La nueva religión
A mediados de siglo surgió una religión que hoy cuenta millones de fieles. Como toda religión, es un sistema de mitos que atribuyen propiedades extraordinarias a los seres que adora. Como toda religión, ha acabado por institucionalizarse en poderosas organizaciones. Como toda religión, ha penetrado en hogares y escuelas. Como toda religión, alienta en algunos respectos y ata en otros.A diferencia de las demás religiones, la que nos ocupa rinde culto a ciertos artefactos que encontramos en lugares no consagrados, tales como laboratorios, comercios y oficinas estatales. Y, a diferencia de las demás religiones, ha captado a las personas más prácticas del mundo: los científicos, ingenieros y administradores. El lector ya adivinó: se trata del culto de los ordenadores.
Sería ridículo poner en tela de juicio la potencia y versatilidad de los ordenadores y, por consiguiente, su utilidad. Sería absurdo negar que su difusión masiva está revolucionando la vida diaria, la economía y la cultura. Lo discutible es la ideología que suele acompañar a la revolución de marras. Veamos por qué.
Son artículos de fe de la nueva religión: que los ordenadores puedan hacer cuanto hacemos los humanos, sólo que mucho mejor; que el cerebro no es sino un ordenador, de modo que la mejor manera de entenderlo es estudiar cómo funcionan los ordenadores, y que los ordenadores terminarán por dominar al hombre. Examinemos brevemente estas tesis.
Es verdad que los ordenadores pueden almacenar y elaborar (procesar) cantidades prodigiosas de información. Pero es falso que puedan reemplazar con ventaja al cerebro humano en todos los campos. Esto se debe a que tienen, entre otras, las, siguientes limitaciones.
Primero, los ordenadores no plantean problemas nuevos, sino que nos ayudan a resolver problemas de ciertos tipos. Esta es una limitación clave, porque toda la investigación o exploración, sea científica, técnica, humanística o artística, consiste en investigar problemas.
Segundo, los ordenadores carecen de iniciativa y de originahdad. Más aún, no queremos que las tengan: se los diseña para que obedezcan instrucciones, no para que las inventen.
Tercero, los ordenadores carecen de intuición (flair, insight) para imaginar y evaluar ideas nuevas. Más aún, no nos gustaría que poseyesen intuición, ya que entonces no serían de fiar. Por el contrario, hacemos uso de ordenadores para controlar nuestras corazonadas. En resumidas cuentas, no es verdad que los ordenadores puedan hacer todo lo que podemos hacer los humanos.
Tampoco es cierto que los cerebros funcionen como ordenadores. No podrían hacerlo, puesto que están compuestos por células vivas que satisfacen leyes biológicas, no por objetos fisicos. Para refutar la tesis de la semejanza esencial entre cerebros y ordenadores basta recordar que éstos sólo elaboran información: no la crean. Los ordenadores son dispositivos combinatorios carentes de espontaneidad y creatividad. Incluso la memoria humana difiere de la de un ordenador. La primera borra, agrega, reorganiza y, a menudo, embellece, en tanto que el segundo conserva fielmente cuanto se le ha ofrecido.
Como si esto fuera poco, la inteligencia humana no es puramente combinatoria ni, en general, puramente racional: está íntimamente ligada a la percepción y la afección. A diferencia de los ordenadores, somos capaces de tomamos algunas ideas a pecho y aun con pasión, lo que a veces nos ciega y otras nos ilumina. Dadas estas diferencias, la estrategia de buscar entender el cerebro en términos informáticos es fundamentalmente errada. El cerebro y sus funciones mentales se van entendiendo a medida que se profundiza el estudio del ser humano vivo.
Finalmente, el temor (o la esperanza) de que los ordenadores terminen por dominamos es absurdo, ya que, en última instancia, quienes los controlan son seres humanos. Basta desconectarlos para inactivarlos.
Lo que sí debemos temer es que se abuse de los programas que dan como resultados finales decisiones que afecten a nuestras vidas. Esto es de temer porque, al habituamos a delegar decisio
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