Atención: un general dispuesto a contarlo todo
Aparte de los contactos de Elena, yo había creado una vertiente marginal de trabajo con gentes amigas de antaño, que me ayudaron a formar los equipos chilenos de filmación y a movernos con entera libertad en las poblaciones. La primera persona a quien busqué, por los días en que regresé de Concepción, fue a Eloísa, una mujer elegante y bella, casada con un industrial muy conocido. Ella me llevó con su suegra, una viuda de más de 70 años, valiente e ingeniosa, que sobrellevaba la soledad moliendo folletines de televisión, cuando su sueño dorado era ser protagonista de aventuras intrépidas de la vida real.Eloísa y yo habíamos sido cómplices de actividades políticas en la Universidad, y nuestra amistad se había consolidado durante la última campaña de Salvador Allende, en la que participamos juntos en el sector de propaganda. A los pocos días de mi llegada me enteré por casualidad de que era la estrella de una firma de relaciones públicas, y. no pude resistir la tentación de hacerle una llamada anónima para comprobar que era ella. La voz serena y decidida que me contestó parecía ser la suya, en efecto, pero había algo menos convincente en su dicción. De manera que esa tarde me aposté solo en una cafetería de la calle del Huérfano desde la cual podía verla al salir de su oficina, y así fue. No sólo no se le notaban los 12 años que nos habían pasado a ambos, sino que estaba más elegante y bella que nunca. Comprobé además que no tenía chófer de uniforme, como era fácil suponerlo siendo la esposa de un burgués influyente, sino que ella misma conducía un deslumbrante BMW 635 de color platinado. Entonces le mandé por correo un papel con una sola línea: "Antonio está aquí y quiere verte". Era el nombre falso con que ella me conoció. durante las luchas políticas universitarias, y yo confiaba en que lo recordara.
Fue un cálculo correcto. Al día siguiente, a la una en punto, el tiburón plateado pasó a vuelta de rueda por la esquina de Apoquindo, frente a la agencia Renault. Yo salté al interior, cerré la puerta, y ella se quedó atónita hasta que me reconoció por la risa.
-¡Estás loco! -dijo.
-Qué duda te cabe -le dije.
Nos fuimos a almorzar en la hostería donde había ido solo el primer día, pero encontramos las puertas canceladas con crucetas de tablas y un letrero que más bien parecía un epitafio: "Cerrado para siempre". Entonces nos fuimos a un restaurante francés que yo conocía por aquellos lados. No recuerdo el nombre, pero es confortable y bien servido y está frente al motel más conocido y elegante de la ciudad. Eloísa se divertía reconociendo los automóviles de los clientes que preferían hacer el amor mientras nosotros almorzábamos, y yo no me cansaba de admirar la madurez de su buen humor.
Fui al grano. Le conté sin reservas el motivo de mi estancia clandestina y le pedí su colaboración para hacer algunos contactos que podían ser menos arriesgados para una mujer como ella, protegida por los privilegios de su clase. Esto ocurría cuando todavía no teníamos resuelto el modo de filmar en las poblaciones, por falta de buenos padrinos políticos, y yo pensaba que ella podía ayudarme a encontrar algunos amigos comunes dé los años de la Unidad Popular que se me habían perdido en las tinieblas de la clandestinidad.
No sólo aceptó con gran entusiasmo, sino que durante tres noches me acompañó a reuniones secretas, en sectores de la ciudad donde era menos peligroso llegar con un automóvil sagrado como el suyo.
-Nadie puede creer que un BMW 635 sea enemigo de la dictadura -dijo encantada.
Gracias a eso no me arrestaron una noche en que Eloísa y yo fuimos sorprendidos en una reunión secreta por uno de los tantos apagones que provocaba la resistencia en aquellos días. Los responsables de la reunión me habían anticipado la noticia. Habría primero un apagón de 40 minutos, luego otro de una hora y por fin otro que dejaría a Santiago sin luz por dos o tres días. La reunión estaba prevista para muy temprano, pues las fuerzas de represión eran presa de un estado de nerviosismo casi histérico durante los apagones, y las redadas callejeras eran indiscriminadas y brutales. Luego estaría el toque de queda. Pero algo pasó que todos tuvimos inconvenientes de última hora, y aún no habíamos terminado la conversación principal cuando ocurrió el primer apagón.
