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La aventura de huir

Siempre que arrecian los calores del estío hay en el hombre una sed de nuevos horizontes, un afán viajero que perturba su cotidianidad. Este afán, que en nuestros días desahogamos con un período mas o menos largo de vacaciones, se desarrollaba en otros tiempos por medio de un viaje; un viaje en el que podía suceder de todo. Nuestras vacaciones son, en consecuencia, un eco tenue, un aspecto mutilado de la natural aspiración del hombre a viajar, es decir, a romper con su medio habitual de existencia con el fin de enriquecer o de transformar su vida.A medida que los siglos han ido transcurriendo, el mundo se ha empequeñecido y ese sentido de aventura que el viaje obligadamente tenía ha sido cada vez menor. En la Grecia de los años oscuros el viaje era toda una confrontación brutal y maravillosa con lo que estaba más allá, con lo desconocido. En el viaje de los argonautas o en las aventuras de Odiseo la realidad llega incluso a transmutarse. Los elementos de la naturaleza adquirían formas míticas, fabulosas o divinas. La realidad era tremenda y misteriosa a un tiempo y del viaje brotaba todo tipo de peligros y experiencias.

Posteriormente, el viaje se desmitifica. Para Marco Polo o para cualquier anónimo peregrino medieval que ¡va a Compostela hay una meta más o menos ensoñada, más o menos utópica, pero el que viaja es ya un preciso conocedor del mundo. Los fantasmas y las encerronas de los caminos, las aventuras milagreras, siempre se ven sometidas a la realidad feroz. Eran, en cualquier caso, aventuras en las que podía suceder de todo y en las que, por supuesto, la propia vida estaba en juego. El viajero se arriesgaba con tal de apaciguar sus necesidades económicas o los miedos ancestrales que brotaban de su existencia vigilada.

A veces también nos preguntamos si ciertas hazañas de la Historia no habrán sido una expresión gigantesca, desmesurada, del subconsciente colectivo de sus protagonistas. En los coloquios de Alejandro Magno en la India con ascetas y brahamanes, según nos cuentan las leyendas, y en los proyectos cientifistas y arqueológicos de Napoleón en Egipto vemos sintetizado el afán humanista último, las razones extremas por las que acaso aquellos hombres salieron a enfrentarse con los demás y a producir en el mundo unos desgarrones bélicos de cuya utilidad hoy francamente dudamos.

En los ilustrados y en los románticos el viaje parece tener siempre fines más desinteresados y soñadores. Ilustrados y románticos ya no desean descubrir nada, sino descubrirse a sí mismos. Para ello necesitan un espacio natural perfecto o un paisaje con ruinas. Su. viaje es un viaje de vuelta de muchas cosas y, en definitiva, un viaje a la ruina: a lo fenecido, a lo derruido, a la obra que ha sufrido el paso terrible del tiempo. Las ruinas son para ellos expresión perfecta del Todo. Las ruinas, con su abandono y con su belleza informe, constituyen la arquitectura ideal, un medio más hondo para saciar la sed de un conocimiento absoluto. Un arquitecto como Giambattista Piranesi nos ofrece en sus grabados y en sus inolvidables aguafuertes de ruinas una segunda visión de la realidad, esa nueva forma de conocimiento.

En los tiempos modernos y contemporáneos la realidad inmediata se ha tornado cada vez más asfixiante y obsesiva. Afortunadamente, para combatirla se. ha encontrado el hábito frecuente y cómodo de la vacación. También hay en los nuevos tiempos un deseo premeditado y desinhibido de huir de un determinado tipo de moral pública, de un modo de convivencia coactiva. Casi todos los grandes viajeros-fugitivos de los dos últimos siglos -de Rimbaud a Miller y de Joyce a Gerald Brenan- no han hecho otra cosa que repuidiar una sociedad hipócrita y llena de coacciones.

Lo que sucede es que en cada uno de ellos la aventura adquiere matices propios. En Rimbaud el viaje no es sino una huida de sí mismo, un viaje con todas las consecuencias del que no se regresa. Joyce busca a través de la irritación y del espasmo de su lenguaje renovador su liberación. La nueva tierra que lo alberga sólo es el lugar en el que podrá respirar intelectualmente, en el que podrá crear. Brenan -un ejemplo que me viene probablemente a la cabeza por su

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actualidad- se sumerge con sus libros en una aldea perdida de una serranía no menos perdida del sur español para huir de los últimos residuos de la sociedad victoriana, que en su propia familia adquiría rasgos inaguantables. Brenan huye, al mismo tiempo, de forma radical, de un tipo de intelectualismo -el exquisito y pretencioso de Bloomsbury- que no llevaba consigo un aprendizaje integral del hombre, libre de los ribetes de una sociedad exclusivamente literaturizada.

Pero pocos viajes se han dado que supongan un reencuentro con las raíces originarias del ser como el que en 1939 Henry Miller hace a Grecia; un viaje que él nos ha descrito con detalle en El coloso de Marusi, obra que como El tiempo de los asesinos no se encuentra entre las más conocidas de este autor, pero sí entre las más significativas. El libro -inspirado como todos los suyos está lleno de una pasión y de una lucidez nada comunes en los prebélicos años treinta. Más parece estar escrito por un ciudadano de nuestros días, obsesionado por la exasperante sociedad de consumo y absorto en ecológicas preocupaciones que por un escritor que, tras vagabundear confundido por las calles de su gigantesca urbe natal, descubre el mundo griego con toda su luminosa y bárbara pureza.

