La crítica estéril
Que la armonía y el equilibrio social, no impuestos por la afuerza, no son usuales en la historia española es un tópico que no es preciso esclarecer. La estabilidad, una estabilidad acompañada de pasos hacia adelante, no ha sido fácil entre nosotros. Esto es, sin embargo, algo que hoy el país -por más problemas que aún tenga- posee. En líneas generales, esos pasos hacia adelante vienen determinados en nuestros días por los logros y consolidación de la sociedad democrática, de alcance nunca suficientemente estimado. Nunca se perfecciona una sociedad de forma urgente y absoluta, sino a través de laboriosos procesos.Digo todo esto porque hoy, ante determinados y evidentes logros de todos, nace lo que yo definiría como el cainismo protestón, una especie de fobia incontenible, irreflexiva y gratuita, que, a veces, aparece incluso bajo tintes progresistas. Una postura, en suma, que puede ser fruto de la mala conciencia, o del chiste fácil, o del hablar por hablar.
En un tiempo sin libertades, este estéril afán de protesta solía suplirse con el sentimiento patriomasoquista. Frente a la falta del libre intercambio de opiniones se exaltaban hasta la saciedad nuestros males seculares y endémicos: no éramos Europa; el español era un ser que mayormente trabajaba en Alemania; España era un país que sólo podía funcionar con mano dura, un país que no tenía solución tras no sé cuántos siglos de Gobiernos reaccionarios. Le dolía, en definitiva, España a los patriomasoquistas, pero no a la manera autocrítica y fértil de los autores de la generación del 98, sino por el simple afán de someter la impotencia a un clisé.
Hoy ya no cabe esa actitud por parte de los descontentos profesionales. Sí cabe, sin embargo, una actitud negadora y retrógrada. Todavía España es un país que, a veces, se enfurece y reclama hogueras cuando en un medio de comunicación se escribe alguna palabra de más o cuando se ve con mala conciencia un torso desnudo; un país que se rebela cuando hace uso -no cuando se abusa- de las libertades constitucionales; un país, en definitiva, "demócrata de toda la vida", que se llena de ira cuando se propugna un mínimo control sobre la utilización de los recursos públicos.
Por todo ello, no es raro que hoy veamos lo que podríamos considerar -a falta de la válvula de escape patriomasoquista- la otra cara de lo retrógrado, es decir, el rostro de la protesta fácil; una protesta que nada cuesta y nada arriesga. Y quiero dejar claro que de este tipo de protesta es protagonista no sólo el ciudadano de partido o de ideología. A veces, en plena calle, nos encontramos con ese anónimo autor de la protesta estéril.
En la calle podemos toparnos con el protestón que echa pestes contra el fenómeno de la reconversión industrial, pero que en modo alguno puntualiza que barcos y aceros no se pueden fabricar como bocadillos, como un producto que, en el caso de que nadie nos los compre, nos los podemos comer nosotros. Nadie dice que la reconversión se hizo en Europa hace 10 años. Nadie explica con precisión al pueblo llano que se trata de un medio, el único medio, de poner freno a los alocados y triunfalistas excesos del industrialismo. Hay que precisar todo esto al margen de los graves problemas de empleo que la operación conlleva y que recaen sobre las espaldas más débiles económicamente.
A veces la protesta inútil se disfraza con la no menos inútil ironía. Es curioso que un hecho prodigioso como el de que un tramo del río Manzanares haya sido saneado y a él hayan vuelto los peces y patos sólo ha sido visto, en líneas generales, con ironía. El que peces y patos hayan sustituido a los Iodos y desechos de una ciudad que no poseía un adecuado saneamiento urbanístico es algo que molesta o que provoca simplemente humor. Naturalmente, quienes así sonríen son probablemente los mismos que tiempo atrás nos hablaban del alto grado de civilización que suponía el regreso de los peces al Támesis. Son los mismos, también, que ignoran que la mitad de nuestros ríos están biológicamente moribundos, por no decir muertos.