Los responsables políticos de la reunión decidieron que Eloísa y yo nos fuéramos en seguida que volviera la luz y que el resto saliera después por separado. Así fue. Tan pronto como se restableció la energía salimos por una carretera sin pavimento, al borde de una montaña. De golpe, en una curva nos encontramos de frente con varias camionetas de la CNI que formaban una especie de túnel a los dos lados del camino. Los agentes de civil estaban armados con metralletas. Eloísa trató de frenar, pero yo se lo impedí.
-Es que hay que pararse -dijo ella.
-Sigue -le dije yo-. No te pongas nerviosa, sigue conversando, sigue riéndote y no te pares mientras no te lo ordenen. Yo tengo mis documentos en regla,
No acababa de decirlo cuando me toqué el bolsillo, y se me heló el hígado: no tenía la cartera con los papeles de identidad. Uno de los hombres se nos atravesó entonces en el camino con el brazo levantado, y Eloísa tuvo que parar. Nos iluminó la cara a ambos con una linterna de pilas, exploró el interior del coche con el haz de luz y nos dejó pasar sin pronunciar una palabra. Eloísa tenían razón: no era posible creer en la peligrosidad política de un automóvil como el suyo.
Una abuela en paracaídas
Fue por esos días cuando conocí a su suegra, que ambos decidimos llamar Clemencia Isaura desde la primera visita, por una asociación de ideas que nunca logramos descifrar. Le caímos sin anunciarnos en la suntuosa casa número 727 de los barrios altos, a las cinco de la tarde, y la encontramos en su estado de placidez perpetua tomándose una taza de té con galletitas inglesas mientras los disparos de armas largas resonaban en el ámbito de la sala y la pantalla de la televisión se llenaba de sangre. Llevaba puesto un vestido sastre de gran marca, con sombrero y guantes, pues tiene la costumbre de tomar el té a las cinco en punto vestida como para una fiesta de cumpleaños, aun estando sola. Sin embargo, aquellos hábitos de novela inglesa no estaban muy de acuerdo con su personalidad, pues siendo ya casada y con hijos había sido piloto de planeadores en Canadá, y tenía una buena marca de salto en paracaídas.
Cuando supo que la buscábamos para un asunto clandestino, importante y peligroso, me dijo: "Qué bueno, porque aquí la vida es tan aburrida que uno se viste, se arregla, se pone elegante y no se sabe para qué". Sin embargo, la propuesta específica de que me ayudara a localizar cinco personas en barrios difíciles de la ciudad le causó una cierta desilusión.
-¡Si al menos fuera para poner bombas! -dijo.
Yo no quería buscar aquellos cinco hombres" por los canales ordinarios de la resistencia. Todos ellos habían trabajado conmigo desde antes de la Unidad Popular. Ninguno había sido exiliado. Uno de ellos fue el que avisó a la Ely, el día del golpe militar, que me estaban fusilando frente a las oficinas de Chile Films. Otro estuvo en un campo de concentración el primer año de la dictadura, y luego siguió viviendo en Santiago con una apariencia de vida normal pero haciendo un trabajo político incansable. Otro había estado un tiempo en México, donde hizo contactos con los exiliados chilenos, y regresé con sus documentos legales a trabajar en la resistencia. Otro había colaborado conmigo en la escuela de teatro, habíamos seguido trabajando juntos en el cine y la televisión, y en la actualidad es un activo dirigente obrero. Otro había estado en Italia por dos años, y ahora es chófer de camiones de carga, lo cual le permite hacer un buen trabajo de coordinación. Los cinco habían cambiado de casa, de oficio y de identidad, y yo no tenía ninguna pista para encontrarlos.
Hay más de un millar de chilenos que viven así, trabajando en la resistencia con una identidad distinta de la que tuvieron hasta 1973, y el desafío para Clemencia Isaura era encontrar el cabo del hilo para llegar hasta el ovillo.