Enseguida, ante esta disyuntiva, se nos ocurre pensar si Miller no sería también por aquellos días -por decirlo con las ligeras palabras que Montale le dedicó a Ezra Pound- "un bárbaro que había venido a civilizarse a Europa", es decir, un norteamericano que salta directamente de las calles de Brooklyn -vía cafés de Montmârtre- a los silencios de Epidauro y a las rocosas barranqueras de Delfos. Por unos momentos tenemos esa sospecha al ver el apasionado entusiasmo del escritor por una realidad que, en principio, debiera resultarle ajena.También desconfiamos de su arrebatado fervor por una vida sencilla, casi monacal; por la ruptura radical y escéptica con la sociedad urbana.

Pero nos equivocaríamos si pensáramos así, como se equivocaba Montale (representante del europeo celoso. de un cierto exclusivismo cultural) al juzgar a Pound. En todo ser humano, llegue de donde llegue, hay siempre unas raíces sin contaminar que se hunden en el más profundo subsconsciente colectivo. De ahí es de donde nace precisamente esa pasión repentina, a veces algo infantil, de este norteamericano urbano por Grecia, por su pasado, sus gentes, sus ruinas, sus paisajes.

Miller había visto ya en los años treinta las garras a la masificación, a los abusos tecnológicos, a una sociedad competitiva y crematística, al industrialismo belicista que iba tendiendo sus negras redes para una larga y feroz guerra. Hay en Miller, como digo, un lado de ingenuidad que le lleva a comparar sin más la metrópoli de Nueva York con cualquier aldea polvorienta de Creta o de Arcadia. Y, lo que es más dificil, a extraer lúcidas consecuencias de este tipo de comparaciones.

Pero, a la larga, su mirada es penetrante y sabia. Su anhelo de una humanidad más feliz y trascendente está fuera de toda duda. Si a Pound la reacción total contra la usura lo lleva a sus alocadas peroratas por Radio Roma, a Miller ¡a sociedad que deja atrás lo lleva a decir que prefiere ser un asesino antes que "presidente de cualquier gran industria". Y añade, olfateando ya la segunda guerra mundial: "Inúndese el mundo de sangre; yo me aferraré a Poros".

Es decir, el mar de fondo de su tesis es una actitud de vacío -no de evsión, como aparentemente pudiera creerse-, un vacío negador de los excesos terribles de los nuevos tiempos. La suya es una tendencia casi taoísta o búdica hacia la plenitud que el mundo griego le revela, hacia un nuevo humanismo. Pensemos, por otra parte, que Miller llega a esa realidad con no poca desconfianza. Por no aceptar no acepta siquiera las poéticas descripciones previas de Grecia que Lawrence Durrell le hace llegar por carta (Durrell: otro viajero-fugitivo, como su hermano Gerald, a la caza de paraísos originarios y perdidos en el sur).

Tampoco es necesario decirle a quien conozca el talante de Miller que rechaza de plano y sistemáticamente las connotaciones historicomitológicas, eruditas en suma, del país al que viaja. La culminación más osada de esta desconfianza llega con su afirmación: "Nunca he leído una línea de Homero". Pero del escepticismo salta al deslumbramiento. Entonces Grecia es enseguida "la parte más próxima al paraíso" y "un lugar sagrado para el hombre, cuando las..ciudades maten a los poetas". Pronto surge en él, ante el primer campesino o ante la primera ruina polvorienta, un rechazo jocoso de lo que normalmente conocemos como progreso y civilización. Su exasperación llega al máximo cuando en cualquier estación o en cualquier esquina se topa con un griego emigrado que se lamenta de la tradicional pobreza de su país y clama por las comodidades de la sociedad de consumo. Es el momento en el que Miller define la nueva vida como una mezcla de maquinismo y de dinero en proporciones parecidas.

Ésta es, en definitiva, la problemática de fondo, el meollo de este arrebatador viaje: que Miller presintiera hace ya medio siglo, ojo avizor, entre las piedras y en los rostros de Grecia la sociedad compleja y llena de amenazas que se nos venía encima. Intensidad iluminada de quien ya desde las primera páginas reconoce que Grecia es un "recinto sagrado" y que la experiencia en ese recinto sólo puede conducir o al conocimiento total (el de los románticos) o a la locura.

Para Miller el ojo humano debe dejar de ser en los tiempos futuros una "glándula enfermiza" para atender a una realidad más feliz y menos sangrienta, a la gran vibración del mundo. "Muchas veces, recorriendo la Vía Sagrada, desde Dafni hasta el mar, estuve a punto de volverme loco", nos dice en uno de sus gozosos momentos de exaltación. Esa misma exaltación que lo lleva a entrever tiendas de pieles rojas (siempre la nostalgia de los orígenes) en la gran llanura de Argos. Hoy el que va o viene a Dafni verá. las costas llenas de barracones y de petroleros. El viajero-fugitivo de nuestros días deberá buscar nuevos paraisos perdidos para sus sueños.

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