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Tribuna:TEMAS DE NUESTRA ÉPOCA
Tribuna
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¿Muerte de las vanguardias?

La expresión la muerte de las vanguardias me recuerda la pregunta desesperada de Tolstoi: ¿Y ahora, qué podemos hacer? Efectivamente, ¿qué objetivo tiene, en estos meses finales de 1984, escribir nada? ¿Por qué no callarse? En 1835, Stendhal podía escribir con cierto grado de confianza de que sus libros se leerían en 1935. Pero, ¿qué escritor vivo puede predecir que sus libros se lean en el año 2080 ¿O que haya entonces lectores? ¿O incluso libros? ¿O un mundo en el que poder leer?En nuestros días, el apocalipsis es un negocio sólido y rentable. En 1974, cuando trabajaba en un periódico londinense, el director intentó inculcar a sus lectores la locura del milenio con un artículo sobre George Orwell titulado Quedan 10 años; es decir, 10 años para llegar al Big Brother, a la tiranía total y a la guerra mundial perpetua. Pero en su lugar, al menos en el Reino Unido, tenemos a la Thatcher y una guerra por unas islas desoladas conocidas por el nombre de Falkland-Malvinas, que, a pesar de haberse desarrollado con armas modernas, se llevó con un espíritu del siglo XVI.

Un año calumniado

Mi director no era tampoco consciente de que el título futurístico de la novela de Orwell, 1984, era una inversión del año 1948, año en que el libro fue escrito. Ni de que su autor estuvo a punto de titularlo 1994, una inversión del año 1949, año de su publicación. Tal como dijo nuestro dirigente sindical Len Murray, con mucha sensatez, el otoño pasado: "Jamás se ha calumniado tanto a ningún año y con tanto adelanto".

Yo también vivía con la esperanza de que los acontecimientos del auténtico 1984 demostraran lo vanos y superficiales que suelen ser este tipo de libros proféticos. No tengo nada contra Orwell cuando se limita a informar de los hechos. Su Homenaje a Cataluña es uno de los libros más perdurables de nuestro siglo. Pero en 1984, y de su idea de que el lenguaje, y la moralidad del hombre pueden subvertirse bajo tortura, hago una violenta excepción.

Orwell estaba ya moribundo cuando escribió el libro. A un cierto nivel, prefiero leerlo como una alegoría de la tiranía auténtica de las décadas de los años treinta y cuarenta; siempre tenemos en nuestro medio alguna tiranía, de uno u otro tipo. En otro nivel, lo leo como una expresión de las angustias de un agnóstico en su lecho de muerte. No se le puede culpar, aunque yo le culpo, por no haberse dado cuenta de que este tipo de profecías puede contribuir, por su misma naturaleza, a su cumplimiento; que puede verdaderamente dirigir el curso de los acontecimientos; que la vida puede intentar deliberadamente imitar al arte.

Una de las razones por las que este tipo de fantasías futurísticas se leen tanto es porque pueden ser utilizadas, por una u otra facción, como propaganda barata, en favor de sus intereses. Tengo que decir que soy alérgico a ellas. He intentado leer novelas sobre seres extraterrestres más morales o más malvados que nosotros, pero jamás paso del primer capítulo. Soy igualmente alérgico a la sátira animal, género por el que los ingleses, en su papel de los grandes amantes de los animales en Europa, tienen verdadera adicción. Por eso, cuando algún escritor intenta comunicarme algo sobre la naturaleza humana a través de la boca de un conejo, mi reacción es: "Este hombre no puede tener buenas intenciones".

Y por la misma razón, no me puede gustar Rebelión en la granja. En cierta ocasión, en 1970, vi en nuestra Embajada en Kabul un despacho completamente atestado de ejemplares de Rebelión en la granja, que, como todo el mundo sabe, es una sátira antimarxista en la que los caciques políticos son cerdos. Los libros, según me explicaron, eran la contribución que el Gobierno británico hacía a la enseñanza del inglés en las escuelas afganas. "Pero, ¿cerdos?", dije. %En un país islámico? ¿No creen que una propaganda de este tipo podría ser contraproducente?". El agregado cultural se limitó a encogerse de hombros y dijo que no podía hacer nada.

