Fustigando a la Administración tributaria
Al hilo de una sentencia del Tribunal Supremo que anula ciertas disposiciones administrativas que atribuían funciones liquidadoras de los tributos a determinadas oficinas técnicas, expone el autor "constantes históricas", anota la sentencia y recuerda que la organización administrativa y la competencia de los órganos administrativos es materia propia de los reglamentos, aunque las leyes invadan la esfera de estos últimos.
Es una constante de nuestra historia tributaria el acoso de la administración de la Hacienda pública tan pronto como ésta se decide a aplicar las leyes vigentes en sus propios términos.Las reformas o modificaciones legales de los tributos son objeto de censuras y de campañas mejor o peor orquestadas, pero la oposición frontal, ácida y obstinada, no se plantea mientras la Administración tributaria permite que la inobservancia -siempre desigual- temple o modere su vigencia efectiva o real.
Cuando la Administración tributaria se apresta a que las leyes tributarías se cumplan por todos en la medida de sus respectivas capacidades económicas, esto es, con arreglo a los principios constitucionales de generalidad, de igualdad y de progresividad, surgen los opositores y los coadyuvantes -al parecer, honorarios- para paralizar las actuaciones administrativas o, al menos, para restar eficiencia a sus comprobaciones e investigaciones cerca de quienes no están sujetos a retenciones o a controles de carácter permanente.
De este modo fracasan las reformas tributarías y las leyes trabajosamente promulgadas se quedan en el escaparate de las apariencias jurídicas para demostrar que somos un país culto, evolucionado, moderno, solidario. Y así hasta otra reforma tributaria que volverá a llegar a las páginas del Boletín Oficial del Estado, pero no calará en los comportamientos de los contribuyentes y de la propia Hacienda pública.
Entretanto, se discute si el momento fue oportuno, si la reforma administrativa debió o no preceder a la reforma tributaria, si la implantación se dilató mucho o poco, si la reforma tributaria tuvo que ser menos ambiciosa.
Resistirse a la ley
Y para disuadir a la Administración tributaria en su empeño de que las leyes se acaten por todos sus destinatarios, cualquier resorte es admisible si es útil a la expresada finalidad.
Un repaso de la historia interna de nuestros tributos nos presenta los siguientes modos de operar: a) negar medios materiales; b) aplazar, restringir o dificultar la asignación de personal, incluso para tareas tan elementales pero tan decisivas en la era de los ordenadores como la grabación de datos; c) limitar o negar antecedentes o datos que son imprescindibles si la exacción de los impuestos no ha de ser arbitraría o un fenómeno parecido al pedrisco; d) suscitar antagonismos corporativos entre los funcionarios al servicio de la Hacienda pública para que deje de ser una ficción el si son galgos o son podencos; e) cegando las vías de acceso a determinados cuerpos de liquidación tributaria, para más tarde invocar faltas de garantía o de imparcialidad, si la función ha de encomendarse irremediablemente a los funcionarios disponibles con preparación técnica; f) acudir a formalismos legales que impidan algo tan elemental como la organización de la Administración tributaria, tal y como acuerde el Gobierno como titular de la función ejecutiva y de la potestad reglamentaria según el artículo 97 de la Constitución española y según aconsejan los principios de economía de medios, celeridad y eficacia, etcétera.
Las anteriores referencias se deducen, como queda dicho, de las vicisitudes de la gestión o administración de nuestro sistema tributario a raíz o en vísperas de una reforma, y vienen a cuento de la reciente sentencia del Tribunal Supremo, que ya ha sido objeto de resúmenes más mal que bien intencionados, aunque en esta ocasión el Ministerio de Economía y Hacienda ha sido diligente, además de prudente, dejando las cosas en su sitio y respetando, como todos debemos respetar, las decisiones de los tribunales y de los jueces.
Pero después de esta declaración de acatamiento y consideración a nuestro más alto tribunal de justicia, las reflexiones o simples notas que siguen, para quienes vean en la Hacienda pública la institución que aspira a servir las leyes, a ser justa en sus decisiones y a velar por la solidaridad económica de todos los españoles.
En primer lugar, ¿cómo es posible que una sala con competencia en materia laboral pueda pronunciarse sobre la legalidad de una disposición administrativa de carácter general con ocasión de un recurso interpuesto por funcionarios públicos? ¿Dónde quedó la jurisdicción contencioso-administratíva?
En segundo término, ¿cómo se puede razoñar en función de unos motivos con mayor o menor fortuna expuestos? Asimismo, ¿como se puede fundamentar una conclusión mezclando el órgano, la función y el titular del órgano? ¿Cómo pueden tratarse con cierta promiscuidad -siempre en mi opinión y con los debidos respetos para la sala sentenciadora- el funcionario inspector, la inspección tributaria y la dependencia de la inspección? ¿Es que son categorías o elementos con significados iguales o equivalentes?
Intereses o derechos
Otra pregunta más: el que el legislador por su afán de legislar haya invadido en alguna ocasión el campo del reglamento, ¿impide que la potestad reglamentaria regule lo que a ella corresponde según las leyes, sin que, por tanto, haya que acudir a deslegalizaciones, autorizaciones y demás abdicaciones del órgano legislativo en lo que constitucionalmente tiene atribuido? ¿Cómo es posible que el principio de legalidad y el de jerarquía normativa establecidos como garantía jurídica de los ciudadanos pueden extenderse tanto que recorte la potestad organizativa de la Administración pública a pesar de que su ejercicio en nada afecta a los derechos de los contribuyentes?
He de concluir el interrogatorio no sin antes formular alguna pregunta más: ¿cómo la preparación técnica de unos funcionarios puede sobreponerse a una competencia orgánica y a una atribución funcional? Si, además, el real decreto impugnado no niega el acceso del restante personal a la aludida oficina técnica, ¿qué interés -ya que no derecho- se ha podido esgrimir?
Por otra parte, si el real decreto que se anula modificaba otro real decreto en aspectos ciertamente de mera gestión o administración doméstica -sin contar otro que en 1976 quedó en las finotipias del Boletín Oficial del Estado-, ¿a que poner en entredicho la imparcialidad y la objetividad de unos funcionarios públicos reclutados por su mérito y capacidad, según hoy exige la Constitución en vigor?
Por último, y sobre todo, si son tan exiguas las disponibilidades de los abreviadamente llamados técnicos de Hacienda, ¿quiénes van a liquidar los impuestos de un sistema como el actual, que se caracteriza por su grado de personalización y por su alta configuración técnica?
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