Utopías racionales
Abundan las reflexiones sobre la vigencia de las utopías en estos tiempos que parecen ser los de su final: a la crisis de las ideologías sucede la de las utopías. El autor de estas líneas, sin embargo, se permite una reivindicación de la necesidad de las utopías; a este respecto, las compara, en relación con la acción, a la función que cumplen las teorías metafísicas con relación al conocimiento. Bien es verdad que hay metafísicas arcaicas y superadas, y que es preciso exigir de ellas que sean coherentes y sensibles a la realidad concreta. En este sentido, las utopías son ideales, esto es, irrealizables, pero ello no quiere decir que sean irracionales. Y, frente a tanto descrédito de las viejas utopías, es preciso encontrar nuevas que sean racionales y antidogmáticas, y que sigan planteando frente al hombre los necesarios modelos de sociedad para que siga avanzando.
Las utopías son a la acción lo que las teorías metafísicas al conocimiento. Una teoría metafísica es una concepción general del universo con la que se pretende explicar el significado de conceptos como el de realidad, objeto, cosa, propiedad, cambio, permanencia, etcétera. Son todos ellos conceptos que utilizamos, en el conocimiento vulgar o científico, implícitamente y sin preocuparnos por aclarar su significado. Lo único que hacen las teo0as metafísicas es precisamente dar un sentido a esos conceptos y proponer un esquema de la realidad que sirva de soporte para la organización y el desarrollo del conocimiento de cada. parcela de esa realidad.Las teorías metafísicas no son refutables. Lo que en ellas se dice del universo en cuanto tal suele ser compatible con cualquier conocimiento concreto que tengamos de cada uno de los trozos de universo accesibles a la experiencia.
Sin embargo, el hecho de que las teorías metafísicas sean irrefutables no implica que sea imposible discriminar racionalmente entre ellas. En primer lugar, como a cualquier otro producto del pensamiento racional, se les puede exigir como condición previa que sean internamente coherentes. En segundo lugar, a las teorías metafísicas se les puede exigir que sean sensibles al conocimiento de la realidad concreta, y en especial al conocimiento científico. Una metafísica insensible a la ciencia resulta irrelevante para interpretar la realidad que conocemos científicamente. A esta categoría pertenecen, por ejemplo, las metafísicas arcaizantes que pretenden reducir la complejidad del universo al juego de dos fuerzas contrapuestas, llámense éstas el bien y el mal, el ying y el yang o el orden y el caos. Pero cualquier teoría metafísica que en el momento de su formulación fuera relevante para el conocimiento entonces disponible puede perder su carácter si permanece insensible ante el cambio continuo de la ciencia. Esto es lo que ha ocurrido, por ejemplo, con el atomismo, o lo que puede estar ocurriendo en estos momentos con el determinismo.,
Las metafísicas racionales, es decir, internamente coherentes y sensibles a la ciencia, prestan un gran servicio al desarrollo del conocimiento. Proporcionan el trasfondo conceptual sobre el que pueden asentarse diversos programas de investigación y diferentes formulaciones de teorías científicas. El determinismo, por ejemplo, fue el sustrato conceptual que sirvió de apoyo a la teoría de variables ocultas como alternativa a la mecánica cuántica. El monismo materialista sirve hoy de soporte conceptual para el desarrollo de la psicobiología. En realidad, cualquier programa innovador de investigación científica conlleva, de forma implícita o explícita, un soporte conceptual de carácter metafísico. Más aún: la crítica racional y el progreso de la ciencia son en buena medida posibles gracias a las teorías metafísicas. Como éstas trascienden siempre al conocimiento ya disponible, constituyen una fuente continua de interrogantes y problemas teóricos cuya respuesta requiere nuevos esfuerzos de investigación científica.
Ni que decir tiene que esta concepción de la naturaleza y funciones de las teorías metafísicas no es compatible con la vieja idea de que la especulación metafísica constituye una forma privilegiada de acceso al conocimiento profundo de la realidad. Como las propias teorías científicas, las teorías metafísicas son también conjeturas, intentos de comprender el mundo, pero sin otro certificado de garantía que la actitud de los filósofos predispuestos a revisarlas, mejorarlas o abandonarlas cuando dejan de ser fértiles para nuestro conocimiento.
Racionalidad de la acción
Pues bien, las utopías son para la acción lo que las teorías metafísicas son para el conocimiento. Para diseñar un programa de acción se requiere definir unos objetivos, disponer de unos medios para alcanzar esos objetivos y organizar de forma adecuada el uso de esos medios. La adecuación de los medios a los objetivos es un requisito necesario para que el programa de acción sea racional. Pero este tipo de racionalidad de la acción -que suele denominarse racionalidad instrumental-, aunque necesario, es obvio que no resulta suficiente. Para evaluar un programa de acción no basta fijarse en la adecuación de los medios utilizados para obtener los fines previstos. Es preciso tomar en consideración la naturaleza y el valor de los fines. La construcción de una central nuclear es seguramente un paradígma de racionalidad instrumental, pero todo el mundo consideraría irracional el mero propósito de construirla si hubiera un excedente de producción energética, y muchos incluso pueden consíderarlo igualmente irracional aun en situaciones de déficit energético. En general, la evaluación de los objetivos de una acción se hace siempre en función de otros objetivos o fines de carácter más amplio y de la compatibilidad de cada objetivo concreto con los objetivos finales. Pues bien, las utopías son precisamente modelos de sociedades en los que se supone que se han logrado los objetivos últimos. Son como el soporte metafísico de los programas de acción en contextos sociales.