Para mí, estos dos libros de Orwell son inmoderadamente pesimistas. Y espero asimismo no ser excesivamente tétrico al decir que la inclusión de 1984 en la lista de los libros más vendidos de este año es un portento que no augura nada bueno. Vivimos en una época tremendamente supersticiosa, una época adicta a los números y al simbolismo numérico, y tengo la desagradable sensación de que 1984 ha sido un ensayo general de la efusión de histeria para la que tenemos que estar preparados en Occidente cuando los medios de comunicación hinquen sus dientes en la Cuenta atrás hacia el año 2000. Y temo también que la fábula animal de la próxima década no va a ser tanto una historia de cerdos codiciosos como de extinción de los dinosaurios.

Cada vez más, nuestros estadistas dan la impresión de ser fanáticos malpensados que están continuamente murmurando una liturgia submaniquea sobre las fuerzas de la luz y de la oscuridad, mientras proliferan las máquinas de la destrucción. La posibilidad de un accidente nuclear ha reducido el viejo conflicto ideológico al nivel de una farsa. Comparados con ellos, los nuevos fanáticos religiosos, como, por ejemplo, los chiitas ortodoxos, que han revivido la fe del sufrimiento, de la renuncia y del lamento, a pesar de que podamos detestar sus métodos, al menos tienen algo que decir.

El niño abandonado

Sin embargo, nosotros vivimos en un mundo enloquecido por las cosas o por el ruido de las cosas. La figura emblemática de nuestra golpeada civilización es el niño solitario, abandonado por sus padres en el parque de su habitación destrozando sus juguetes y llorando para que le traigan otros nuevos. Los hombres han rechazado a Dios con los argumentos más triviales. Le han expulsado de sus ciudades, le han devuelto al desierto del que surgió, y se han vuelto a sentir privados de su fuego y de su azufre, de su Día del Juicio Final, de su final de todas las cosas y rápidamente se han fabricado un sustituto casero. Por citar el último verso de Le Voyage, de Baudelaire, "Au fond de I'Inconnu pour trouver du nouveau" (al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo.) El holocausto final sería la última experiencia nueva que todo el mundo compartiría.

El 1984 de Orwell está enmarcado en una época posterior a una guerra atómica que ha dejado tres imperios totalitarios al frente del mundo. Es posible, supongo, tal escenario. Pero deja la impresión de que la tiranía del Estado en realidad funciona; que resulta eficaz en sus propios términos; que él, Orwell, se ha tragado enteramente la premisa del conductismo, y que se les puede lavar el cerebro a los hombres para que piensen o digan o hagan lo que sea. En otras palabras, que la base de la pirámide es sólida.

Resulta, así pues, refrescante oír de Herodoto que esos griegos irreverentes que acuñaron la palabra pirámide lo hicieron porque esa forma les recordaba los pequeños pasteles de trigo que se vendían en los mercados callejeros. Y resulta igualmente alentador releer las antiguas leyendas judías sobre la construcción de la torre de Babel. Los judíos eran un pueblo aplastado entre dos imperios totalitarios, y sus historias de la torre, que poblaban la imaginación de Kafka, nos ayudan, incluso hoy, a colocar en su perspectiva adecuada las fantasías y pretensiones de la tiranía total.

La torre, como todo el mundo sabe, se concibió como un ataque al cielo. Los oficiales a cargo de la construcción eran pocos; la fuerza de trabajo infinita, y para que las órdenes no se perdieran, todos los obreros tenían que hablar la misma lengua. Sin embargo, poco a poco, a medida que iba ascendiendo la torre, el alto mando fue poniéndose cada vez más nervioso, pensando que quizá no tuviera sentido la guerra contra el cielo; o peor, que no existiera Dios en el cielo. Por ese motivo ordenaron disparar salvas de flechas al cielo; cuando éstas cayeran sobre la tierra manchadas de sangre, ello probaría que Dios también era mortal, en cuyo caso deberían seguir adelante con la torre.

Pero a Dios no le gustaba que le pincharan el trasero. Un día, con un solo soplo ligerísimo, dio un empujón a uno de los obreros que estaba en una de las terrazas más altas, haciendo que soltara un ladrillo sobre la cabeza de otro obrero que estaba más abajo. Naturalmente, todo el mundo pensó que se trataba de un accidente. Estas cosas son siempre accidentes. Pero el que recibió el ladrillazo no pensé igual y empezó a dar gritos. Sus amigos intentaron calmarle, sin éxito. Otros se unieron a uno u otro grupo y pronto todos los obreros de ese piso estaban mezclados en la refriega. Nadie escuchaba lo que decía el otro. Todos empleaban palabras para intentar confundir a los demás. La cadena de mando no funcionó; se abandonó la construcción de la torre y los obreros se dispersaron por la superficie de la tierra...

