La libertad de horarios comerciales
LA HUELGA contra la liberalización de los horarios comerciales -convocada por Comisiones Obreras, UGT y algunas asociaciones patronales minoristas- tuvo ayer un éxito desigual. Cataluña y el País Vasco, dos de las comunidades autónomas cuyas instituciones de autogobierno han recibido competencias sobre esa materia, se han mantenido al margen del conflicto, en la confianza de que la medida no se hará extensiva a su territorio. En cualquier caso, la protesta contra la iniciativa del ministro Boyer muestra las resistencias sociales que suscita cualquier disposición reformadora que lesione -aunque sea mínimamente- los intereses creados de un sector o cree incertidumbres respecto a las consecuencias negativas -aunque sean imaginarias- de una innovación. Se diría que el horror al cambio y la defensa corporativa de las situaciones establecidas adquieren en nuestro país los grados más elevados de irracionalidad, obcecación y virulencia.Los sindicatos de clase y las organizaciones de comerciantes minoristas, apoyados contra el Gobierno por la oposición de izquierda y de derecha, afirman que la liberalización de los horarios endurecerá las relaciones laborales, pondrá en peligro la conservación de miles de puestos de trabajo y condenará a la ruina a un número indeterminado de pequeños empresarios. De esa medida, concluyen, sólo se beneficiarán los grandes almacenes y las cadenas que consiguen economías de escala gracias a sus elevadas ventas.
Ninguna de esas conclusiones, sin embargo, puede esgrimir en su favor el beneficio de la evidencia. La liberalización no obliga, sino sólo autoriza a fijar pautas flexibles de apertura y cierre de los establecimientos. Si alguien renuncia a modificar sus horarios, no se adivinan las razones válidas para justificar su derecho a prohibir al vecino que actúe de manera diferente. Los grandes almacenes ya abren los sábados y ofrecen a sus clientes la comodidad del horario corrrido. Gracias a la libertad de apertura y cierre, los pequeños comerciantes tendrán la oportunidad de competir con esa oferta que desplaza a los consumidores fuera de sus barrios durante los fines de semana o a la hora del almuerzo. La destrucción de puestos de trabajo en el sector de los servicios sería una consecuencia indirecta del cierre de comercios no rentables. Ahora bien, las dificultades de las empresas familiares para dar la réplica a las nuevas técnicas de ventas de las grandes superficies no provienen tanto de los horarios como de causas estructurales implícitas en los mecanismos de la economía de mercado y que podrían ser aliviadas mediante medidas de fomento pero nunca de prohibición.
Esa alianza de los sindicatos de clase y de las organizaciones de pequeños comerciantes, en amparo de prácticas reguladoras típicas de una economía corporativa añorante de los gremios medievales, olvida además que la defensa de los intereses de los consumidores y la creación de oportunidades de empleo para los parados deben prevalecer sobre los perjuicios -probablemente exagerados- causados por la nueva medida a las empresas minoristas y a sus dependientes. El aumento de las opciones y la multiplicación de las alternativas ofrecidas a los consumidores -entre los que figuran, también, los pequeños comerciantes cuando se convierten en demandantes de otros productos- operan directamente en favor de la calidad de la vida. La incorporación de la mujer al trabajo ha reducido sustancialmente el papel del ama de casa, cuyo tiempo libre coincidía con la jornada comercial. Y resulta indefendible que sean precisamente los comerciantes quienes se empecinen en superponer el funcionamiento de sus locales y la jornada de trabajo de sus eventuales compradores.
Mayor importancia revisten todavía, para los intereses generales de la comunidad, las potencialidades de la libertad de horario comercial para crear empleo, aunque sea a jornada parcial. La solidaridad entre los ocupados para sobreponer sus propias conveniencias a las expectativas de promover puestos de trabajo en beneficio de quienes permanecen en paro, se recubre con justificaciones sindicalistas tomadas de la época del pleno empleo o de los tiempos en que no existía legislación laboral. Algunos cálculos arrojan la conclusión de que cerca del 50% de los jóvenes españoles menores de 26 años -esto es, el grupo de edad con recuerdos bien imprecisos del anterior régimen-, se hallan marginados del mercado de trabajo. Éste es el dato que realmente debe preocupar por razones de solidaridad a unas centrales sindicales extrañamente comprometidas, en una alianza de corte corporativo, con los intereses -respetables pero necesariamente armonizables con el resto de la sociedad- de un comercio minorista al que no amenaza tanto la libertad de horarios (desreglamentación que, paradójicamente, reforzaría su competitividad) como la modernización del sector de servicios y el futuro ingreso de España en la Comunidad Económica Europea.
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