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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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El trabajo domado

La holganza solía ser el privilegio de la minoría; el trabajo, el destino de la mayoría. Ahora, la holganza empieza a ser castigo de multitudes, y el trabajo, privilegio de los escogidos.Es como si algo extraordinario hubiera ocurrido en la historia del trabajo humano. La civilización que hemos heredado podría definirse como aquella que en su día puso fin a la creencia de que el trabajo era una pura maldición. Se hizo a sí misma, negando el trabajo como castigo, ensalzándolo como moral y nobleza. Como se sabe, la palabra trabajo proviene de la latina tripalium, tres palos, una tortura romana. Con la revolución que supuso la nueva ética del trabajo, que trajo el capitalismo, y luego la industria, se desvaneció ese sentido original. Quedó para los textos de etimología. El trabajo no sólo era bueno y dignificador del nuevo ciudadano, sino que pronto se fue descubriendo un derecho universal a tenerlo. Pasar del trabajo como obligación y castigo al trabajo como derecho y patente de ciudadanía ha sido una transición incalculable.

Pero entramos ahora en otra transición: si, por un lado, continuamos exigiendo ese derecho al trabajo, que es parte de nuestra mitología secular, por otro empezamos a exigir un margen mayor de holganza, de ocio, de actividades más o menos deportivas, que den sudor a nuestra frente sin hacernos ganar el pan.

Los conflictos laborales, que de un extremo a otro de Europa se están sucediendo estos meses, ilustran esta curiosa doble tendencia. Desde Sagunto a Lorena, se alzan protestas muy fuertes contra el cierre de las empresas y el paro que ha de conllevar. Industrias no competitivas (en la minería y la siderurgia, sobre todo) tienen a sus obreros en pie de huelga, y casi de guerra, contra Gobiernos de socialista faz, que, en nombre de la productividad, quieren desmantelarlas o, como reza el eufemismo, reconvertirlas.

Redacción de la jornada

Una huelga amarga y duradera enfrenta entre sí a los mineros ingleses, y a muchos de ellos con la policía. En todo el Mercado Común. la oposición de los agricultores a toda reducción en los absurdos subsidios que mantienen la superproducción crónica de sus productos es virulenta y extrema. Pero estas reacciones, que no son más que la fachada espectacular de la resistencia de las gentes a los cortes en el empleo, apenas pueden esconder la tendencia constante a su erosión. Lo cierto es que los criterios de eficacia, productividad, pericia y competencia (que son los que proclaman las patronales, desde la Cofindustria italiana a la Confederación Industrial Británica, pasando por todas las demás) son los que se van imponiendo penosamente y poco a poco, poniendo los sindicatos a la defensiva y aumentando sin freno el número de los desempleados.

Como posible solución, en algunos lugares, como Alemania, los sindicatos han concentrado sus esfuerzos en una nueva reducción de la semana laboral. Así, la gran huelga metalúrgica que comenzó a principios de mayo en aquel país y que no tiene visos de resolverse, y que ha paralizado a 250.000 trabajadores, se ha desencadenado en nombre de la semana de 35 horas. Quizá para evitar que algo semejante ocurra en su propio terreno, el Gobierno francés está proponiendo ya reducciones de dos horas en una de sus factorías clave, la Citroën, como posible solución al conflicto que tiene en vilo a aquella compañía. Lo que habría de legitimar la operación serían unos contratos de solidaridad, que permitirían recibir créditos del Gobierno a las empresas capaces de reducir la jornada laboral. Nótese el nuevo uso de la palabra solidaridad. Al obrero se le invita a reducir horas de trabajo en nombre del altruismo. Con porcentajes de paro superiores al 10% en muchos países amenazados (con escasas excepciones: Estados Unidos, con casi un 8%, pero bajando, y Japón, con menos del 3%), y otros, como el nuestro, con índices altísimos del 20%,, la desocupación endémica afecta ya a la naturaleza misma de la distribución social de bienes y privilegios: tener trabajo es uno de estos últimos. Pero no tenerlo ya no entraña necesariamente la miseria y el aherrojamiento. Éstos son los tiempos del Estado asistencial, que amplía solícito la edad escolar, administra la jubilación prematura, legisla vacaciones cada vez más largas y, sobre todo, gestiona las crisis sociales, suministrando sabios subsidios de paro.

Moralización del ocio, desmoralización del trabaj

oLa pura, dulce y tradicional holganza sufre aún un vago desprestigio. Pero esto, claro está, si uno no sabe encubrirla con una pátina de ocupación lúdica, deportiva o, a poder ser, con mucho consumo de bienes y servicios, como sucede con el turismo, el esquí o la hípica. Y es que ya no sólo fabricamos artefactos, sino que manufacturamos entretenimiento con inigualada destreza. Nuestros goces son efímeros, pero tan repetibles como el vídeo. Además nos convertimos nosotros mismos en espectáculo sobre playas, montes nevados o en discotecas, aeropuertos y restaurantes. El homo otiosus tiene su universo hoy en constante expansión, convertido en una inmensa disneylandia que se justifica, a su vez, como fuente de ocupación y empleo para el homo faber.