La palabra hebrea Babel expresa la idea de un cielo en esta tierra, y también significa confusión, más particularmente confusión de sonidos. Creo que fue una maravillosa intuición por parte de los judíos concebir el Estado como Behemot o Leviatán, como la bestia que amenazaba todo lo que fuera humano. Según creo, ellos fueron los primeros que comprendieron que la torre era el caos; que el orden es el caos, y también, que el lenguaje, el don de lenguas que Javeh infundió en la boca de Adán, posee un carácter extraño y rebelde, comparado al cual la base de la pirámide es como polvo.

Como todos sabemos, nuestro siglo es una era de ataques al cielo y de ruidos desconectados hechos por el hombre. No debemos extrañarnos, pues, de que sus escritores de genio sintieran el agotamiento de intentar expresar lo que no se puede expresar; de que se hayan aislado del llamado público, y de que hayan ocultado sus afirmaciones en lo críptico, lo difícil, o en textos que no se pueden profanar, utilizar para los fines venales de otros o convertir en programas de televisión. Paul Celan, quizá el único poeta que logró con éxito nombrar el horror innombrable de Auschwitz, pensaba en sus poemas como mensajes en botellas que podían ser o no recogidas por alguien. Wittgenstein concluyó su Tractatus con las palabras "De lo que no se puede hablar, mejor es callarse". Y ciertos pintores, sintiendo la desesperación de añadir otra imagen al inventario de imágenes vergonzosas, siguieron un arte del silencio, de la pobreza, de distanciamiento de las cosas de este mundo.

El silencio de Rimbaud

Para nosotros en Occidente, el silencio ejemplar es el de Rimbaud, quien, tras escribir su obra, desapareció. En términos de su influencia en el movimiento moderno, se le podría nombrar a Rimbaud príncipe de la vanguardia. "Il faut être absolument moderne" (hay que ser totalmente moderno), dijo. Y, sin embargo, la modernidad tal como él la concebía era un mundo desprovisto de arte o de las neurpsis que acompañan al arte. La ímaginería deslumbrante y fragmentada de su última obra fue demasiado para él. Amenazado por el suicidio o la locura, se echó a la carretera. "J'ai du voyager", escribió en Una estación de infierno, "distraire les enchantements essembiés dans mon cerveau" (he tenido que viajar, distraer los encantos reunidos en mi cerebro).

Rimbaud murió en un hospital de Marsella, en 1891, murmurando en su delirio un arroyo de imágenes poéticas que su hermana Isabel, aunque tenía papel y pluma a mano, no tuvo cuidado de anotar. Menos de 20 años después, los cubistas, en París, y los futuristas, en Italia, presidían la fragmentación de la imagen: como si, viendo su obra en retrospectiva, cualquier imagen del futuro tuviera que ser un conjunto de fragmentos; como si la única esperanza del individuo fuera recoger los restos y unirlos.

Los poetas también sentían de igual forma: "Esos fragmentos he apoyado contra mis ruinas" es uno de los últimos versos de Tierra baldía, de Elliot. Un collage de belleza inolvidable, pero mucho más collage, sin por ello ser menos

¿Muerte de las vanguardias?

hermoso, por haber sido compuesto directamente sobre una máquina de escribir. Elliot, en 1922, sentía que aún se podía salvar algo del desastre. Pero un año después, en Rusia, Osip Mandelstham, con la voz del humanismo tradicional europeo, se lamentaría de que el proceso de fragmentación estaba ya muy avanzado: "¿Quién unirá, con su sangre, / las vértebras de 200 años?".Mandelstham dividía a la gente en amigos y enemigos de la palabra. Era el primer poeta de su generación que veía que el nuevo Estado revolucionario era un enemigo absoluto de la palabra, y que los gobernantes del Estado no eran hombres modernos, sino viejos y cansados tiranos de la estampa de Tamerlán o Nabucodonosor. Y en esto, debido quizá a su atemporalidad judía, estaba a años luz de los vanguardistas soviéticos, que creían, ingenuamente, que había nacido una nueva libertad.

