Y al fondo, Blas Piñar
En aquel banquete del gran comedor de Cuatro Caminos, un Gólgota de dos tenedores, Blas Piñar ofició el propio sacrificio después de tomar el flan de la casa. Abrió los brazos en cruz por encima de la copa y el puro de sus partidarios y, siguiendo la costumbre de los profetas en el cadalso, pronunció el sermón de las siete palabras, si bien sólo se detuvo en una, en la que más le escocía. Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Probablemente a Dios, que no se mete en política, este asunto le traía al pairo y ni siquiera mandó un telegrama a la hora de los postres. Quienes habían dejado de lado a Blas Piñar, según su desolado alarido, eran los empresarios, la Iglesia y el Ejército. Está visto que la Verdad Absoluta sin dinero a la larga queda en nada o en algo académico, igual que los fanáticos sin pistola menguan muchísimo. Cuando a un redentor le retiran el suministro su discurso se convierte en flato, y así sucedió en esa noche señalada del 20 de noviembre de 1982, séptimo aniversario de la muerte de Aquél, en que Blas Piñar, totalmente purificado después de una ardiente aventura, bajó al silencio de los justos.Nuestro héroe había nacido en Toledo en 1918, hijo de Blas, teniente de Infantería, y de María, sus labores. La tía Lola cosía a máquina en el balcón de la calle del Comercio, y en el colegio de Loreto el niño hizo sus primeras armas bajo el mando de sor María Ángela, monja dulce y pizpireta que le enseñó a rezar, a recitar poemas a la bandera vestido de coronelito y a salir de cura en los teatrillos de fin de curso. En esa ciudad bizantina, de sillares de oro viejo, llena de aljibes con judíos emparedados y de fuentes cegadas por leyendas de árabes decapitados, el infante sacó una punta visigoda entre escudos imperiales de mazapán. El cardenal Reig le dio la primera comunión junto con una merienda en el atrio de la catedral y a partir de ahí el chico ya se fue embalando hacia arriba. Jugaba con soldaditos de plomo en el pasillo de casa y todo cuanto oía a su alrededor era el tintineo de los orfebres que fabricaban espadas, el rumor del coro de canónigos, el sonido de botas con herrajes contra el empedrado durante el paseo de los cadetes y las solemnes horas de bronce de unas campanas que sin duda antes habían sido cañones en Flandes. En aquel tiempo el dios de los ejércitos caía sobre la vertical de Toledo en medio del cereal, y allí abajo estaba Blas Piñar, con las hormonas en flor. No tenía escapatoria.
-¿Qué vas a ser de mayor?
-Yo ya soy mayor, padre.
-Acabas de cumplir siete años.
-Quiero ser apóstol, o mártir acaso.
-¿Algo más?
-Hijo del trueno.
-Lo que tú digas. Para empezar, alguien le puso la zancadilla en plan de aviso. Mientras simulaba batallitas en un picadero, su mejor amigo le partió la pierna sin dejar de sonreír, como hacen los políticos, y ese lance tuvo al pequeño abanderado dos meses fuera de combate. La madre se hallaba muy enferma y el padre estaba haciendo la campaña de África. Lo que Blas Piñar recuerda con nostalgia al tomar una magdalena con tila es aquella balaustrada del Alcázar donde permanecía encaramado contemplando la entrega de despachos a una promoción de tenientes a cargo del dictador Primo de Rivera con uniforme de gala, pelliza negra, ros y plumero granate, seguida de himnos, taconazos, desfiles y saludos cuadrangulares. Cuando su padre regresó de Marruecos con ascensos y alguna medalla fue destinado a Alicante, y allí su hijo primogénito descubrió el azul del mar, aunque entonces ese color no era todavía el de la camisa de Falange sino el del manto de la Purísima Concepción, en cuyo partido militaba el infanzón toledano. Por otra parte, las llamas con que ardían las iglesias ya eran totalmente rojas. Desde la azotea del cuartel el adolescente Blas Piñar pudo ver en la noche mediterránea de mayo de 1931 el resplandor de una hoguera cebándose con el colegio de los Maristas donde él estudiaba y la turba repleta de carcajadas, compuesta por ateos pon barba de tres días, boina, alpargatas y dientes de estaño. Si este apóstol hubiera permanecido más tiempo en el litoral, bajo aquella luz fenicia, llena de relatividad, tal vez su alma de león rampante habría escampado. No fue así. Blas Piñar volvió muy pronto a su ciudad natal. Su padre había sido nombrado profesor de balística en la academia de Toledo y en el laberinto levítico de sus calles el joven soñador fraguó un ideal celeste en el fondo del corazón con materiales religiosos de primera mano: círculos de estudios de Acción Católica, pláticas, estandartes, insignias en el ojal, comunión diaria y Dios en las sonrosadas mejillas. En aquella época la gracia santificante era para las muchachas la mejor crema de belleza y los jóvenes la usaban a modo de pesas para hacer músculo interior.
-Aquí un amigo. me llamo Blas Piñar. ¿Y tú?
-Antonio Rivera.
-¡Oh! Se habla mucho de ti en las sacristías.
-¿Bien?
-Dicen que eres un santo.
