El cardenal Ratzinger, el papa Wojtyla y el miedo a la libertad / 1
"El conformismo significa para toda comunidad muerte; para toda comunidad es necesaria una oposición leal" (Karol Wojtyla, 1969).Me he mantenido reservado durante largo tiempo con un balance provisional frente al curso que sigue actualmente el Vaticano. No habían cicatrizado todavía viejas heridas y apremiaban nuevas tareas. Por supuesto, como teólogo y cristiano no he dejado nunca de considerar esta Iglesia católica como mi patria espiritual, y como teólogo ecuménico, he trabajado a la vez por los hombres de todas las iglesias cristianas. Pero precisamente porque percibo a diario el dolor de muchos hombres y mujeres, especialmente de mis hermanos en las tareas pastorales, bajo el curso actual de la Iglesia, no puedo seguir callando. Me llena de pena y me indigna al mismo tiempo lo que está ocurriendo en los años ochenta en nuestra Iglesia tras la prometedora apertura conciliar de los años sesenta.
Está muy lejos de mi ánimo plantear aquí una polémica barata contra personas. Quiero antes bien expresar públicamente más allá del ámbito de la Iglesia católica la tristeza y disgusto que sienten muchos hombres en lo más profundo de su alma.
Desgraciadamente son pocos los que tienen oportunidad de hacerlo. Por mi compromiso con la Iglesia me siento en la especial obligación y responsabilidad de exponer las notorias pesadumbres (gravamina) de tantos hombres y mujeres dolientes: decir una palabra clara, con franqueza cristiana, sin miedo a los tronos de los prelados. Hay que hacer esto en primer lugar a propósito de una publicación recién aparecida, Rapporto sulla fide (Informe sobre la fe), del segundo hombre del Vaticano, el cardenal Joseph Ratzinger. En dicho informe podrían trascribirse análisis curiales y resultados deseados del próximo sínodo de obispos.
Joseph Ratzinger tiene miedo. Y al igual que el gran inquisidor de Dostoieski a nada teme tanto como a la libertad. Nuevos/viejos tonos llegan de Roma: Ratzinger considera nuevamente el pretendido poder de la curia como un privilegio divino; la crítica o incluso la resistencia, como algo inadmisible; la duda pertinaz de una verdad de fe, como "un delito contra la religión y la unidad de la Iglesia", que según el canon 751 del nuevo Código de Derecho Canónico vaticano (1983). s castigado con excomunión.
Cartas descubiertas
El actual jefe efectivo del ex Santo Oficio, que ya anteriormente había condenado en Notre Dame de París la catequesis francesa, que había considerado despectivamente las propuestas ecuménicas del Karl Rahner y Heinrich Fries recogidas bajo el titulo La unión de las iglesias, una posibilidad como una acrobacia teológica, que había metido en el cajón de la mesa por considerarlo inmaduro el documento de unión de las Comisiones Anglicano-Romano-Católicas Internacionales (ARCIC), que había coregido y adoctrinado personalmente en Bogotá a los obispos latinoamericanos, ahora ha descubierto por completo sus cartas, y lo ha hecho con crudeza por más que el tono sea moderado.
De la fe, por supuesto, se habla allí muy poco; en cambio, se habla mucho de la Iglesia jerárquica, de dogmas, de doctrinas y, sobre todo, de disidentes no católicos en el episcopado y en la teología. Tras una hábil argumentación se produce un cambio en redondo que sirve para todas las disciplinas y continentes. ¿Nos encontramos ante una nueva campaña de los antimodernistas?
Un periodista de la Iglesia presta ocasión con sus preguntas a su eminencia para que despliegue todas sus alfombras rojas. Y ya en el primer capítulo defiende el prefecto de la fe la necesidad de la excomunión, que no se pronunció nunca contra famosos criminales católicos, como Adolfo Hitler y los diversos dictadores latinoamericanos; pero aquí se amenaza claramente con ella a teólogos católicos de signo crítico. ¡La vieja Inquisición ha muerto; viva la nueva! El cardenal, que "recibe diariamente desde todos los continentes las informaciones más secretas", hace, sin duda, todo lo posible para reaccionar a diario frente a todas esas informaciones de la forma más secreta. Basta con que le desagrade una emisión religiosa austríaca -oída casualmente en la radio del coche-, y ya es implicado el obispo del informador en cuestión en un largo y oficial intercambio de cartas a fin de que proceda contra él. Ya es sabido: obispos, superiores religiosos y nuncios tienen que estar en todo momento a disposición del máximo guardián de la fe y de su Santo Oficio.
