En el Jardín Botánico
A raíz de unos hechos más bien deplorables, comenzaba yo hace algunas semanas un artículo con una frase claramente optimista: "En unos momentos como los presentes, de eclosión cultural...". Con naturalidad e independencia veía yo así las cosas pero no disponía de unas pruebas tan evidentes como las que obtuve hace un par de domingos en Madrid. Un día, el domingo, en el que el ocio se generaliza, pero que no siempre suele tener -o debe tener- un sentido obligadamente cultural. Se podrán cuestionar otros aspectos de nuestra realidad cotidiana, pero en cualquier caso, los hechos de que voy a dar cuenta son indicativos de que la inquietud cultural de nuestro pueblo no retrocede, sino que, como una rama florida y brava, es algo que se esfuerza por crecer entre nosotros.Era, como digo, una espléndida mañana de domingo en ese Madrid que, sin aspavientos ni gratuitas rivalidades, podemos considerar como una de las ciudades popularmente más vivas de Europa. A una hora prudente llegué a la altura del Museo de Arte Contemporáneo. Quería ver la exposición de Paul Cézanne, pero observé tras las verjas del museo una larga cola de visitantes que esperaban pacientemente para entrar. Iba a permanecer poco tiempo en Madrid; así que decidí dirigirme hacia el centro de la ciudad en busca de otra exposición que atraía con no menor fuerza mi interés. Me refiero a la que en el Museo del Prado se le dedica a Claudio de Lorena y a otros paisajistas del siglo XVII.
Reconozco que hacia la muestra de Cézanne sentía un interés relativo en comparación con mis deseos de volver a contemplar con calma algunos cuadros de la escuela italiana, y en particular aquella lección y profusión de ruinas, de paisajes incendiados y melodiosos de Lorena, Poussin o Dughet; cuadros que sólo tendría la oportunidad de contemplar unos días más tarde. Y digo "unos días más tarde" porque, llegando al paseo del Prado, vi de nuevo dos largas colas de gente que, partiendo de las dos puertas de entrada, bordeaban las estatuas de Goya y de Velázquez, respectivamente, y casi se iban a juntar, en sus finales, allá a la altura de la glorieta de Neptuno.
Pero la sospecha del nerviosismo que me podía producir la posible espera pudo más que mi ansiedad por ver los cuadros; así que opté por una tercera posibilidad con que entretener aquel domingo de ocio en soledad. Confieso que alguna vez había oído hablar de estas largas colas de la capital -generalmente ante exposiciones de carácter monográfico-, pero sólo ahora -confiado y nada prevenido habitante de provincias- reparaba en la realidad de los hechos y en las recomendaciones que algún amigo me había hecho de que para acudir a este tipo de convocatorias era preciso dejar pasar unas semanas.
Pensé en una tercera posibilidad, que bien podía ser la de asistir a uno de los conciertos del IV Festival de Música de Primavera, pero las filas de gente que acababa de ver en el Prado me trajeron el recuerdo de otras largas esperas. Me refiero a las agridulces madrugadas de mis años de estudiante, allá a mediados de los años sesenta. Frías mañanas ante las taquillas del teatro Real, a la espera de una de aquellas contadísimas entradas para el correspondiente concierto que uno podía tener la fortuna de encontrar en la medida en que más temprano fuera el madrugón.
Desestimé esta posibilidad y escogí una cuarta. ¿En mi impaciencia y en mi volubilidad no habría sólo una excusa para pasear despreocupadamente por las apacibles y entrañables calles de los alrededores? Me dirigí al teatro donde se presentaba el ballet Carmen, de Gades-Saura. Subí despacio por la acera del Ateneo, intentando recordar bares, lugares y rincones por donde hacía años que no pasaba. No sé si fue este placer de cruzar las calles vacías y silenciosas del domingo, el demorarme ante alguna fachada ruinosa o restaurada, lo que me hizo llegar con retraso al teatro y encontrarme con el correspondiente cartel de "No hay billetes" para la única sesión del domingo.
Estaba ya dudando entre si debía probar fortuna en las taquillas del teatro Español -donde se representan los Cuentos de los bosques de Viena, de Von Horvath- o quedarme tranquilamente leyendo el periódico en uno de los bancos de la plaza de Santa Ana, cuando, al cruzar la calle de las Huertas, vi allá abajo una sorprendente y saludable masa de verdor cerrando el paso a la mirada: era el espeso verdor del Jardín Botánico. Así que hacia aquel jardín -espero que "paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos", me dije, recordando a Soto de Rojas- dirigí mis pasos sin dudar ni un solo instante.
