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Estrategias apremiantes para defender al lector

La lectura cumple en la vida humana una función tan primordial como la de comer, caminar o dormir. Su importancia en el fomento del progreso social y económico resulta, por lo mismo, de primer orden. Y esa función -es evidente- no podrá cumplirse sin la intervención del libro, esencial instrumento de cultura; todo libro nos interpela y abre para nosotros nuevas puertas.En estos tiempos nos corresponde a los editores posibilitar tales puertas, pero se trata de una tarea que no podemos realizar solos y nos es preciso el auxilio de otras muchas instancias. Cada proyecto de libro implica, en efecto, problemas que todos conocemos: contratación, producción, traducción (en los muchos casos en que ésta se requiere), calcular probabilidades de venta, promoción, distribución, etcétera; además, el papel sube de coste incesantemente, y nuestra dependencia respecto a esa materia prima, así como el alza constante de su precio, es algo, al parecer, que no tendrá término en este siglo. ¿Cómo resistir, con nuestras solas fuerzas, a la agudización continua de tantos problemas?

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Aun cuando éstos sean tiempos difíciles para la industria editorial, y aunque nuestros recursos y capacidades sean limitados y hayamos de ceñirnos al ámbito de lo factible, no podemos abandonar nuestro deber. Editar, del latín edere (hacer aparecer, sacar adelante, es decir, publicar, crear un objeto -el libro- revelando una obra), es una labor que requiere nuestra devoción sostenida, pero también la colaboración de múltiples sectores y personas. En primerísimo lugar, del público, y en seguida, del librero, del agente de ventas, del crítico y -factor no menos importante- del Estado.

Poco se puede hacer contra los hechos consumados de nuestras economías. Con todo, debemos insistir en que, a menos de resignarnos al deterioro intelectual de nuestros países, con la consiguiente catástrofe que ello significa, corresponde al Estado reconocer, como por fortuna suele hacerlo en los países menos incivilizados, que los problemas de la industria editorial exigen soluciones relativamente prioritarias.

El libro bien merece una tutela pública y oficial, y aun ciertos sacrificios que lo resguarden de los vaivenes de los ciclos de bonanza y depresión. Es cierto que se trata de una mercancía, pero es un producto cuyo consumo no puede relegarse hasta el final, para cuando se hayan resuelto otros problemas que se consideran más graves. La urgencia de preservar el libro y su acceso al lector obliga a tomar medidas a corto y largo plazo. Si no las iniciamos ahora. dentro de un espíritu de cooperación, luego será demasiado tarde.

Conviene ponderar los riesgos según las cambiantes circunstancias, pero asimismo importa protegernos de antemano frente a ellas. Y protegernos significa, sobre todo, proteger al lector. A la postre, ciertos riesgos demuestran valer la pena. Las últimas fechas hemos venido esforzándonos en poner al alcance de un vasto público libros de calidad comprobada. Dichos esfuerzos han tenido un éxito sorprendente. Para quienes laboramos en el Fondo de Cultura Económica -y de modo particular sentimos el deber de mantener en pie una casa que este año cumplirá medio siglo de dar frutos- ello ha sido un estímulo definitivo. Sin embargo, no es posible sostener nuestra acción sobre esa única base. Si queremos de veras afrontar la crisis editorial y cancelar la pesadilla de mediocridad, aislamiento y desinformación que se cierne sobre nosotros, será imperativo trazar en común estrategias apremiantes. Este congreso internacional de editores podría ser una gran oportunidad para inaugurar ciertos despliegues comunitarios de energías, al servicio de nuestros intereses básicos, de los fines que mayormente nos justifican y alientan.

Jaime García Terres escritor y poeta mexicano, es director general del Fondo de Cultura Económica.

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