretende, tal como se viene anunciado y de acuerdo con la normativa legal pendiente de aprobación, gravar sensiblemente las sanciones en caso de incorrecta tributación, penalizar duramente la defraudación y conseguir que no sea rentable para el contribuyente la impugnación de las liquidaciones fiscales o la demora en el pago de sus impuestos. Sin embargo, el concepto de neutralidad fiscal parece que es algo que ignora la Administración. En este momento hay miles de millones de pesetas en liquidaciones avaladas ante los tribunales económico-administrativos que, en su día, serán resueltos a favor de los contribuyentes y de las que el Estado no pagará ni uno solo, ni siquiera el coste de los avales, de los perjuicios ocasionados. La Administración puede demorar años sus resoluciones sin responsabilidad alguna, a pesar de los daños que ocasiona. Tan sólo en vía administrativa el plazo de resolución de los recursos oscila entre dos a seis años, y sucede con frecuencia que aunque se gane un recurso y se pretenda la devolución de lo ingresado, se tarda años en conseguirla, si no termina por costar más el collar que el perro, dada la lentitud e ineficacia de la Administración.
El grado de formalismo, la complejidad y proliferación de nuestras normas tributarias raya en lo absurdo. Desde noviembre de 1977 hasta la fecha se han dictado bastante más de 1.000 disposiciones fiscales que afectan al contribuyente, sin contar las relativas a las haciendas municipales. Con esta situación puede resultar muy fácil calificar las actuaciones de los contribuyentes como sancionables, en base a criterios puramente formales, tendencia que parece potenciarse últimamente por los vectores del Ministerio de Economía y Hacienda, en su afán recaudatorio y que, afortunadamente, hasta la fecha está encontrando una cierta resistencia en sectores de la propia Inspección de Hacienda, más conectada con la realidad.
Nuestra legislación fiscal no sólo es prolija, sino absurda, en temas de importancia, como es el tratamiento de los incrementos patrimoniales, doblemente gravados en los bienes urbanos, o sin tener en cuenta la inflación en todo tipo de bienes, sobre todo para los que no revalorizaron en 1978, que fueron muchos. Se habla de reprimir duramente el fraude y no se ha regulado el documento privado, que es la base de la defraudación en la mayoría de las transmisiones de bienes inmuebles, cuando no resulta que es el propio Estado el que parece fomentarlo a través de sus propias emisiones al portador, o el sorprendente tema de cómo se está tratando de captar pasivo en los bancos de Rumasa, hoy día propiedad del Estado. Las nuevas normas que se están dictando, como las últimas, relativas a la estimación objetiva singular, van a suponer unos costes fiscales indirectos impresionantes. Una cosa es que se pretenda que todo el mundo tribute correctamente y que no exista un trato discriminatorio, por su mayor control, de las rentas por trabajo personal y otra es imponer complicadas obligaciones fiscales a multitud de pequeñas unidades económicas que son muy difícil y costosas de cumplir.
Si añadimos el galimatías de la tributación local que, por otra parte, dados los recortes que le ha dado el señor Boyer a los presupuestos municipales, va a tener que aumentar, puede decirse que la irracionalidad y la complejidad del sistema tributario alcanza cotas alarmantes. Ya decía Richard Ford en su Viaje por España, que "en esta tierra mal gobernada, las normas fiscales son tan ingeniosamente absurdas que el comerciante honrado y amigo de la legalidad se ve tan incordiado como estimulado el que prefiere la ilegalidad".
Meros recaudadores
Al mismo tiempo, no hay que engañarse, tanto los entes locales como el propio Estado, cada vez más están actuando, en razón de sus dificultades económicas, como meros recaudadores, preocupándose poco de las garantías jurídicas del contribuyente y actuando con gran impunidad en el incumplimiento de sus obligaciones para con el contribuyente. La Administración apremia las liquidaciones con el 20%, si no se han ingresado en sus plazos, puede sancionar hasta con el 300% de la cuota, incluso aplicar el delito fiscal, a quien defraude más de dos millones de pesetas, y en cambio ella puede devolver el dinero a los contribuyentes cuando le venga en gana, demorarse cuanto quiera en el cumplimiento de sus obligaciones, y no hay forma, en la práctica, de exigir responsabilidades ni al funcionario ni al organismo que origina esta actuación.
Estas críticas a la actuación del Estado en su relación puramente fiscal pueden hacerse, e incluso ampliarse, si nos referimos al resto de los servicios públicos. Cualquier ciudadano de este país estaría encantado de pagar sus impuestos al nivel del ciudadano sueco o inglés, siempre y cuando el nivel de prestaciones y eficacia de los servicios públicos se acercara tan sólo al de esos países. En definitiva, uno de nuestros graves problemas es la lentitud y la ineficacia de la Administración pública y la mala calidad, escasez y desmesurado coste de los servicios públicos. La mayor reforma pendiente es la de la Administración pública. Si el Estado se aplicara a sí mismo las mismas exigencias que impone a los particulares y a las empress, el resultado sería espectacular. Es sorprendente que se hayan aplicado criterios de efectividad de tal dureza, incluso excesiva, en la reconversión industrial, lo que tan sólo hace unos años hubiera sido imposible imaginar en un partido socialista y, en cambio, no se apliquen esos criterios a la Administración pública, lo que es mucho más necesario y conveniente para el país y de mayor trascendencia económica.
No pretendemos decir aquí que vayamos de la noche a la mañana a conseguir los mismos niveles de prestaciones que los países avanzados. Lo que sí decimos es que por esa vía hay que ir, aunque sólo sea por razón de que se nos empieza a pedir el mismo nivel de obligaciones. No parece que éste sea el camino elegido, cuando los recortes presupuestarios se están haciendo en materia social y primando algunos tan absurdos como la carrera de armamentos. Por otra parte, nada impide eliminar la ineficacia y la falta de responsabilidad de la Administración. Pero la eficacia no se consigue por el puro formalismo de que a los funcionarios se les controle el horario. El problema radica en la posibilidad de que el ciudadano pueda pedir responsabilidad a la Administración en forma clara y rápida por el mal funcionamiento de los servicios públicos, y que esa responsabilidad se aplique simplemente con el mismo rigor que se exige a los administrados.
Mientras la Administración pública pueda conculcar las normas, saltarse los plazos, demorar sus resoluciones, incumplir sus obligaciones y escudarse en su propio poder para enmascarar su ineficacia, y para que no se le exija o pueda exigirse su responsabilidad, el funcionamiento del país dejará mucho que desear y la frustración de los ciudadanos será cada vez mayor. Si mal funciona la sociedad civil, peor lo hace la Administración pública, y sería esperanzador que alguna vez los cambios empezaran por el Estado y no por los ciudadanos o, al menos, por ambos al mismo tiempo.
es abogado.
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