El amigo de la protesta estéril y gratuita ha enterrado demasiado precipitadamente en su memoria una España amenazadora y llena de sobresaltos. Es el momento en el que el criticón se disfraza de progresista, y entonces oímos aquello de las "a todas luces insuficientes cotas de desarrollo democrático a que ha llegado nuestra sociedad". Vamos camino de sepultar el cainismo belicoso, pero frente a una minoría que mira suicidamente hacia
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atrás, siempre hay otra que no cree en logros y en esfuerzos, sino en las nunca satisfechas utopías de cada cual.
Hace algunos días me comentaban con gracia que sustituir en televisión el revólver del vaquero y la pistola del gánster por los coloquios abiertos y por mayordomos ingleses era uno de los más altos logros de nuestra democracia. Recuerdo esto porque el protestón estéril también se ensaña exageradamente con el medio que más a mano tiene, la televisión. Así que, con razón, decía esa misma persona que me informaba que hemos olvidado demasiado pronto aquellos ruidosos y violentos telefilmes de que vorazmente se alimentaba nuestra programación televisiva.
Aquel progresista fácil que con masoquismo deploraba que no éramos Europa ahora hace ascos y burlas de nuestras insistentes llamadas a las puertas del Mercado Común. Naturalmente, este tipo de nuevo masoquismo no sabe que, en el fondo nada debe importarnos lo que en ese organismo europeo hay de mercado. Lo importante, creo yo, es el hecho de que algún día estemos más cerca de un modelo de sociedad flexible y -por encima de sus posibles defectos- partidaria de unas cotas de libertad básicas. Esto sería lo verdaderamente provechoso, a la larga, de nuestro ingreso en el Mercado Común: Ia identificación con unas cotas mínimas de cultura.
¿Y qué vamos a decir del tan grave problema del paro? ¿Quién le dice al crítico estéril que el paro es el mal ineludible de una sociedad endiablada y egoístamente programada, de un sistema económico enmarañado y enfermizo, antinatural en suma? ¿Quién nos dice que el paro se mantendrá mientras la idea del desarrollo humano se desvirtúe y este desarrollo se vea subordinado a intereses puramente económicos? Quien se llena la boca con el problema del paro no nos dice, por ejemplo, que éste es también un grave mal para el país más rico de la Tierra. La crítica fácil nada nos dice de la economía sumergida, de dineros fugados, de que todavía existen profesiones que no cobran el subsidio. de desempleo, de aquellos que lo cobran de forma impropia. El problema está, como se ve, lleno de aristas.
Llegado a este punto, podría seguir citando ejemplos de ese tipo de crítica tan fácil como estéril con que, a veces, nos vemos ruidosamente sorprendidos. Al azar, y por su actualidad, me he ceñido a recoger unos pocos ejemplos. Y en ellos podríamos abundar. Pero prefiero terminar este artículo haciendo algunas puntualizaciones. La primera es que mis palabras no deben ser necesariamente interpretadas como defensa de un determinado poder y, en concreto, del poder establecido. Tampoco cabe interpretar mis palabras como indicativas de que todo es perfecto y, por tanto, no digno de una crítica constructiva. También debo señalar que el criticón de mi artículo nada tiene que ver con la lógica y fértil necesidad que el ciudadano tiene de protestar cuando exista motivo para ello; ni, por supuesto, con la independencia, siempre incómoda, llena de naturales y profundas disensiones del intelectual.
Me he ceñido a subrayar que, en algunos españoles, se da con harta frecuencia una manera de ser muy poco solidaria y nada constructiva. Son personas que no se sienten cómodas con la realidad presente, cualquiera que sea el signo de ésta, cualesquiera que sean sus logros. Personas que no creen en los problemas verdaderamente graves -problemas de fondo-, de cuya resolución depende nuestro futuro: desinformación, tensiones bélicas, superpoblación... María Zambrano atribuía hace ya muchos años esta tendencia hacia la violencia real o verbal del español -de algunos españoles- a la incapacidad de crear, a la impotencia para crear algo nuevo. De ahí esa reacción, el desahogo de la crítica estéril.
Patriomasoquistas, retrógrados, críticos fáciles y estériles... Tres modos de ser lo más alejados posibles de ese país en armonía y en equilibrio, libre de saltos en el vacío y de sobresaltos, hacia el que debemos caminar; ese país que detesta una existencia escrita con sangre; ese país -como los mayordomos ingleses- afortunadamente aburrido de puro civilizado.
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