La carcoma
El problema de escribir algo sobre lo que sería mejor no tener que escribir es que, sin embargo, el deber de hacerlo no cesa de carcomer lo que, a falta de otro término mejor, denominaremos conciencia. Yo no sé a qué santo la palabra, una y otra vez, intenta adquirir carta de naturaleza. Éstos son tiempos moderados, de equilibrio, y la temperatura de la expresión ha de ser templada si quiere resultar positiva. Es lo que le he dicho a la conciencia: que se mantuviera en calma, que comprendiera que el horno sólo está precisamente para bollos y que los postres sólo dan tiempo para unas palabras de ánimo, tanto más efusivas cuanto menor es el tiempo para pronunciarlas y mayores las ganas de sortear una situación embarazosa. Abur a los asuntos que se hinchan sin esperar la sana gestación (con sus pasos contados, cuando la cosa esté a punto, y procurando no pasarse en la denuncia -¡qué barbaridad!- de cosas que al fin y al cabo no dejan dormir a la diplomacia), y a vivir. En mi caso, pongo por ídem, pues a leer y a profundizar en los peligros de las fronteras y en las fronteras con peligro (sobre todo, los de las palabras), o en la imagen del mar como símbolo regresivo y de liquidación personal (los poetas, gente sensible, han resuelto ahogarse más de una vez, y alguna lo han conseguido), o en los encantos innumerables de la metáfora. Dedicarse, en fin, a la filosofía o a la poesía que, a decir verdad, sólo conmueven las poco concurridas páginas de unos artefactos llamados libros que, cuando lo son de verdad, parecen verdaderamente interesar en el mejor de los casos a otros libros a menudo tan enigmáticos como la sinrazón que pone a la venta semejantes productos.Pero la conciencia no para; no es que exija sus derechos (con frecuencia duda exactamente de cuáles puedan ser), pero está ahí, murmurando y fastidiando, carcomiendo el armario de mis papeles, mis fichas y borradores de proyectos inaplazables para decir lo que pienso, una vez salvadas las posibles rudezas, de cómo lo he sentido. Preparado, pues, para un discurso sereno, dedico mis energías al fenómeno poético y tomo a Darío, Rubén (así en la ficha), y releo Letanías de nuestro señor don Quijote, que es un lugar común modernista y que me dejará sin duda columpiarme en un vaivén risueño: "De tantas tristezas, de dolores tantos,/ de los superhombres de Nietzsche, de cantos / áfonos, recetas que firma un doctor, / de las epidemias de horribles blasfemias / de las academias, / ¡líbranos, señor! /
De rudos malsines, / falsos paladines, / y espíritus finos y blandos y ruines, / del hampa que sacia / su canallocracia / con burlar la gloria, la vida, el honor, / del puñal con gracia, / ¡líbranos, señor!".
La carcoma acabará dejándome el armario hecho una lástima. Algo exagerado, Darío. Nicaragüense al fin y sin esperar a los postres. Impaciente y que se atreve a decir a Roosevelt: "Eres los Estados Unidos, / eres el futuro invasor / de la América ingenua que tiene sangre indígena, / que aún reza a Jesucristo y aún habla en español... / (Eres un profesor de energía / como dicen los locos de hoy)".
Lo malo de la formación cristiana, cuando no se la modela demoliberalmente, es que deja a algunos con una tendencia pronunciada a creer que las palabras deben acompasar los hechos y aun a considerar que éstos tienen una realidad, una gravedad tan sustantiva como aquéllas. Pues las palabras, para el cristiano, son hechos tanto más comprometidos cuanto que están por realizarse. Son el compromiso cuya plenitud sólo demostrará el más capital de los hechos: la vida. Y ahí está, y no paradójicamente con su muerte, Jesucristo. Sólo expongo unas aproximaciones, demasiado literarias, a una verdad definitiva: la de que al débil se le propina el peregrino consuelo de "allá se las componga usted y a mal tiempo buena cara".
¿Qué cara ha de adoptar, si tal verbo se le ocurre o semejante lujo se le permite, un pueblo asediado? ¿Qué han de hacer sus representantes, sus sacerdotes involucrados en la revolución, sus maestros y estudiantes que, por lo pronto, han tenido que desertar la cosecha de café? Si a un
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pueblo se le obliga a desertar de la vida, del cultivo de sus tierras (unas tierras que, sólo con la expropiación de las de Somoza, permiten ya una participación sustantiva en el agro nacional) y del mantenimiento de unas mínimas dosis de supervivencia, ¿cómo ha de reaccionar?
Ya sé que no todo el pueblo ha votado en un ciento por ciento por el sandinismo. Parece probado. Pero ha sido mayoría, un 67%. ¿Es más importante el resto no sandinista que el 67% que sí lo es? O sea, todo lo que ocurra en Nicaragua no será verdad en la medida en que no se ajuste a los patrones del tío Sam. ¿Por qué esos patrones no intentan asesorarse respecto a la historia de los (sus durante años y décadas de años) países que van extinguiéndose bajo el talón de una energía monótona? Es pesadísimo exponer evidencias, tanto como tratar de ahuyentar el fantasma soviético. Qué horror, si todos los nicaragüenses pudieran comer, pero tuvieran para ello que hacerse víctimas de la URSS. La preocupación por el destino espiritual de los pueblos latinoamericanos, que EE UU practica con fervor insuperable, resulta de veras sobrenatural. Y aéreo, y vía satélite. Cualquier movimiento, el menor desplazamiento de tropas, está perfectamente registrado en la cinta infinita de la información estadounidense. ¿Para qué, si así son las cosas, jugar a la ruleta rusa de un tambor ya de suyo tan imprevisible como, una vez percutido, irreparable? Aquí ya, la preocupación -por aquello de no exagerar- me tiene literalmente acongojado. Hay que hablar, hay que acudir o, por lo menos, padecer con aquellos que tanta ayuda necesitan. Y los representantes de la nación, digo yo, convendría que de alguna manera rindieran constancia de que estamos con Nicaragua, simplemente porque ahí o desde ahí nos puede doler el zapato. Todo está hoy muy cerca, y por eso Estados Unidos no se equivoca al atender a unos vecinos, pero unos vecinos que, al fin y al cabo, son también nuestros. Lo que hoy recorre el mundo es un temblor, no un fantasma. Las cosas sólo pueden arreglarse atendiendo a razones, y hablar y entenderse son hoy las únicas armas posibles.
Que la carcoma, o nuestra sordera, no nos deje sin armario.
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