Nunca en domingo
Hay domingos en que te apetece saltar del tren en marcha y cambiar el mundo redondo por el mundo plano y alargado del mando a distancia. Copa y moqueta en lugar de lucha cotidiana. Bueno, el último domingo fue un día de ésos, y todavía me estoy preguntando si mi pecado de deserción era tan grave como hace suponer el castigo.Recién acabada la estupidez fundamentalista con rizos abisinios titulada Fama me di de bruces contra una versión norteamericana de la tía Leo que, en vez de dedicarse a la inofensiva tarea de hacer sopas, tonteaba con el fontanero que tenía más a mano. Empapada en buenos sentimientos ajenos y en atroces sentimientos propios, oprimí el botón cambiando de brazo, ya que el que utilicé inicialmente lo tenía acalambrado de tanto darle al chisme. Y entonces sobrevino lo inevitable.
Alberto Cortez apareció en pantalla y, a juzgar por lo que hizo, el lunes me entraron ganas de contar a los supervivientes. Aparte de que a punto estuvo de tragarse el micrófono con sus alardes mandibulares, de seccionar el cable con el frenesí de sus pestañas, demostró una vez más que lo peor que le puede ocurrir a un cantante es disponer de un pasado de Mr. Sucu-Sucu: lo estuvo pagando -y nos lo hizo pagar- a lo largo de una hora de programa, pasando de la trascendencia a la denuncia y del homenaje a la protesta, en plan catálogo de oferta. Para acabarlo de coronar, su famoso tema dedicado a Picasso, Neruda y Casals -algo así como Están clavadas tres cruces, pero en Pablos-, y una canción de mucho volar a enclaves mejores que se la pasó aleteando de manos como si le hubiera dado un Parkinson.
Luego vino Lou Grant, la gran esperanza blanca de los domingos por la tarde, pero se conoce que se le había contagiado la bobería y todos los personajes se pasaron el telefilme apostando, hasta que le fastidiaron el novio a Billie, terrible jugarreta, porque llevo varias semanas tratando de identificarme con la chica.
Muestrario de iniaquidades
Afortunadamente, Flamingo Road ofrecía a continuación su bien surtido muestrario de íniquidades a lo Dallas, pero en paupérrimo. Confieso que me perdí cuando la paralítica echó a andar, navegué cuando se llevaron a la drogadicta al manicomio y experimenté los primeros síntomas de cirrosis cuando el sheriff le retiró su protección a una dama adobada en rimel que pasaba por allí. Lo mejor de Flamingo es constatar de una semana a otra los avances de la arteriosclerosis en Howard Duff y Kevin MacCarthy, dos otrora buenos actores (el último, hermano de Mary MacCarthy y gran amor de Montgomery Clift), avance que corre parejo a los adelantos que realiza en su oficio el taxidermista que los mantiene a tono. Ah, y los vestidos de las señoras, que ésta es otra.
Tras semejante sofocón, duda pavorosa: elegir entre El poder de la sangre de Drácula o el poder de la voz de la sangre, es decir, entre Christopher Lee o España, historia inmediata. En cualquiera de los dos casos, fin de fiesta con el ánimo directamente en un refugio atómico.
Moraleja: nunca en domingo. Claro que nunca digas nunca jamás.
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