Sólo de las victimas más conocidas llega a saberse algo en la calle, pero ¡ay de los débiles! No se quema a nadie, pero se aniquila psíquica y profesionalmente siempre que es necesario (el antiguo decano de la facultad teológica de Le Saulchoir, de París, depuesto y luego suspendido por las autoridades eclesiásticas, se gana ahora el sustento como empleado de oficina). En casos muy importantes -como en el del rebelde episcopado latinoamericano- se traslada Ratzinger con todo un grupo al país correspondiente para exponer de forma inequívoca a esa conferencia episcopal en qué consiste la verdad católica, o bien se invita a Roma a todo un episcopado (como en los casos de Holanda y Suiza) para celebrar una reunión a puerta cerrada de varios días (sínodos especiales como nuevo instrumento de poder de la curia). Ante esta actividad mundial del cardenal alemán de la curia, que proyecta externamente sus temores, ¿puede uno extrañarse de que mucha gente en Alemania diga que este hombre ha traicionado la herencia reformista del cardenal conciliar alemán Frings, cuyo consejero teológico hace 20 años era precisamente Ratzinger, que denunció públicamente por primera vez con enorme aprobación del concilio las prácticas inquisitoriales de la Congregación para la Doctrina de la Fe?, entonces llamada todavía llanamente Sanctum Officium (Romanae et Universalis Inquisitionis).
El prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe no admitirá nunca, por supuesto, que la evidente crisis posconciliar de la Iglesia católica tiene su origen en lo fundamental dentro de casa, mejor es vaticanógena. Se pasan totalmente por alto las equivocadas decisiones del magisterio romano en los últimos siglos, desde el caso de Galileo y la controversia china de los ritos, pasando por la inclusión en el índice de los más importantes pensadores de Europa (Descartes, Kant, Sartre, etcétera) y la condena de los derechos humanos, hasta el caso de Teilhard de Chardin, los sacerdotes obreros franceses y las despiadadas purgas de teólogos bajo Pío X y Pío XII.
El archivo secreto
Que el Vaticano abre su archivo secreto hasta los años veinte ha sido anunciado solemnemente por el propio Papa en el congreso mundial de historiadores de Stuttgart. Pero el archivo más secreto de todos, el de las autoridades de la Inquisición permanece cerrado a cal y canto. La razón es bien sabida.
En lugar de fijarse en la propia Iglesia, el otrora teólogo de la reforma ha visto de pronto el origen de todos los males en la modernidad que ha hecho irrupción en la Iglesia; y esto con una infatuidad, con un olvido de la historia, una ceguera del sentido de la realidad que, si se recuerda su estimable contribución teológica de los años sesenta, resulta totalmente inconcebible. Como teólogo, Ratzinger se había orientado más hacia el pesimismo de Agustín que hacia el realismo de Tomás de Aquino. Ahora se ha pasado plenamente al grupo de los profetas de calamidades.
Contra éstos había puesto en guardia ya Juan XXIII en la inauguración del Vaticano II. Los métodos son los usuales en estos casos: caricaturización del adversario como sembrador de discordia que se permite perturbar el orden sagrado; exaltación de la propia historia y realidad presente; empleo del lenguaje difamatorio del conservador, adornado con ribetes de corte nidoerno y liberal; no pocas veces construcción de ambiguos contrastes, creación de falsos frentes, todo lo cual culmina en una auténtica caza de herejes.
Es una arrogancia del poder lo que aquí se refleja: a las (incómodas) conferencias episcopales les niega ahora desde arriba el ex profesor toda autoridad teológica; teólogos abiertos de todo el mundo (desde los exégetas, pasando por los especialistas en dogma y en ética, hasta los de pastoral aplicada y los liturgistas) son condenados por aquel que antes fue teólogo y obispo, pero ahora (en virtud del ministerio romano recientemente conseguido) cree que puede ser la norma encarnada de ortodoxia católica en el mundo: ¡La vérité catholique c'est moi!
"Tengo la sensación de que por algún resquicio ha entrado el humo de Satán en el templo de Dios", estas palabras de Pablo VI se valoran positivamente en el Informe sobre la fe. También Ratzinger, que en su obra de Tubinga Introducción al cristianismo (1968) había dejado discretamente a un lado al diablo, ve ahora en él una presencia misteriosa, pero real, no meramente simbólica, sino personal". Y a los teólogos que intentan explicar el demonio no como ángel caído, sino como símbolo del poder o poderes del mal (asís también el Vaticano II, a juzgar por las citas bíblicas) los descalifica Ratzinger como filósofos racionalistas o sociólogos que se acomodan sencillamente a la imagen moderna del mundo, pero no en la cúpula de la Iglesia.
En el lamentable aniversario de los 500 años de la tristemente célebre bula de las brujas del papa Inocencio VIII (1844; posiblemente nueve millones de víctimas de los procesos de brujas, fruto de la creencia en el diablo y de una conducta sexual patológica) habla así el representante de una institución que está involucrada todavía hoy en uno de los mayores escándalos financieros, junto con maquinaciones de La Mafia, sin que hasta ahora se hayan sacado de ello consecuencias de orden estructural o personal. Verdaderamente, ¡qué contraste entre pretensión y realidad!
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