Entonces Antonio Rivera no era todavía el ángel del Alcázar, sino un muchacho católico con mucho encanto proselitista, y Blas Piñar ya estudiaba la carrera de Derecho en Madrid mientras José Antonio fundaba la Falange en el teatro de la Comedia. Pero a ellos eso les tenía sin cuidado. Ni siquiera se enteraron del gran suceso. Es más. Podría incluso decirse que aquellos chicos de la camisa azul les parecían demasiado modernos. Algunos no iban a misa, hablaban de la justicia social y en vez de crucifijo llevaban pistola. En cambio ellos ejercían el apostolado de siempre. Blas Piñar no fue nunca falangista, ni de primera ni de segunda hora, y ante el alboroto republicano sólo le daban ganas de rezar. De modo que el 18 de julio le pilló en Madrid con el rosario en la mano mientras su padre, su futuro suegro y su devoto amigo Antonio Rivera se habían encerrado en el Alcázar de Toledo dispuestos a hacer una del Oeste frente a los apaches de Azaña. El cruzado Piñar, mozárabe en tierra de infieles, buscó asilo en la legación de Finlandia, que fue asaltada. Luego cayó prisionero en el colegio de San Antón y finalmente su pista se perdió en la Embajada de Paraguay hasta el día de la Victoria. Llevaba el alma lacerada por los traumas de la guerra, como cualquier hijo de vecino. Un hermano había muerto, su amigo de apostolado Antonio Rivera también se vio abatido sobre los derribos del Alcázar mientras recomendaba a los defensores que dispararan pero sin odio. El padre se había salvado. A pesar de todo había que dar gracias a Dios, y para eso él no eligió el Cara al sol, sino el Tedéum entonado a cuatro voces mixtas: la oligarquía, la falange, el tradicionalismo y la iglesia triunfante.
Blas Piñar era un católico de camisa blanca que quería ser notario y lo consiguió al tercer envite. Primero anduvo haciendo escrituras por tierras de Murcia entre pimientos morrones, pasiones florales y el cantar huertano de Marcos Redondo que no se le pegaron nada. Después, en 1949, llegó sano y salvo a Madrid. Aquí se acogió al patrocinio moral del padre Llanos, que era el mapa Michelín para universitarios inquietos, y se dedicó a ganar dinero y a amar profundamente a Dios, en versión Jehová, a ese que a la mínima pide cuentas. Corrían aquellos años de las tascas con pajaritos fritos y las primeras gambas al ajillo. Ava Gardner se emborrachaba en los colmados del cante, en los colegios mayores se comenzaba a hablar de Unamuno y los jóvenes ya se picoteaban en la oscuridad de los jardines con besos de tornillo.
-Conductor, pare usted.
-¿Qué pasa?
-¿Acaso no lo ve? Esa pareja está abrazada.
-¿Dónde?
-Detrás del seto. Deténgala.
Blas Piñar sólo había rebañado del régimen un cargo de tercera clase. Como director de Cultura Hispánica iba en coche oficial y desde la ventanilla contemplaba con escándalo a los enamorados que se hacían llaves de judo sobre los bancos del parque como si fueran franceses. Ese era el peligro inmediato: el relajo de las costumbres, Ortega y Gasset, el liberalismo, Unamuno y las mujeres con la sisa al aire. Los rojos propiamente dichos estaban aún demasiado lejos, pero los enmascarados leían ya a Aranguren. Entre los apóstoles de domingo que rodeaban al padre Llanos se estableció la división: unos partieron con él hacia el cristianismo evangélico de andamio y otros se quedaron en el gran catolicismo de los pendones. Era una cuestión de hormonas. Blas Piñar las tenía bien puestas, según el catálogo del Dios de las Victorias.
Diestro de botella de anís
Estuvo bien que se enfrentara a Ava Gardner aquel día en que le recibió ebria y en pelota viva cuando el notario católico fue a levantar acta a su apartamento a causa de una denuncia, de vecinos. Pero al escribir en Abc aquel artículo contra los americanos se pasó de listo. Debido a eso alguien más influyente que Ava, también de Ohio, le echó del puesto y Blas cayó en desgracia con el espíritu puro malherido. Sólo los primeros escombros del franquismo que se iniciaron hacia 1966 le obligaron a incorporarse de sus cenizas. Carrero le llamó para que le echara una mano en vista de que la gabarra hacía agua por todas partes, y entonces Blas Piñar tuvo la revelación, esa que ciega los ojos y llena de sangre quemada el interior de los profetas. Se invistió a sí mismo gallardamente con todos los arreos que otros habían abandonado: un vocabulario de falange con sus respectivas banderas y camisas arremangadas, la vigilia de la Inmaculada, un franquismo todavía de pantano, un militarismo de legionario, las cuarenta horas de San Ginés, la boina roja de los requetés, el casacón de la democracia orgánica, y al reclamo de su lengua ardiente fueron llegando beatas con rosario, jóvenes guapos con guanteletes y cazadoras de cuero negro, altas damas del ropero parroquial, millonarios castizos, burócratas sindicales, niños de papá con una rabiosa luz en el corazón, obreros amaestrados, curas de Trento y una clase media aterrada por los navajeros. Detrás del nazismo alemán está Wagner. Pero este conglomerado de Blas Piñár, que algunos han llamado fascismo, sólo está musicado por el maestro Chapí.
Esta caravana popular ha cruzado con gritos, oraciones, soflamas y cánticos de guerra la última etapa del franquismo, ha atravesado la democracia arrastrando los rescoldos del pasado. Toda su expresión política culminó el día 23 de Febrero en una sesión de pistolas esperpénticas en el Congreso de los Diputados, donde un héroe chusco se lució por lo alto, como aquellos diestros que vienen en las antiguas botellas de anís. Después del gran suceso fallido Blas Piñar ya no tenía razón de ser. Al profeta le han retirado el suministro y él ha pronunciado en un salón de bodas y bautizos el sermón de las siete palabras. Los jóvenes dorados se han ido por un lado y los beatos se han quedado en su lugar descanso. Sólo Tejero quedará presidiendo en la historia este cartelón de ciego. En el fondo Blas Piñar no ha sido más que un católico acérrimo, un españolazo bíblico metido en camisa de once varas.
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