Por su propia naturaleza, las utopías son irrealizables. Proponen modelos simplificados y globales de una sociedad, definen instituciones ideales que ejemplifican la consecución de algunos objetivos últimos o la incorporación a la vida social de determinados valores morales que se consideran fundamentales, pero no proporcionan el diseño completo de ninguna institución real. En una utopía, por ejemplo, todos los hombres son solidarios, han desaparecido las clases sociales o se ha logrado que el ejercicio del poder se haga por procedimientos estrictamente democráticos; pero no se define el horario de trabajo, el código de la circulación o el reglamento para las sesiones de la asamblea de representantes. En otra, los valores primados pueden referirse a la armonía entre el hombre y la naturaleza, a la consecución de la paz perpetua o la desaparición del dinero como elemento de poder y de prestigio; pero no se define el régimen de inspección sanitaria de los mataderos, la política industrial o el sistema de contabilidad empresarial. Y ocurre, sin embargo, que en cualquier sociedad concreta es al dar respuesta a esos problemas triviales de horarios laborales, códigos de la circulación, reglamentos parlamentarios, política sanitaria, industrial o fiscal, cuando se generan situaciones y comportamientos que resultan o no solidarios, clasistas, democráticos, ecologistas, pacifistas o mercantilistas. En general, las utopías son sólo modelos globales de la sociedad que se proponen como fuentes de inspiración para organizar las sociedades concretas, pero en sí mismas son irrealizables. Y por eso precisamente resultan además ampliamente compatibles con diversos programas concretos de acción. En aras de una utopía pacifista se puede planear una guerra, para lograr una sociedad igualítaria se puede organizar un sistema de represión y para conseguir el equilibrio ecológico hay quien puede verse inclinado a propugnar la extinción de una especie (la humana, por ejemplo). Pero todo ello no es debido a la perversidad intrínseca de las utopías, sino a su propia naturaleza irreal. Las utopías incorporan un conjunto de objetivos ideales para la acción, pero no ofrecen mecanismos para conectar de forma unívoca esos objetivos con programas concretos de acción en sociedades realmente existentes en algún lugar. Sun utopías.
Sin embargo, el carácter utópico de las utopías no las hace ser irracionales. Como en el caso de las teorías metafisicas, lo primero que se les puede exigir es que sean consistentes, y lo segundo, que sean sensibles a la realidad social y a los planes de acción concreta que se pueden formular en una sociedad. Una utopía igualitaria que al mismo tiempo fuera esclavista sería juzgada inconsistente a la luz del concepto que actualmente tenemos de la naturaleza humana. Y lo mismo puede decirse de una utopía liberal que pretendiera organizar el mercado mundial merced a la intervención providencial de la mano oculta de una agencia estatal de espionaje. Una utopía libertaría, por otra parte, podría resultar irrelevante como marco metafísico para inspirar programas de acción política en los Estados modernos. Y es posible también que una utopía como la que Marx veía apuntada en la Comuna haya dejado de ser relevante para la compleja realídad económica, cultural y política de una sociedad desarrollada de nuestros días.
Como las teorías metafísicas -que trascienden a todo conocimiento particular, y en esa medida constituyen un acicate para la crítica, para el descubrimiento de nuevos problemas y, en el fondo, para el progreso del conocimiento-, también las utopías constituyen un punto de apoyo para la crítica de la realidad social, para formular programas alternativos de acción y para desvelar aquellos aspectos morales de la política o de la organización de una sociedad que un pensamiento excesivamente pragmático terminaría acostumbrándose a ver como algo natural. De ahí que se insista tanto en nuestros días sobre el valor crítico y moralmente progresivo del pensamiento utópico. Pero también aquí conviene precisar cuál es el papel específico que deben cumplir las utopías racionales, o, si se prefiere, la actitud utópica racional.
