Supranacionalismo e intereses económicos en la CEE
El ingreso de España y Portugal en la CEE se produce en el mismo momento en que el proyecto de tratado para la unión europea, elaborado por la comisión institucional del Parlamento Europeo, acaba de sufrir una derrota básica. El proyecto de tratado del Parlamento preveía una cogestión paritaria entre el Consejo de Ministros, órgano que formaliza la dimensión interestatal de las instituciones europeas, y el Parlamento, que expresa su dimensión supranacional.En el Tratado de Roma esta segunda dimensión se asignaba a la comisión, definida como garantía del tratado y de su interpretación incluso ante los propios Gobiernos. Pero el paso del tiempo ha hecho que el Consejo de Ministros haya asumido un predominio decisivo, al disponer del control financiero. Y lo ha asumido también en el caso del ingreso en la CEE de países como el Reino Unido, Dinamarca y Grecia, que no comparten la aspiración supranacional originaria de la CEE y que se han adherido, como han declarado, sólo en nombre de sus intereses nacionales.
La ampliación de la Comunidad coincidía con una variación objetiva del Tratado de Roma. Para los fundadores, éste era un comienzo; para los nuevos países adheridos, una meta. Para unos era una plataforma, un punto de partida para avanzar; para los otros, un punto de llegada con fin en sí mismo.
Dado que fue el acuerdo franco-alemán (occidental) el punto fuerte de la idea supranacional, fue de éste de donde partió la propuesta de que la asamblea consultiva (nombrada por los Parlamentos de los distintos países de la CEE) fuese elegida por sufragio universal. Se intentaba así contrapesar la interpretación estrecha, propugnada por los Estados recién adheridos, con una lectura más amplia y generosa del Tratado de Roma por parte de los elegidos de todos los países.
Así pues, el principio democrático habría jugado en beneficio del supranacional.
Básicamente, Giscard y Schmidt tuvieron razón: el Parlamento Europeo trató de reforzar sus propios poderes y esto le condujo a expandir el gasto público de las instituciones europeas. De ahí su eficacia y su perfil.
Sin embargo, los problemas de la inflación y del desempleo, que tienen tanta gravedad en la Europa de los años ochenta, han obligado a todos los Gobiernos, también a los más supranacionales en principio, a adoptar una política de contención de los presupuestos públicos y del aumento del desempleo. Esta política del ahorro ha jugado en contra del presupuesto de la CEE. Cada país quiere gastar menos y garantizar sobre todo el nivel de la producción y del empleo propios. El contradictorio desarrollo de la economía europea ha jugado en contra del esfuerzo de dar un respiro a las instituciones comunitarias.
El elemento dominante de las instituciones europeas es hoy el Consejo de Ministros, y particularmente el de los ministros de finanzas. Este consejo introdujo en 1984 el principio de la disciplina de presupuesto, es decir, una relación estrecha y neta entre los gastos que se derivan de los tratados y los gastos llamados no obligatorios, es decir, decididos de manera autónoma por el Parlamento Europeo. Todo esto se ha visto acompañado también por una interpretación restrictiva de los gastos derivados de los tratados (también de tratados distintos al de Roma, como la Convención de Lomé con los países africanos, caribeños y del Pacífico asociados a la CEE), por lo que el conflicto surgió muchas veces respecto a la interpretación de las consecuencias financieras de los tratados y de los gastos decididos por el Consejo de Ministros.
De todos modos, el Parlamento había dado un paso decisivo para salir de esta situación, es decir, mostrando la verdad de la idea que había llevado a los Estados que propugnaban la supranacionalidad a desear un Parlamento elegido por sufragio universal. En efecto, en 1983 había votado una propuesta de nuevo tratado, un tratado de unión política que reforzaba de manera terminante los poderes del Parlamento. El proyecto Spinelli era la inteligente definición de un nuevo equilibrio entre los poderes del Parlamento y los del Consejo: una cogestión en el verdadero sentido de la palabra. Los poderes eran autónomos, por lo que debían obligatoriamente cooperar de forma paritaria.