Del Jardín Botánico guardaba también un recuerdo de años estudiantiles: el recuerdo de un lugar apacible, pero sometido a horarios irregulares y a un evidente abandono en su aspecto que lo hacía, a decir verdad, doblemente atractivo. He de reconocer que en medio del laberinto de cemento de la gran ciudad, y tras la no escasa frustración de mi itinerario cultural, el encuentro con un Jardín Botánico esmerada y minuciosamente restaurado borró mi impaciencia y me sumió en una gran paz.
A la vista de los paseos desbrozados, de la inmensa variedad de nuevas plantas colocadas en las tres terrazas, al ver los añosos troncos aliviados de sus no menos añosas heridas, al ver el verdor y los pájaros que iban y venían bajo la luz más alta y más fuerte del día, no sólo me sentí maravillosamente bien, sino que comencé a reflexionar con los mil y un significados simbólicos que se le podían atribuir a este jardín.
Pensé, sobre todo, en el carácter distinto, revitalizado, de aquel espacio que yo recordaba algo mustio y salvaje. Pensé, por citar un ejemplo, en que ahora que tanto se repetía la pregunta ¿Qué es España?", España era -o podría ser- simplemente aquel espacio armónico y esmeradamente vivificado en medio de un turbión de palabras, de ideas, de ruidos. Un espacio ya antiguo, pero que se había desbrozado y, al desbrozarlo, se había rejuvenecido, y que de esa juventud de las arboledas y de las aguas escasas, humildes, de los surtidores brotaba una idea de equilibrio: una idea esperanzada.
Había igualmente una nota de equilibrio en las cuatro estatuas calcáreas y abstraídas -indemnes- que bordeaban uno de los paseos. Estatuas que, como los personajes de los cuadros de Claudio de Lorena, de Nicolás Poussin, de Gaspar Dughet -ermitaños, pastores, sátiros, ninfas-, son sólo una excusa trivial, un aspecto ínfimo, en el enorme y melodioso panorama de los paisajes. Pero qué lejos quedaban la vagorosidad y la mansedumbre de estos paisajes culturizados del siglo XVII, de la concreción minuciosa, geométrica, del Botánico. Ni siquiera era posible la comparación con ciertos cuadros de un neoclasicismo rotundo y abrumador como el que aparece en El jardín Aldobrandini, de Both, otro de los pintores recogidos en la muestra.
También había una lección breve y atractiva en los pequeños letreros que acompañaban a cada árbol, arbusto o planta, y que los distintos paseantes -ancianos, niños o simples solitarios- miraban al mismo tiempo con curiosidad y pereza. Esos letreros que ponían nombre científico al negro ciprés mediterráneo, o a los árboles del amor, de grandes penachos violáceos, o al cinamomo de perfume penetrante. Y qué lejos quedaba de este espacio reducido y secreto el torrente de la rumorología que excita y confunde, la desesperanza fácil y malsana, el egoísmo miope, la siembra indiscriminada de miedo, la hoguera nunca suficientemente extinta del enfrentamiento, en la que alocadamente algunos arrojan de cuando en cuando una nueva brazada de leña, de ferocidad.
Se me disculpará mi ingenuidad si digo que me sentí ausente como en alguno de esos embelesados momentos de dispersión de la adolescencia, en que cualquier lugar o cualquier momento son buenos para ignorar la realidad temible y fabular con la belleza y con los sueños. Pero también ahora me tocó salir de mi encantamiento. El tiempo volaba y la realidad ineludible que había detrás de las verjas del jardín, imantaba toda posible abstracción.
Me dirigía ya hacia los 14 enormes castaños de Indias que bordean la entrada cuando vi a un padre barbudo y apacible que le leía a sus dos hijos -dos niños- unas páginas de la guía del jardín. Al pasar junto a ellos oí que decía: "Éste es un almez centenario, el árbol más alto del jardín". Y, levantando la cabeza, hizo un inciso de su propia cosecha para añadir: "Esperemos que muera de viejo y que no lo corten nunca". Así que de la simbología del jardín pasé a reflexionar sobre la posible simbología de aquel árbol -indemne frente a tantos avatares históricos, frente a tantas amenazas-, mientras que una nueva oleada de automóviles pasaba, paseo del Prado arriba, hacia no sé qué arrebatados y urgentes destinos.
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