Transfiguración de Madrid
Madrid es hijo del artificio histórico. Contra lo que algunos creen no es en eso una ciudad singular. La fundación de una capital por voluntad soberana es muy común acontecimiento. Y no por ello la criatura ha de estar condenada para siempre a que sobre ella pese una sensación de irrealidad, aunque Madrid, como Washington, haya retenido esa condición por largo tiempo. La falta de carisma ab urbe condita hizo que otra capital así creada, San Petersburgo, fuera devuelta al Ducado de Moscovia, centro mágico del solar eslavo. Fue un retorno político que nunca podría haberse realizado en el hispano. Y es iluminador de estas cosas que esa migración capitalina fuera inspirada por revolucionarios iconoclastas. En todo caso Madrid ha estado siempre huérfano de un mito originario que legitimara ante todos su tenaz detención del poder.La capital española es sólo la más antigua de las nuevas capitales mediterráneas. Junto a ella están Atenas, Roma y Ankara. La aldehuela ática de 1821 fue investida de la necesaria mitología por los rebeldes helenos, de modo inevitable. También fue inevitable la capitalidad romana, tras Turín y Florencia. Ankara, por su parte, se forjó su propio mito bélico, en la alta meseta de Anatolia, contra un imperio otomano desmoronado e informe.
Estas fundaciones políticas explican algo el hecho de que en las tortuosas relaciones entre centro y periferia de las sociedades haya habido varios países bicéfalos. Piénsese en las polaridades Oporto-Lisboa, Barcelona-Madrid, Milán-Roma, Salónica-Atenas, Estambul-Ankara. Hasta se pueden hacer algunas cautas generalizaciones sobre las tensiones entre la urbe industrial y comercial y la política y administrativa. En lo cultural ya son más arduas, pues mientras Roma y Constantinopla (o Estambul) son santas sedes, y Lisboa y Atenas son altares de la nación, Barcelona y Milán junto a Bilbao y Turín) tienen otras cualidades de empuje industrial y civil independiente de lo estatal, que se exacerba en el caso español por la etnia diferencial.
Todas las capitales sufren la hostilidad de sus periferias. Es una consecuencia de la distribución desigual de riqueza y poder que su presencia comporta. Ellas mismas no están libres de animadversión contra aquellas otras ciudades que parezcan estar en remotas condiciones de arrebatarles su acaparamiento de las excelencias nacionales. Éstas, a su vez, les corresponden con su aborrecimiento. Pero las mutuas enemistades poseen distintos significados: el menosprecio de Estambul por Ankara es diverso del sentido por la capital turca contra la que otrora albergara a la Sublime Puerta. Barcelona y Bilbao sufren también el suyo desde Madrid y éste cobra aspectos diferentes según del sector madrileño de donde proceda: grosero y sublimado malamente en las identificaciones (llamémoslas) deportivas; más fino, displicente y sofisticado (en el sentido genuino de la palabra) en ambiente de liberal talante y cosmopolita pretensión. De las fuentes del resentimiento interurbano manan siempre aguas turbias.
Como Madrid, además de ser una gran y hermosa ciudad, es la capital de un Estado tan peculiar como el nuestro, su cargo emocional y simbólica no puede sino influir, a cada paso, sobre la textura misma de la vida cotidiana de sus habitantes. Pocas ciudades están, como ella, tan inmersas en una situación tan controvertida dentro de toda la sociedad de la que es a la vez centro indiscutible y problemático. Haber sido y continuar siendo sede de un Estado de vertebración precaria y centralismo más feroz que eficaz, signo de proverbiales incompetencias, capital fundada al principio de nuestra decadencia, y no antes del cenit de nuestro poderío histórico, haber mantenido sin revolución industrial un perfil pueblerino tras su espléndida fachada habsburguesa o borbónica, han sido faltas graves. Madrid vino así a ser blanco de todas las iras de un pueblo frustrado. Fue hecho responsable de sus males sin cura.
Poca importancia tuvo que estas cargas contra el reo urbano fueran reales o ficticias. Lo decisivo fue que las interpretaciones populares se cernieran así sobre la villa, y que sus habitantes respondieran a ello con española arrogancia, escindiendo a toda España en dos: Madrid y provincias. A semejante terrible simplificación no escapóel más eminente de los filósofos madrileños, que nos habló de redimir provincias, sin mudar, por tanto, de perspectiva. Los clisés zarzueleros que hemos recibido sobre estas actitudes no deben corresponder sin duda a lo que el buen pueblo de Madrid pudo llegar a sentir en épocas aún recientes. Por fuerza tuvo que haber allí algún poso de plebeyez capitalina como, dicho sea de paso, se encuentra en el arrabal porteño o entre los cockneys londinenses y que, por doquier, amaga pretensiones de superior listeza. Por su parte, las aberraciones fascistizantes de ayer tampoco pueden tomarse en serio, aunque hayan dejado su grosera huella en cementos franquistas. Triste paisaje urbano el que nos han legado.
Todo esto es cosa de un pasado que se hace remoto con gran rapidez. La mudanza del país se agiganta. Algunos rasgos son obvios para todos: Madrid es ya otra ciudad, circundada de empresas multinacionales, de inmenso tamaño, y reencontrada vitalidad cultural. Con ello se ha enriquecido la vida de la que fuera ayer corte, foco administrativo, sede de la intriga y, como se repetía mil veces, mentidero político supremo. Ello se combina con la incipiente aparición de tendencias cuyos efectos son más imperceptibles, y que han de tener consecuencias inesperadas para la función que desempeñe Madrid en el futuro. La revolución en los transportes, la informatización del conocimiento, la tecnificación de la producción, la diversificación y descentralización de la economía, la aparición del neolocalismo (de la ciudad regional que afirma su vitalidad y despierta el provincianismo), la devolución del poder central (por limitada que sea) a los llamados entes autónomos, todo ello augura transformaciones de mucha monta en la ecología política y cultural de toda España. No puede ésta cambiar sin que, cambie también la de Madrid. Y es de temer que todo esto sirva de pretexto a los gobernantes para poner la voraz zarpa del poder estatal en manos de los nuevos sabihondos de la tecnocracia, con su pretensión de arcano conocimiento que les permita manipular el territorio y hace añicos nuestro paisaje urbano y sentimental. La actual restauración estética de Madrid, tan agradable, no debe hacernos olvidar ese peligro.
La pobreza del centralismo tradicional español hizo de Madrid una capital precaria. (La visión del centralismo español como algo eficiente es insostenible: nuestros jacobinos fueron siempre vana sombra de los parisienses; nuestros dictadores, con excepción del último, émulos pobrísimos de Bismarck.) Precisamente ahora que Madrid ha alcanzado por fin su plenitud urbana y ha dejado atrás, como un recuerdo, e artificio de su fundación política, para alcanzar la capitalidad plena, el mundo empieza a tomar rumbo hacia otros derroteros. Madrid seguirá, pues, habitando el ámbito de la paradoja. Pero ése ha sido siempre su permanente, dificil y prodigioso encanto.
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