El abismo blanco

Fue en Rusia, ese país tan apegado a los ¡conos, en el que el zar, el Pantocrátor o Lenin se pintaban siguiendo los mismos convencionalismos, donde artistas como Malevich o Rodchenko llevaron las intuiciones de los cubistas o los futuristas mucho más lejos de lo que ellos pretendían: de la fragmentación al vacío, a un arte de economía extrema, en el que no se podía apreciar por ninguna parte el rostro feo de la vida. Tras pintar su Plaza negra, en 1913, Malevich produjo su obsesionante serie de lienzos blanco sobre blanco que, si algo representan, es el silencio absoluto del espacio exterior. Escribió: "He atravesado la pantalla azul de las limitaciones del color y he llegado al blanco... al abismo blanco y libre; el infinito se abre ante nosotros...".

Unos años después, en 1925,Rodchenko haría su ruptura simbólica con el arte, o al menos con el arte de caballete, cuando mostró, en una exposición titulada El último cuadro, tres lienzos cuadrados con los colores primarios, rojo, amarillo y azul.

Estos hombres nuevos de la revolución soviética creían (¿y quiénes somos nosotros para reírnos de ellos?) que el arte había muerto. El arte se había sumido en la vida, en una vida que la máquina había hecho libre e igualitaria. Y esta opinión, que las energías creativas que sostenían los movimientos artísticos del pasado se han canalizado ahora hacia la creación de más y más nuevas máquinas hermosas, es algo que se ha repetido ad nauseam hasta nuestros días, y tanto por modernistas como por conservadores extremos.

Tal como escribió Spengler en su Decadencia de Occidente: "Si los hombres de la nueva generación ocupan sus mentes en cuestiones técnicas en lugar de en poesía; en la navegación en lugar de en la pintura; en la política práctica en lugar de en la teoría del conocimiento, lo único que puedo hacer es desearles suerte".

Actualmente, el equivalente literario de un Malevich blanco sobre blanco sería un libro con las páginas en blanco, o, más bien, un libro cuyas páginas tuvieran cada una un tono de blanco dudosamente diferente. Y si bien tal libro podría hacer que la mente se concentrara estupendamente en la cuestión filosófica de qué es este libro-objeto, nos sentiríamos tentados a preguntar por qué hacer un libro de este tipo, por qué anunciar el vacío. ¿No es, en realidad, mejor nada?

Me da la impresión de que la objeción que se puede lanzar contra gran parte del movimiento moderno, sobre todo en sus aspectos nihilistas, es la misma que surgió en la antigua Grecia contra la pobreza nihilista de los filósofos cínicos. Les parecía bien, decían, que Diógenes viviera en su barril. Pero, ¿qué necesidad había de que lo instalara en el mercado? ¿Por qué, si el arte está muerto, si la novela está muerta, si la pintura de caballete está muerta, armar tanto ruido por ello? ¿O ganar dinero con ello? ¿Por qué esta vanguardia, con toda su inventiva, su gusto por las rupturas repentinas, su constante búsqueda de nuevas formas, parece siempre al borde del colapso? ¿Por qué hacer que nuestros artistas y escritores tengan, envidiosamente, que competir con la ciencia y la tecnología? ¿Cómo podemos entonces evaluar la obra de, por ejemplo, Samuel Beckett, cuyo objetivo declarado es derramar unas cuantas palabras pobres sobre una página? ¿Cómo, suponiendo que haya lectores en el año 2084, interpretarán nuestra literatura caleidoscópica del siglo XX? ¿Habrá avanzado tanto la tecnología que un niño de 12 años tendrá acceso a las bellezas estructural y simbólica del Finnegan's Wake de Joyce en formas que ni siquiera su autor pudo prever? ¿O parecerán los grandes experimentos como una serie de magníficos callejones sin salida? ¿Como curiosidades arqueológicas tan incomprensibles como los textos de los gnósticos?

Está claro que no podemos saberlo. Pero me da la impresión de que las formas intemporales del arte tienen una vida propia que no se puede borrar sin más. Un torturador puede cortarle la nariz a un hombre; pero si ese hombre tiene la posibilidad de reproducirse, su hijo nacerá con nariz. Y creo que otro tanto puede decirse del arte de la narración; y que toda historia bien narrada es un mensaje que puede atravesar el Babel de lenguas.