La manufactura del ocio incluye un esfuerzo físico. Debe llevar al cansancio improductivo, más o menos medicalizado, como en ese trote zonzo que llaman en la ubicua angliparla jogging. Para entender el nuevo sentido del ocio activo hay que comprender también un poco lo que está ocurriendo a su contrario, el trabajo. Ello no es fácil, pues lo primero que salta a la vista es que en muchos lugares, para muchos millones de gentes humildes, apenas ha cambiado su suerte y condición. Sin embargo, las corrientes de la economía y de la técnica son tales, que ni ellas escapan ya al alcance mundial de la transformación: el campesino africano, indio o suramericano, que ayer, a trancas y barrancas, cuidaba su pobre huerto, es hoy peón de plantación, dedicado al monocultivo de algo, para mayor gloria de alguna próspera corporación multinacional. Pero es mejor, para esclarecer algo este asunto, parar mientes en lo que pasa en los países más avanzados.

Una de las interpretaciones más influyentes hoy es la que supone que el trabajo, tanto manual como el que no lo es (y con excepción del más innovador e imaginativo), ha sufrido un vasto proceso de despericia o desespecialización; ello ha sucedido en una fase subsiguiente a la de la fuerte especialización desencadenada por los primeros estadios de la revolución industrial. Según esta teoría, introducida por Bravermann en 1974, el proceso laboral está hoy más determinado por la estructura de las relaciones capitalistas que por los factores técnicos u organizativos. Los gerentes de las corporaciones ya no pueden esperar de los trabajadores que produzcan la plusvalía con la debida diligencia. Lo que hacen es resolver este problema maximizando su propio control sobre la organización y minimizando el de los trabajadores. Así, la gerencia científica de las empresas se afirma, desguarece al empleado ante la automatización y le despericia por medio de la simplificación y fragmentación de sus tareas. Lo tiene así siempre bajo la amenaza de la reducción de plantilla, en nombre de la sacrosanta productividad. Aunque Bravermann exageró el poder de la gerencia sobre el proceso de trabajo (una crítica que los mismos marxistas le han dirigido), no hay duda de que cuanto más avanzada es una industria mayor es el grado de impericia general, pues no sólo la automatización, sino la informática y la microelectrónica, han ido desplazando al trabajo como arte. Aunque la gran riqueza producida por la técnica moderna y por el mismo capitalismo ha eliminado la progresiva proletarización de la fuerza de trabajo tal como estaba prevista por la prognosis marxiana, ha habido, en cambio, un avance en la indigencia del obrero y empleado en otro sentido. Ya no son creadores

Salvador Giner es profesor de Sociología en la Brunel University, de Londres. Miembro del ejecutivo de la International Sociological Association y Vicepresidente de la Federación Española de Asociaciones de Sociología.

TEMAS DE NUESTRA, EPOCA

de algo específico e insustituible con la automatización, hasta su trabajo se hace superfluo.Servicios y corporacionesNo parece que esta tendencia vaya a cambiar por el momento. Los servicios continúan en ascenso, así como el de la población asalariada, aunque el volumen mismo de la fuerza de trabajo crece o decrece a ritmo distinto, según los países, y también varía el poder de los sindicatos. Éste, en general, depende de factores muy diferentes, pero, sobre todo, del paro o su amenaza (el sindicalismo en Estados Unidos, por ejemplo, está muy amenazado, y muchas de las grandes compañías, como la IBM, parecen haber conseguido eludirlo en toda la línea. En otros sitios, como Suecia, es tan fuerte como siempre). En todo caso no es justo, como hace algún sector del pensamiento conservador, atribuir a un exceso de eficacia sindical la disminución global de la productividad y de la competitividad de un país. Cierto es que los sindicatos interfieren en las fuerzas del mercado, pero también lo hacen los ejércitos, las compañías multinacionales monopolistas u oligopolistas, así como todos los grupos de interés mínimamente organizados. Todas las coaliciones de esta índole -patronales, sindicatos, iglesias, Gobiernos, ejércitos- pueden llegar, si no dan juego a fuerzas sociales más libres, a anquilosar juntos la vida social por una inflación de lo que podríamos llamar la densidad corporativa.Esta última idea, sobre la que algunos venimos insistiendo desde hace tiempo, ha hallado nueva munición en el último libro del economista yanqui Mancur Olson, de 1982, su Augey decadencia de las naciones. Es relevante aquí porque nos hace ver cómo el trabajo (y su contrario) dependen cada vez más de esa nueva unidad que vertebra a la sociedad moderna, la corporación, sea ésta política, económica, militar o de otra especie. Más que una burocratización del traba o y la manufactura de un ámbito en apariencia desburocratizado (el tiempo libre de él) hay una corporativización de ambos. (Incluso del ocio, pues las empresas del ocio, como las de turismo, tratan al tiempo libre como un bien fungible y explotable.) Es hoy la corporación la que determina nuestro ámbito de vida, nuestras posibilidades de promoción, nuestra carrera, nuestro empleo y desempleo, nuestros trabajos y nuestros días.

