Gólgota
El Viernes Santo, en medio de una primavera caliente, subí como otros años al castillo de mi pueblo, que está en lo alto de un cerro dominando la gran extensión de: naranjales de la Plana baja de Castellón. Era una mañana sólo fúnebre en la liturgia cristiana, pero absolutamente gloriosa en la realidad. Cantaban los pájaros en el aire perfumado, el sol poseía el grado exacto de azúcar, y aunque ese día se celebraba la agonía de Dios, la naturaleza. palpitaba con impudor valenciano pompeando sangre verde de forma ciega por todas partes, los insectos hervían y las primeras abejas de oro tocaban ya el violín dentro de las flores de azahar. En el cerro se conservan restos de una fortaleza. Desde la cima se divisa la inmensa llanura de naranjos punteada de blancas alquerías, la mancha de varias, poblaciones dormidas en el vapor vegetal y la curva de la mar cerrando al fondo una visión azul.A pesar de esta belleza, mientras iba de excursión al cerro del castillo moro yo pensaba en el Gólgota cristiano, puesto que era Viernes Santo. El mito de la muerte y de la resurrección se unía en mi cerebro, con el aroma de espliego y lavanda que exhalaba la ladera. Es necesario que todo muera para que la vida pueda renacer. Ese misterio agrario fue cultivado por los antiguos egipcios como una religión que fecundó luego la cultura helenística. Algunos judíos de la diáspora la recogieron en los ritos de Eleusis y la sintetizaron en la figura personal de un redentor. Es necesario que un hombre muera para que el pueblo se salve. Pero vivimos tiempos paganos. ¿Quién desea hoy ser crucificado? La religión ha regresado otra vez a la naturaleza. Cuando llegué a la cumbre del monte, aquel Gólgota huertano de mi tierra, descubrí con horror que en un algarrobo había un perro lobo ahorcado. Su cuerpo se balanceaba al final de una soga de esparto. Tenía la boca abierta y en los colmillos le silbaba la brisa dulce de primavera. Con los ojos ya. casi podridos, parecía contemplar, en una expresión patética, el espléndido panorama de frutales y mar, taladrado por la luz dorada de Pascua, que se extendía bajo sus yertas patas. En la llanura todo estaba a punto de resucitar.
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