La guerra de los impuestos
Según explica Geofrey Parker en su libro sobre Felipe II, recientemente aparecido, los impuestos excesivos más la falta de capital fueron las causas principales de la crisis económica que se desató en España a finales del siglo XVI. A ellas es preciso añadir una racha de malas cosechas. Palencia vio crecer sus impuestos en un 40% y su calles invadidas por una nutrida tropa de hambrientos campesinos en busca de la sopa que repartían a todas horas los conventos. Un seguro de paro consistente en ridículas raciones de grano quiso aliviar el hambre que cada día iba a más, pero ésta seguía haciendo estragos hasta obligar a cerrar las puertas de la ciudad a nuevos inquilinos. El mismo rey comprendía que aquel camino le llevaba al desastre, mas a pesar de ello aún seguía dispuesto a defender sus compromisos, el primero de los cuales era defender la cristiandad.De poco sirvieron consejos e informes; era preciso amparar a la religión antes que los demás negocios; así, el tesoro se fue en empresas fallidas, como las guerras de Flandes o Francia, y en el Nuevo Mundo en campañas a las que la falta de fondos puso fin desde México a Chile. Los ingleses robaban los barcos hasta cortar nuestro comercio en América, pero el Señor seguía a nuestro lado y, pensaba el monarca, no era cuestión de preocuparse.
La gente de Ávila sí que se preocupaba. Allí fue donde aparecieron los primeros pasquines protestando de los malditos impuestos que sólo dejaban de pagar los ricos. Fue preciso nombrar a toda prisa un juez que decretó la muerte de un hombre ilustre de la villa, por aquello de que el mal ejemplo mucho medra y presto cunde.
En el mismo Madrid hubo alborotos, como en todas las ciudades principales, tantos que se llegó a temer un levantamiento general de castellanos hartos de pagar tributos cada vez más elevados. Hasta sus mismas Cortes, antes tímidas y dóciles, capaces de votar millones con los que sacar al mar la armada que debió ser invencible, fueron de nuevo solicitadas para pedirles más dinero aún. Más tarde, Burgos y Sevilla, por boca de sus procuradores, se opusieron a maltratar sus campos con nuevos impuestos. Otras provincias pronto las secundaron. Hicieron cuentas y se llegó a la conclusión de que sólo la guerra de los Países Bajos había costado a Castilla nada menos que 115 millones de ducados; demasiados incluso para entonces. Un año después el sentimiento de no tributar uno más llegó a su cota máxima, lo cual parece que sentó mal al rey, quien ordenó llamar la atención a los procuradores por atreverse a criticar su política, advirtiéndoles bajo veladas amenazas de que tal proceder no debía repetirse. A algunos se les sobornó, a otros les fueron registradas sus casas y, como de costumbre, se echó mano de razones sobrenaturales, previniendo a los teólogos de Madrid, a fin de que en
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caso de consulta aseguraran no existir otro remedio que pagar como exigía el rey. Mas las ciudades seguían negándose a pagar nuevos tributos, ni siquiera cuando fueron acusadas de haber propiciado con su negativa un duro ataque inglés a Cádiz.
La guerra de los impuestos se extendió presto por la galaxia del imperio español, comenzando por Sicilia, donde los nobles, como la mayoría de los demás dominios y pueblos, se negaron a pagar. Sólo el clero, que se puso de parte del rey, y un regimiento de caballería convenció a los napolitanos de que era preciso ceder, aunque los principales acabaron con sus huesos en la cárcel.
Peor le fue al monarca en Aragón, donde los pobres acabaron siendo más pobres y donde echarse al monte fue su única forma de salir adelante. Transformados en bandidos fueron más y mejores, es decir, mejor armados, con mosquetes modernos y seguros. Peligraba la plata que de Madrid se enviaba a Barcelona y no tenían inconveniente en hacer frente a tropas y somatenes, e incluso a las tropas del rey.
La vida y hazañas del famoso Antonio Pérez son de sobra conocidas. Se salvó de la cárcel y la muerte que cayó sobre los demás huyendo a Francia y trazando el primer retrato escrito del monarca.
Según explica Vicens Vives, seguían sin pagar impuestos eclesiásticos, nobles y caballeros. Tan sólo los sufrían los artesanos, la gente de a pie, comerciantes o labradores. Cada vez que alguno se hacía hidalgo restaba al erario nacional el dinero que antes debía de pagar y que al punto caía sobre los sufridos hombros de los trabajadores más modestos. Así, el régimen de tributos fue creciendo sin parar, esquilmando la hacienda, agravando la suerte de la industria nacional y restando valor al salario de las clases modestas.
Éstas, ante la invasión creciente de metales preciosos enviados de América, vendieron sus tierras estimuladas por las ofertas de los poderosos y nunca pudieron recuperarlas una vez privadas de su fuente de ingresos principal. Así, el país quedó partido en dos: de un lado, los ricos, cada vez más ricos, y del otro, los pobres, esperando un trabajo que nunca llegaría en su rincón al sol.
Todo esto sucedió hace cuatro siglos. Hoy los planteamientos son distintos, pero no tanto que no se acabe de modo parecido. Desdeñar la historia supone arriesgarse a repetir pasados errores. Hoy que se pide un gimnasio para que los diputados conserven su buena forma física, tampoco les vendría mal un poco de gimnasia histórica, incluido el señor Leguina, flamante presidente de nuestra autonomía, quien muy serio asegura que, en su opinión, no es ese nuevo tanto por ciento con que se aumentan los impuestos lo que da pie a la actual polémica desatada en estos días, sino más bien "el lógico temor a lo nuevo", con lo cual quien se oponga deberá ser tildado no sólo de fascista, sino al tiempo de retrógrado. Hermosa deducción la de este eximio promotor de horteradas tales como el himno y la bandera de Madrid.
Esta villa, que no es precisamente El Sardinero, maldito si necesitaba bandera como Pekín o Nueva York, y en lo que a himnos se refiere, lo tiene desde hace tiempo en un pasacalle que se refiere a la calle de Alcalá, a floristas y nardos, gloria y resumen de esta esquilmada clase madrileña.
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