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Finisterre

Finisterre está en la misma linde del mundo y el otro mundo, y las piedras que no derriba el huracán -as Pedras Santas do monte do Facho, que quiere decir alcandora- se mueven con un dedo y sin esfuerzo mayor.El escritor se vino a repostar paciencias y sabidurías a Finisterre, frente a la mar a la que no se le conoce el término, y aprovechó para guardar en una caja de lata las cinco flores que se ventilan en el acantilado que queda por encima del agua de los percebes, por debajo del aire -también salobre- de las gaviotas y pegado a la tierra donde se crían los lagartos de ceniza que lucen una raya de color verde celedón en la panza, dicen que para espantar el meigallo,

En la lata, ya un poco oxidada por los bordes y por el paso del tiempo, está pintada la bandera española orlando a una negrita sonriente y casi pechugona, le falta un pelín para pasarse: "Pastillas pectorales La Cubana. Viuda e hijos de Serafín Miró. Reus (Tarragona). Spain".

Al escritor, a veces, aunque no siempre, le duelen las orejas, digamos las orejas, de papar vientos domésticos y escalafonarios, municipales y mansurrones, remordedores y un punto suplicantes. Por eso -y también para combatir eso y lo otro y lo de más allá- se vino a pasar unos días en el saludable borde del mundo, en la precisa frontera que separa lo que es de lo que jamás será.

Al escritor le ronda por la cabeza la idea de fajarse con una novela de la Galicia de la mar, que la del monte ya la hizo, y para abundar el sentimiento se patea, de faro a faro, la costa más occidental de la península, la de la marca que dicen Finisterre, desde el cabo Vilán, por encima de la ría de Camariñas, hasta punta Carreiro, donde dobla la ría de Muros, pasando por mucho mundo y también por mucho dolor y gozo. El escritor ya contará, a su tiempo debido, las historias que mejor cuadren a su propósito, que ahora le basta con recordar, sin mayor orden, algún que otro paisaje suficiente: las Olgas de Castelo y el Laxe de Touriñán o bajo Galluda, donde se partió en dos el vapor Gumersindo Junquera, el caserío de Carnota, más allá de Pedrafigueira, entre punta de Caldebarcos y punta de los Remedios, donde don Ángel Quintáns Monzo, el cura, le lavó la cara al hórreo más grande del mundo, e hizo bien y además acertó; la ría de Corcubión y sus bellezas, ¡ay, Fidelita Caberta, la moza de Morquintián que le llevaba el pulso al cabo de la Guardia Civil!; la peña Centola y sus malezas (aquí se hundió el crucero Blas de Lezo, cuyo pecio es hoy próvido nido de congrios misteriosos), y la costa de afuera y sus durezas, hasta Muxía y Camariñas, al norte del cabo de la Buitra, donde se bañan el noble lobo tiñoso y el gallardo raposo sarnoso, y la ensenada do Cuño, en la que los ballenos verriondos cubren a las ballenas en estado de merecer, y Dios sobre todos, que de la misma madera son los vivos a los que traga la mar que los muertos ,a quienes la mar devuelve con algas en los ojos y en las encías. Es bien sabido por todos que las ideas, al decir del heresiarca Benitiño de Extramundi y según su pensamiento, son como iniñocas que airean los entresijos del laberinto de los sesos, para evitar que se tupan.

Artemidoro, uno que era de Éfeso, más allá de Ibiza y de Sicilia, dice que el sol, al ponerse en la mar de Finisterre, engorda cien veces, puede que para alumbrar mejor a los cachalotes que huyen perseguidos por los noruegos y por los gallegos, y un peregrino alemán de la Edad Media y del que no se recuerda el nombre asegura que dos días antes de llegar a la Estrella Obscura, a Finisterre, la mar escacha a los peregrinos contra la costa, tanto tiene contra el Petón de Mar de Fora que contra el costado del Gaboteiro.

Al escritor le gustaría recuncar en las experiencias marineras allá por el tiempo en el que sopla la galerna y crecen las crines a los potros que tienen un abuelo rodaballo y el otro ánima del purgatorio, y si Nuestro Seflor el Apóstol se lo permite y él encuentra una ex moza talluda, pero aún de buen ver y buen palpar y valerosa, que quiera acompañarle (aquí le digo la obligación: amasar pan, cocer caldo, freír huevos y patatas, asar raxo, guisar pulpo, lavar la ropa, poner a máquina los pensamientos y darle calor por las noches y sin avaricia), por estas latitudes piensa volver por el invierno, allá por Santa Ameixenda y Santa Morpeguite, cuando las olas de la mar se rompen el ánima contra los tuétanos de la tierra.

El escritor se siente muy pequeño ante los tamaños de la mar y el cielo y la tierra de este contorno que es suyo por derecho, y para engordarlos aún más escribe de su mano lo que sigue y ruega que se obedezca: "Y desde ahora mando, y para eso lo publico, que mi cadáver, tras haber sido restregado con flor de tojo, sea incinerado, y las cenizas arrojadas a la mar desde la borda de sotavento de un barco que navegue, a no menos de cinco millas de la costa, entre el cabo de Finisterre y el de Touriñán. Encargo de la maniobra a mi hijo, y si él no pudiere o no quisiere llevarla a fin, dispongo que se le dé un millón de duros a un marinero gallego, cincuentón y tuerto (cuenca vacía), manco (amputado) o cojo (amputado), por este orden, para que dé cumplimiento a mi voluntad".

Al escritor, después de dicho lo que atrás dijo, ya no le queda más que escribir, si puede, la novela que quisiera escribir, y seguir viviendo, que tampoco la vida es mal arte, sino saludable costumbre y benevolente inercia.

A Finisterre, aquí donde la tierra acaba y la mar comienza, o al revés, según como se cuente, han de venir a mirar la vida y la otra vida -y de paso a comer centollas y nécoras y percebes- aquellos europeos con dignidad que todavía crean en las tres potencias del alma, que todo lo demás es aventura y ganas de marear al prójimo.

Sólo me resta añadir que a Finisterre los gallegos le decimos Fisterra, aunque sin mayor entusiasmo, que tampoco tenemos nada contra el latín ni contra el español.

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