Así pues, ¿qué se puede hacer? O, más bien, si abriéramos una novela nueva en 1985, ¿qué nos sorprendería? Yo sólo puedo responder por mí mismo, pero mi voto recaería en una historia que no fuera ni deliberadamente arcaica, ni futurista, ni alegórica, ni fantástica, ni fragmentada, ni críptica ni comprimida.

Imaginemos que nuestra novela empezara con la siguiente frase sencilla: "Todas las familias felices se asemejan; en cambio, una familia desgraciada lo es siempre a su propia manera. Todo había ido mal en el hogar de los Oblonsky...".

Tanto si abrimos Ana Karenina por primera, o por decimoquinta vez, la experiencia es siempre la misma. Dejamos el trabajo; cancelamos las citas para comer, y nuestro invitado lo comprende. En otras palabras, nos sentimos transportados, al igual que sucede con las primeras líneas de la Odisea. "Háblame, Musa, de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo...".

Naturalmente, me pueden argumentar, y con razón, que se trata de dos obras del más alto genio, y que no hay genios. Pero se trata, respondería yo, de obras geniales porque son intemporales; y por ser intemporales nos transportan en cualquier lengua que las leamos. Sabemos que, en el intermedio entre Guerra y Paz y Ana Karenina, Tolstoi se sumergió en el estudio del griego clásico; en realidad, pensaba escribir su novela siguiente en griego. Y no hay nada en su novela, con el tema de una mujer suicida atrapada en una pasión adúltera, que hubiera extrañado al público de Eurípides. Homero, si es que fue un solo autor, no, hubiera encontrado nada difícil el comportamiento de Vronsky en la pista de carreras. Y nosotros, por nuestra parte, sabemos con exactitud lo que era estar sentado, una noche en Itaca, a la puerta de la casa del porquero Eumeo.

La narración intemporal

Jamás vi tan clara la intemporalidad de la narración como cuando leí la primera historia escrita, sobre una tablilla de arcilla en Mesopotamia, que narra la amistad entre Gilgamés, el gobernante de la ciudad, y Endiku, el hombre salvaje, que era a la vez delicado y fuerte. La historia contiene todos los elementos necesarios: la arrogancia y la falsedad del poder; la corrupción y la ruina de lo primitivo; la ruina de la naturaleza; la batalla con un monstruo, etcétera. Y no sólo contiene los elementos estructurales, sino también los detalles. ¡Y qué detalles! Cuando muere Endiku, Gilgamés llora sobre el cadáver hasta que le brotó un gusano en la nariz. Escandalosa, sensible, moderna; podría haber sido una historia de Isaac Babel; y sin embargo, resuena desde 5.000 años atrás para recordarnos que conservamos intactas nuestras estructuras estéticas y éticas.

Vivimos, es cierto, en Una estación en el infierno. Quiero terminar pidiéndoles que, durante unos segundos, retrocedan no 5.000 años, sino hasta una fecha arbitraria de dos millones y medio de años, cuando de repente aparece en la historia de los fósiles esa extraña criatura de cerebro grande que llamamos Hombre. Se nos, lleva diciendo continuamente, desde Hiroshima, que por primera vez el Hombre tiene que tener en cuenta la idea de su extinción como especie. No les voy, a aburrir con detalles; pero creo que se puede demostrar que el Hombre nació, una vez y sólo una vez, en África, en medio de un paraje desierto, aullando con las bestias carnívoras, en una era de catástrofe climática en la que su fin era tanto inminente como probable.

El Hombre es un animal parlante, un animal narrador. Y quisiera pensar que se libró de su extinción gracias al habla y que esa es la función del habla. Comparado con sus orígenes catastróficos, el resto de su carrera han sido unas vacaciones. Se podría incluso argumentar que el Hombre ha creado los apocalipsis para librarse de ellos. Pero ello no quiere decir, naturalmente, que no pueda verse atrapado en su propia trampa. Pero creo, por esto, que un arte del nihilismo, o del silencio, es la salida más fácil.

es periodista y escritor. Ha publicado en traducción castellana La colina negra y El virrey de Ouidah.

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