Plazas, avenidas y monumentos
Exposiciones, revistas especializadas y la prensa diaria invaden al ciudadano con noticias de grandes y pequeños proyectos de construcción o reconstrucción de nuevos y viejos espacios públicos. El aplauso y apoyo de todos debe saludar este renacer de la obra pública en la tarea de construir ciudades y estructurar el territorio, dice el autor de este artículo. Pero como contrapartida, añade, una reflexión crítica y en algunos casos una denuncia dura deben responder a los modos y formas con que se expresan dichas intervenciones.
La calle, la plaza, la alameda, son espacios definidores de la ciudad. Son la ciudad o el pueblo.Recuperar y regenerar estos espacios públicos, tanto formal como sociológicamente, es tarea imprescindible e inseparable de una política de protección y restauración del patrimonio arquitectónico, entendido éste en el sentido más amplio, es decir, como patrimonio urbano.
Los núcleos urbanos de la Comunidad de Madrid, salvo las contadas excepciones de Alcalá, Aranjuez, San Lorenzo de El Escorial y alguno más, no pueden considerarse conjuntos de excepcional valor histórico-artístico. No obstante, el conjunto de asentamientos urbanos de la Comunidad constituye una trama muy válida para la reestructuración y recualificación del territorio regional. En este sentido, mejorar los espacios públicos es una tarea necesaria para su revitalización.
Ha sido desgraciadamente normal el rehabilitar edificios aislados, olvidando su entorno inmediato. Palacios, iglesias o casonas brillaban unos meses en un paisaje de barro o, a veces peor, de embaldosados, sofás de granito, farolas cutres, etcétera. Hay dos culturas disociadas: la de los estetas rehabilitadores de fachadas y la de los urbanizadores groseros. Un desastre.
Enfrentarse desde una apuesta cultural a la regeneración de plazas y calles, adecentar estos espacios públicos, puede, sin duda, mejorar la calidad urbana, tanto o más que revocando sólo las fachadas anteriores al siglo XIX.
Una preocupación empaña este intento. La pérdida de una cultura y sensibilidad del espacio público está provocando desaforadas y desafortunadas intervenciones en nuestras plazas y paseos. Quizá hay demasiada arquitectura producida por una conjunción nefasta: la del responsable político ávido de inauguraciones electoralistas y la de los técnicos (arquitectos sobre todo) que, faltos de una casa para construir, construyen en demasía los espacios públicos, volcando en cada trozo de la ciudad todas sus insatisfechas potencialidades lingüísticas, tardobarrocas, constructivistas o tardomodernas.
Plazas y glorietas hay ahogadas por muros, soportales, desniveles, granitos y sardineles que, más que recuperar el profundo sentido de espacios para la convivencia o paisaje de referencia para los edificios de su entorno, sólo consiguen destrozar el corazón de ciudades y pueblos.
Ante el rechazo ciudadano a las autopistas que atraviesan y destrozan ciudades y barrios se ha inventado, en muchos casos, una respuesta puramente semántica, edulcorada con una cosmética paisajística. A las autopistas se las llama bulevares o avenidas, y en sus bordes y medianas se plantan árboles y monumentos.
Bien está una mayor sensibilidad de urbanistas e ingenieros. Pero hay que denunciar los múltiples casos en que esta nueva sensibilidad se queda en una simple peripecia de nombres y maquetas en las que el árbol o la escultura ocultan el auténtico reto y respuesta intradisciplinar, cuales son colocar, dimensionar y diseñar unas vías circulatorias eficaces y cultas.
Una buena sección, un bordillo bien colocado, una farola bien diseñada, una señalización nítida, constituyen elementos básicos de un buen proyecto. Caben en él, sin duda, la estatua ecuestre, la fuente, el obelisco e incluso el arco de triunfo corrio hitos que acoten tiempo y espacio o enaltezcan hechos y lugares.
Sin embargo, la pérdida del sentido y escala del monumento, que no es sólo el tamaño, está produciendo un pueril y despilfarrador sembrado de hormigones, mármoles y hierros, firmados algunos por respetados artistas que vienen a convalidar con su nombre la vacía peripecia semántica.
Grandes nombres y grandes obras malgastadas en un equivocado ejercicio de ampliación de maquetas que no resisten ni el nuevo tamaño ni el siltio, en el que simplemente se depositan como pebeteros en un salón decadente.
Nada tan triste como ese basurero de esculturas bajo uno de los puentes que cruzan el paseo de la Castellana. Ningún aviso tan claro para evitar la tentación de resolver el problema, falso en gran medida, de integración de la ingeniería, las artes por el ramplón procedimiento de sembrar de monumentos autopistas, bulevares o avenidas.
Arena de miga y acacia
No por franciscana o farisaica vocación de pobreza, sino como ejercicio orientado a reencontrar una justa austeridad disciplinar en la difícil pero reconfortante tarea de mejorar nuestras calles y plazas, invito a recuperar el puro y simple juego del espacio, el plano como esencia de la plaza, el árbol como alineación y sombra, la estatua como referencia y homenaje.
Ahí están, como modelos a retomar y enriquecer, los espolones, salones, paseos o plazuelas simplemente enarenados, con alcorques donde el plátano o la acacia encuentra cobijo, y bancos muebles y amables. Materiales y elementos, en la mayoría de los casos, más que suficientes para llevar a cabo ese renacer de la obra pública en nuestras ciudades.
Si las quejas normales del proyectista y de los poderes públicos son la falta de dinero para sus obras, hoy, en muchos casos, cabe afirmar que los groseros resultados antes denunciados son la expresión de un exceso de dinero puesto en manos torpes y precipitadas. Quizá con menos se haga mejor.
es consejero de Ordenación del Territorio, Medio Ambiente y Vivienda de la Comunidad de Madrid.
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