No todo va ligado a la simplificación del trabajo y al especialismo. La última oleada de mudanzas ha sido creada por la conjunción de la microelectrónica por un lado, y el almacenamiento y manipulación elitista del conocimiento práctico y técnico, por otro. Desde que Daniel Bell, siguiendo el hábito de bautizar nuestro mundo con un nombre lacónico, lo describiera como "sociedad posindustrial" y atribuyera a la innovación institucionalizada y al conocimiento el inmenso valor que hoy tienen, todos nos liemos percatado del alcance de la cuestión. (O quizá no todos. Muchos son quienes siguen aferrandose a descripciones del mundo de hoy tan chapadas a la antigua como lo es el primer universo burgués y capitalista en que fueron concebidas, hace ya más de un siglo.) Para este notable sociólogo el trabajo posindustrial posee un significado distinto. Mientras que en las sociedades preindustriales, dice Bell, el trabajo era una lucha contra la naturaleza, y en las industriales lo era contra la naturaleza fabricada, en las posindustriales el trabajo es "un juego entre personas". La organización de un equipo de investigación, las estrategias de despliegue de una fuerza de trabajo, del suministro, filtración o negativa de información y conocimientos son lo decisivo. Por eso la realidad no es ya la naturaleza, ni lo sobrenatural, sino el mundo social. El desarraigo de lo natural y la emancipación de lo misterioso deja a la raza humana sola ante sí misma.

Control del conocimiento

Aunque la distribución del poder, los recursos, el privilegio y los ingresos (así como el acceso al empleo o el confinamiento al desempleo) continúan dependiendo en parte de las fuerzas que quedan del mercado así como de otros factores tradicionales, cada vez es más decisiva la presencia del acaparamiento, acceso o control del conocimiento. La desigualdad social ha sido siempre tripartita: unos mandan, otros reciben órdenes pero también las dan, y otros sólo obedecen. Hoy en día esa tripartición está cada vez más íntimamente ligada al conocimiento (práctico) y a¡ control de ese conocimiento. Merced a la informática, la telemática y la microelectrónica las consecuencias se hacen sentir por todas partes. Por ejemplo, hay hoy una marcada tendencia a que el conocimiento técnico innovador se concentre en ciertos lugares, California, verbigracia, y su Valle del Sílice, mientras que la mano de obra se lleva hacia la periferia del sistema político-económico mundial. En cuestión de segundos, vía satélite, los ingenieros e investigadores del Valle de Sílice pueden mandar sus planos a una fábrica remota, escondida en la Amazonía, o en el sureste asiático. Hay quien predice una división mundial del trabajo, íntimamente ligada a la geopolítica del conocimiento técnico, que en un decenio aproximadamente agudizará las desigualdades y llevará mayor impericia y despericia a los países periféricos, haciéndoles aún más dependientes de los centrales.

Los efectos de estos procesos son tan incipientes que nuestra incertidumbre respecto a sus consecuencias no vienen sino a complicar y agravar las confusiones morales a que nos ha llevado nuestra economía política, basada sobre la creencia en la riqueza universal y la productividad siempre crecientes. Éstas son enemigas de la austeridad y de la aceptación de la vida sencilla. Ahora ya son muchos los que ven que todo eso no puede ser bueno, pero carecemos de un marco moral de referencia con aceptación universal, ya que el pluralismo ideológico, afortunadamente, es uno de los pilares de nuestras liberales convicciones. Éstas se hallan bastante bien repartidas, salvo en tierras de bárbaros, tiranos y en las tecnoburocracias monolíticas, que no ocupan poco espacio. Las armas que tenemos para una nueva ética de la vida social son pues bien débiles, ya que son sólo las de la persuasión y la parsimonia civilizada. El problema, ahora es saber si la doma del trabajo por la tecnología y el instrumentalismo en las relaciones humanas nos va a domar también del todo nuestro espíritu. A lo peor, si ello ocurre, no nos daremos cuenta, sumidos ya en la sosa bienaventuranza de un ocio sin riendas.

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