El dogmatismo moral
La historia del pensamiento occidental nos demuestra que es mucho más difícil eliminar el dogínatismo en la esfera de la razón práctica que en la de la razón teórica o especulativa. En efecto, el prestigio del método científico, la retirada estratégica que ha efectuado la teología en el debate ideológico contra la ciencia, el triunfo, en definitiva, de la mentalidad ilustrada en una buena par-
Utopías racionales
cela de la cultura de nuestro tiempo han hecho que cada vez sea más común una actitud de relativismo intelectual en cuestiones concernientes a nuestro conocimiento del mundo. Así, salvo en algunos casos recalcitrantes, nadie se sentirá hoy muy inquieto ante afirmaciones como la que hemos hecho hace un momento, dando a las teorías metafísicas el mismo carácter conjetural que atribuimos a las científicas. En cambio, en el pensamiento moral y político puede resultar plausible el relativismo intelectual siempre que lo que esté en discusión sea la valoración de una acción, institución o programa concretos, pero nunca, al parecer, cuando lo que se pone en cuestión son nuestras utopías finales. En efecto, razones de oportunidad, de posibilismo, de táctica o incluso de franca incapacidad -que siempre se considerará transitoria- para hacerlo mejor pueden convencernos, por ejemplo, de que una concreta medida de gobierno a todas luces injusta es en el fondo justificable, de que se puede alcanzar la paz preparándose para la guerra o de que se puede combatir el paro cerrando empresas. Pero estos mismos juicios relativos se hacen siempre bajo el supuesto de que los valores últimos en los que nos apoyamos para emitirlos, la utopía final que preside todo nuestro análisis de los problemas sociales, es algo inamovible, definitivamente bueno y plenamente justificable como paradigma moral o político. Esto quiere decir que no estamos dispuestos a someter a revisión, por motivos puramente racionales, el valor moral de nuestras utopías de forma semejante a como estaríamos dispuestos a revisar nuestras concepciones del mundo físico.Norma de convivencia
Es cierto que también hay en nuestra cultura elementos relativizadores del pensamiento moral y político. El más importante de ellos es el mecanismo de confrontación y de alternancia de poder que impone la democracia representativa. Pero gracias a él se ha conseguido no la relativización de las utopías, sino la implantación de una norma de convivencia pacífica por la cual distintos programas políticos, inspirados en utopías (o modelos de sociedad) contrapuestas aceptan como mal menor la espera de mejores oportunidades para su puesta en práctica cuando los votos de los electores no les son favorables. Formalmente, sin embargo, esto no implica una actitud de revisión racional de las respectivas utopías. Es como si, por definición, los grandes ideales que guían a cada opción política fueran intangibles. Como si la mera posibilidad de formular una utopía y declarar al mismo tiempo que estamos dispuestos a revisarla fuera algo lógicamente inconcebible.
Un resultado de este predominio del dogmatismo en la esfera de la razón práctica es que las viejas utopías sociales y políticas van perdiendo vigencia de hecho y se van transformando en meras declaraciones rituales de principios en los que ya nadie cree. Obsérvese, por ejemplo, la cada vez mayor irrelevancia práctica de la utopía del liberalismo económico, o el aspecto casi cómico que presenta el tradicionalismo católico cuando se propone como base ideológica para un programa político actual, o el grado de formalismo que ha experimentado la ideología comunista en los países del socialismo llamado real.
Pero hay otro fenómeno característico de nuestros días con un signo en apariencia completamente diferente, aunque tiene, en mi opinión, la misma genealogía. Me refiero a lo que podríamos denominar el desencanto antiutópico. Alguna vez se ha dicho que el escéptico es un dogmático frustrado. Algo parecido cabría decir a propósito de muchos nuevos oficiantes del pensamiento negativo, la antiutopía o el utopismo irracional. Sólo quien piensa que no merece la pena hacer nada sin estar seguro de que el objetivo último de su acción está plenamente justificado puede caer en la tentación de renunciar a hacer planes por el mero hecho de haber constatado que las viejas utopías se han derrumbado.
Las utopías racionales no pueden ser dogmáticas. Y eso quiere decir que deben. ser revisadas. Más aún, eso quiere decir que al formularlas deberíamos tener la precaución de hacer explícito el convencimiento de que, aunque sean propuestas referidas a los fines últimos de nuestra acción, no son, sin embargo, definitivas. Son, como nuestras teorías y concepciones del mundo, conjeturas, tentativas, propuestas provísíonales de modelos de sociedad organizados de acuerdo con determinados valores que sirven para guiarnos en el planteamiento de nuestros programas de acción y cuya única jgstificación proviene de nuestra buena disposición a revisarlas, mejorarlas o abandonarlas cuando dejen de ser fértiles para orientar nuestra intervención en la realidad social.
Seguramente la única objeción que se puede hacer a la propuesta de esforzarnos por construir nuevas utopías racionales para las sociedades de nuestros días es que no merece la pena, que es más rentable limitarse a fomentar la disidencia, que no hay forma humana de promover una alternativa suficientemente plausible y digna de trabajar por ella frente a la rigidez monolítica de nuestras complejas sociedades industriales y militarizadas. No me parece una objeción seria. Ni tampoco nueva. La historia de Occidente está plagada de movimientos contestarios de inspiración místicoreligiosa, que, frente al supuesto poder omnímodo de lo que en cada época representara lo que hoy se suele identificar con la razón instrumental, apenas eran capaces de oponer otra cosa que un ingenuo desprecio por los asuntos terrenales. Mientras tanto, paso a paso, otras mentes más prácticas iban gestionando el presente y configurando un futuro que es el que ahora nos toca vivir.
Frente a la mística y al dogmatismo, hoy, como siempre, sigue siendo posible la acción racional. Ésta exige que sigamos formulando utopías coherentes, relevantes para los problemas de nuestra sociedad y aptas para servir como marco de referencia para nuestros programas de acción, es decir, utopías racionales.
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