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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Delitos en la ciudad

LA PROLIFERACIÓN de hechos delictivos susceptibles de alterar lo que se supone estado ideal de seguridad ciudadana, en especial cuando desembocan en lesiones personales o muertes, constituye uno de los más graves problemas con que se enfrentan hoy una parte considerable de los habitantes de las grandes ciudades y, en general, la sociedad urbana española. Asistimos en España a un incremento del número de delitos y, de modo paralelo, a una transformación de las motivaciones y la forma de actuar de los delincuentes, pero resulta aún mayor el impacto emocional con que una parte sustancial de los ciudadanos registran estos hechos. Tal impacto puede desembocar en reacciones injustas o desaforadas. Así, el intento de linchamiento el jueves por la tarde en el barrio madrileño de Orcasitas de una mujer cuya inocencia en el atraco y el asesinato del propietario de una droguería, a la postre, ha quedado probada, no es más que el último síntoma de una crispación profunda cuyas raíces deben atacar los poderes públicos sin la menor dilación.Parece comprobado que la crisis económica y sus consecuencias particulares sobre el medio urbano han propiciado la aparición de delincuentes más violentos que el atracador de bancos clásico, dispuesto a calcular y dosificar con conciencia casi profesional los riesgos que comportan la transgresión de las leyes y el uso de las armas. Por oposición a esta figura casi perteneciente al pasado, el consumo de drogas duras, en especial heroína, parece haber generado también la aparición de delincuentes muy violentos, que actúan en ocasiones bajo los efectos del síndrome de abstinencia de la sustancia de la que dependen.

En la sociedad española se ha producido, por otra parte, un desplazamiento de los objetivos potencialmente abordables por los delincuentes. Las grandes empresas que manejan mercancías fácilmente aprovechables, como dinero o joyas, han efectuado cuantiosas inversiones en sistemas de seguridad de tipo preventivo que dificultan o hacen imposible la actuación de ladrones o atracadores. Como casi todos los sistemas de prevención, las medidas de seguridad han conseguido proteger a los bancos o las grandes firmas de joyería, pero evidentemente no han podido acabar con la delincuencia, que se ha desplazado hacia otros sectores más débiles. La proliferación de agresiones en pequeños comercios, supermercados de barrio y modestas joyerías se debe, en gran parte, a que estas pequeñas empresas no disponen de los fondos necesarios para instalar los sistemas de alarma y protección que han ahuyentado a gran parte de los atracadores habituales de los bancos. Pero es necesario reconocer que incluso la generalización de este tipo de instalaciones de seguridad, que resulta deseable y hasta obligada, no conseguirá otra cosa que obstaculizar en parte la actuación de quienes están dispuestos a violar la ley con propósitos criminales o forzarles a aguzar su ingenio, del mismo modo que la obligación de dotar a los automóviles de sistemas antirrobo no ha terminado con las sustracciones de vehículos o de sus radios, casetes y otros objetos.

Los problemas que tienen relación con la delincuencia son, en definitiva, de ámbito más amplio, y su solución sólo puede ser abordada desde los poderes públicos. Y, sin embargo, en muchos ciudadanos comienza a predominar la sensación de que los responsables del Estado no acaban de comprender sus dimensiones exactas o no son capaces de identificar o aplicar las soluciones adecuadas y tienen acentuada tendencia a olvidar el caudal de crispación social y deterioro de la convivencia democrática que puede llegar a generar este estado de inseguridad. Esta idea, además, se aliña con la convicción extendida de que los mecanismos de persecución legal de los delitos resultan ineficaces, hasta el punto de que muchos sospechosos o delincuentes "entran por una puerta de la comisaría y salen por otra del juzgado".

La reforma de algunos artículos de la ley de Enjuiciamiento Criminal, que permitió abandonar las prisiones a gran número de reclusos preventivos, en algunos casos después de permanecer muchos meses a la espera de un juicio por acciones de escasa trascendencia, parece haber propiciado abusos y burlas a la ley por la incapacidad del aparato judicial español, carente en muchos casos de los medios más elementales para desempeñar sus funciones y de aplicar, en consecuencia, justicia con la rapidez que el respeto a los derechos de los encausados y la Constitución española requieren. De hecho, más que poner remedio a esta situación, que permite a delincuentes convictos y confesos retrasar el juicio o aprovecharse del retraso para obtener la libertad provisional y eludir la aplicación de la ley, las autoridades parecen dedicadas a contemplar a distancia una absurda polémica sobre si son los policías quienes capturan sospechosos sin conseguir las pruebas que permitan someterlos a juicio, o son los magistrados los que ensanchan los límites de la ley hasta convertirla en un trámite inocuo.

La seguridad ciudadana representa el estado de convivencia pacífica en un sistema democrático. Por mucho que a ciertas manifestaciones exasperadas se sumen otros factores de malestar, por más que quepa explicar las transformaciones en el modo de operar de quienes transgreden las leyes, la relativa inhibición de las autoridades sobre los problemas de fondo no puede conseguir otra cosa que agravar el problema. Tanto en Madrid como en Barcelona, han menudeado en los últimos meses los tiroteos entre pequeños comerciantes y atracadores, y han caído muertos algunos de los primeros y de los segundos. En un país como España, que dispone de uno de los índices más elevados de policías en relación al número de ciudadanos, las calles no pueden convertirse, literal o emocionalmente, en un remedo del lejano Oeste norteamericano. Los clientes tienen derecho a penetrar en los establecimientos comerciales sin temor a ser confundidos con el atracador de turno, y los comerciantes tienen derecho a atender el mostrador sin que cada movimiento en la puerta altere su pulso.

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