El ingreso de Portugal y de España se produce precisamente cuando el sueño del Parlamento se acaba, es decir, cuando el principio supranacional acaba de sufrir una derrota definitiva. El compromiso decidido por el Consejo de Europa, es decir, por los jefes de Estado de los países de la CEE, acepta, en efecto, el principio del nuevo tratado, pero de éste excluye precisamente la cogestión del Parlamento. Lo que sí se acepta, aunque de forma muy restringida, es la adopción de la regla de la mayoría en vez de la de la unanimidad en el Consejo de Ministros: y ello para permitir una más libre circulación de hombres, capitales y productos. Éste era el objetivo mínimo de la Comisión Europea, presidida por Jacques Delors.
Así pues, la idea de Europa-comunidad se sustituye por la de Europa-contrato. Lo que se decida como política común será, exclusivamente, resultado del equilibrio de fuerzas en juego: todos los intereses nacionales deberán ser salvaguardados al máximo. El punto de compatibilidad de los distintos intereses es realmente un punto. Y va a ser dificíl centrarlo, y, en términos genera-
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les, y como siempre, ese centro quedará fijado por la preponderancia de los intereses del más fuerte. Con el fin del impulso supranacional cae por tierra también la idea de un desarrollo más homogéneo y más igualitario de las distintas áreas comunitarias: el tema de la solidaridad, que era corolario y función del de la comunidad y supranacionalidad, es abandonado de hecho.
En contra del aumento de los fondos relacionados con la solidaridad, el fondo social y el fondo regional, aprobado por el Parlamento en diciembre sin consulta previa a los Gobiernos, el Consejo de Ministros ha decidido recurrir a la Corte de Justicia. El Parlamento se ha excedido en el ejercicio de su autoridad respecto del presupuesto, autoridad concebida al pie de la letra.
El desarrollo desigual, característico de la sociedad occidental en los años ochenta, influye también seriamente sobre el proceso de integración europea. Menos supranacionalidad significa mayor desigualdad: la crisis de la identidad europea no hace que los países más ricos sean más sensibles a las necesidades de los más pobres. Por otro lado, esto mismo ocurre en los distintos países en los que la diferencia entre las regiones más desarrolladas y las menos desarrolladas aumenta constantemente.
Éste no es un argumento en contra de las instituciones europeas ni en contra, sin duda, de la entrada de Portugal y España. La identidad europea, el sentimiento de un destino común, aumenta en realidad en vez de disminuir. Las instituciones comunitarias son hoy más bien un símbolo que expresa la realidad que una máquina que produce decisiones. Es su causalidad simbólica, su dimensión más eficaz.
Si la civilización europea acaba desembocando en una especie de neodarwinismo y no es capaz de vivir como signo de un significado universalmente humano, perderá sus propias capacidades de motivación en las personas y, por tanto, finalmente, también su capacidad creativa.
Pero no va a ser así. Los pueblos europeos quieren vivir: por ello deberán desear, amar, inventar.
Quizá la fuerza vivificadora de la humanidad europea tome caminos diferentes a partir de la reanimación del Parlamento de Estrasburgo. Lo que sí es evidente es que las instituciones europeas obligan a todos los países a medirse en una competencia que apunta ya hacia un punto de convergencia. Esto no valdría para nada sí el propio movimiento no tuviese una necesidad interior que empuja a las naciones europeas hacia la integración. Un proceso de integración es amor y lucha al mismo tiempo.
El ingreso de España y Portugal representa un momento fundamental en la historia de la Europa integrada: marca su límite occidental. ¿Podrá ahora no comenzar a abrirse su límite oriental? La historia de los pueblos no se mide, a fin de cuentas, sólo con la historia de la aplicación de los tratados.
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