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Tribuna:FERIA DE SAN ISIDRO
Tribuna
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Las transparencias del miedo

Para los sacerdotes de la tauromaquia no hay mayor profanación que hablar sin conocimiento de causa. Para el profano, que en su fuero interno aspira a catecúmeno, a aprender las sensaciones elementales de la tradición y pasarse en silencio a la taurofilia, no hay mayor profanación que hacerse pasar por entendido en toros. Abundan estas tardes de mayo -grises y coñá, como las viera Julio Cortázar en algún cuento inolvidable- los sacerdotes y los impostores, sochantres de un rito de valor y gloria al que se arriman por fama, moda, manía o condescendencia. Oír hablar de toros a los entendidos de verdad es asistir a una ceremonia en la que el catecúmeno es un perfecto extraño en el paraíso.Me maravilla tanto escritor de moda hablando y escribiendo de toros como si el conocimiento de causa fuera -también aquí- una ciencia infusa y repentina, aunque es cierto que -como profano y espectador ocasional y agnóstico- confieso que he sentido la hipnosis del toreo en algún rincón del ángulo oscuro del alma. Curro Romero, por ejemplo, el mito que más calienta: jamás alcanzaré a comprender cómo un hombre puede cambiar la opinión de un público en diez segundos de ínfimo tiempo, desde el improperio y la injuria en el tendido hasta el aplauso sudoroso, el pañuelo blanco y, la lágrima de emoción. Lo he visto en La Maestranza cortando las dos orejas de esta temporada y ponerse a Sevilla entera por montera. Lo he visto transfigurado de miedo, anclado en la palidez del demonio que sabe por viejo y por sabio. Julio de la Rosa mantiene que Curro sólo es Curro cuando al salir a la plaza se queda sordo. Entonces, sólo con el peligro, el toro se le transparenta de color azul. Esa es la señal, porque ese día cortará orejas. Y esa tarde, en La Maestranza, rodeado de miedos y transparencias por todas partes, Curro Romero cortó dos orejas, aunque los entendidos sostenían por lo bajo que le habían regalado una.

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Dicen los escritores que la patria es el papel en blanco, territorio solitario que tanto miedo da a quienes trabajan en la literatura como obreros para vivir de ella como burgueses. Cualquier día de Curro Romero o de Rafael de Paula sus caras muestran la alba palidez del papel en blanco. Es la transparencia del miedo. Para un profano ya es una heroicidad que un hombre -matador o no- se plante sordo y mudo ante el enemigo -azul o de cualquier color- a rendir cuentas a un público que abuchea al toro por cojo, débil o sin trapío alguno. Hay comentarios para todos los gustos. Pero para un escritor que es profano en la cosa taurina no hay mayor hipnosis que ver transparentarse el miedo en la cara y el gesto contenido de un torero. Es la patria vuelta miedo, huyendo hacia dentro con una ira incontenible.

Una vez en Toledo, por las fechas del Corpus, Paula llegó de Jerez a torear. Profesional de los pies a la cabeza, entró en la plaza aureolado por un vapor de arco iris que rodeaba su figura. Un verde eléctrico transparentaba su sólido rostro de gitano de muchas generaciones. Pocas veces he visto en mi vida un miedo tan literario como el de Rafael de Paula en Toledo. Era un miedo de color verde sin patria, pero con humanidad, y transparente como la luz del sol. Y, sin embargo, ese mismo sentido de la dignidad ante el toro me hipnotizó durante algún tiempo, mientras observaba las evoluciones del matador y su resistencia a dejar la arena sin cumplir con su deber. Algunos años más tarde, como si estuviera ante un pelotón de fusilamiento y hubiera hecho 32 guerras sin ganar ninguna como coronel revolucionario, Paula hizo el paseíllo en La Maestranza junto a Ojeda y al lado del genio literario que cuando corta orejas es que se ha quedado sordo y ve al toro azul. En el rostro de Paula, sabio y español como Bergamín, el miedo seguía siendo del mismo color que aquel día de Corpus en Toledo: verde transparente. Romero llevaba sobre el cuerpo y en su gesto un ácido color pálido y omnisciente. Y Ojeda hacía como que aún no se ha enterado, que para él es pronto para transparencias y para miedos.

Ese día, Pepote Rodríguez de la Borbolla respiró feliz al final de la corrida. "Ha habido de todo", me dijo. El profano sólo había sentido ligeramente el miedo transparente que acogotaba a los toreros, transustancial a aquel otro miedo del cónsul Firmin garabateando por las calles de Cuernavaca un Día de Difuntos que sería también el de su muerte, según ha quedado claro en las páginas de Under the volcano, de Lowry. Lo que tal vez ocurre de verdad es que los que no entendemos nada de toros estamos siempre de parte del torero, comprendemos una epopeya cuyas claves se nos escapan y cuyos códigos internos no aprenderemos nunca porque nuestro paladar intelectual está configurado por otras rugosidades, tal como explicaba aquí mismo, con su irónica sabiduría, Juan García Hortelano. El fútbol y los toros son, de todos modos, más que un circo, más que un pan y un entretenimiento. Son ritos con pasión, tristeza, desasosiego, grandezas y miserias. Y miedos. Termino diciendo que me parece una profanación exasperante llegar a comparar el miedo del portero al penalti con el que se transparenta y anida con toda claridad sobre el rostro de dos tan grandes toreros literarios como Paula y Romero. Lo de menos es la oreja o el éxito.

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