Además, los contactos previos que ella hiciera serían Indispensables porque permitirían establecer en qué estado de ánimo se encontraban mis viejos amigos antes de revelarles que yo estaba en Chile y requería de su ayuda. No sé en detalle cómo lo hizo. Apenas si tuvimos tiempo de vernos con, calma antes de mi salida, y no le hice muchas preguntas concretas, porque entonces no había pensado narrar su aventura para este libro. Lo único que me dijo fue que nunca había visto en la televisión una película tan emocionante como la que había vivido.
Sé que tuvo que caminar días enteros por los barrios marginales, preguntado aquí, averiguando allá, a partir, de los pocos cabos sueltos que yo encontraba casi borrados en mis recuerdos. Le advertí que fuera vestida de un modo que le permitiera confundirse con los pobres, pero no me hizo caso. Se fue como para tomar el té con galletitas inglesas en los vericuetos fragorosos del matadero de Santiago. Debía de ser muy grande la sorpresa de quienes se veían abordados de pronto por una anciana encopetada que preguntaba por direcciones inciertas con una curiosidad sospechosa. Pero su simpatía irresistible y su calor humano infundían una confianza inmediata. El hecho es que al cabo de una semana había encontrado a tres de los perdidos, y organizó para ellos en el número 727 una comida que no habría sido mejor ni más solemne si hubiera sido una cena de gala. De allí salió la formación del primer equipo chileno y todos los contactos para filmar en las poblaciones. La protagonista inolvidable de la etapa siguiente de coordinación fue una mujer admirable, menuda, humilde, casi invisible, cuya diligencia inaudita y cuyo sentido de la organización clandestina hicieron posible que no hubiera un solo tropiezo durante la filmación en las poblaciones. El nombre con que la llamábamos, que fue el único que le conocimos, fue al misnio tiempo una definición de su imagen y un homenaje a su valor: la hormiguita invencible.
La larga búsqueda del Greneral Electric
Mientras Clemencia Isaura trabajaba, yo había aprovehcado las horas libres de la filmación para hacer contactos de altos niveles con la ayuda de Eloísa. Una noche estábarnos en un restaurante de lujo esperando un emisario, que por ciertó nunca llegó, cuando entraron dos generales con el pecho blindado de condecoraciones. Ella los saludó a distancia con un gesto tan familiar de la mano que me llenó de presagios oscuros. Uno de los dos se acercó a nuestra mesa y conversó de pie con Eloísa sobre frivolidades sociales durante unos minutos sin dedicarme siquiera una mirada. No pude establecer su rango, pues nunca he aprendido a hacer distinciones entre las estrellas de los generales y las de los hoteles. Cuando volvió a su mesa, ella bajó el tono de, la voz, y por primera vez me habló de sus buenas relaciones con algunos militares de alto rango, a los que solía frecuentar por su trabajo.
En su opinión, uno de los factores de la persistencia de Pinochet en el poder es haber retirado del servicio a los oficiales de su generación y haberse quedado con un alto mando de oficiales nuevos que estuvieron siempre muy por debajo de él, que no son sus amigos, que apenas si lo conocen, y la mayoría de ellos le obedecen con una sumisión sin condiciones. Pero al mismo tiempo ése es su flanco más vulnerable, porque muchos oficiales nuevos piensan que no se les puede culpar del asesinato del presidente Allende ni de los años bárbaros de la represión sangrienta y de la rapiña del poder. Sienten que tienen las manos limpias, y por tanto se creen predestinados para acordar con los civiles un retorno sin dolor a la democracia. Ante mi cara de asombro, Eloísa fue más lejos: por lo menos un general que ella conocía estaba dispuesto a hacer revelaciones públicas sobre las profundas grietas internas de las fuerzas armadas.
Está que se revienta por hablar -dijo.
La noticia me estremeció. La posibilidad de introducir en mi película aquel testimonio espectacular cambió por completo la perspectiva de los próximos días. Lo malo era que Eloísa no podía asumir el riesgo de hacer el primer contacto, ni hubiera tenido tiempo para intentarlo, porque dos días después se iba para Europa en un viaje de tres meses con su marido.
Sin embargo, Clemencia Isaura me convocó de urgencia a su casa. unos días después y me entregó las claves que alguien le había dejado a solicitud de Eloísa para encontrar al militar inconforme, que ya habíamos bautizado con un nombre secreto: el General Electric. Me dio un tablero electrónico para jugar partidas solitarias de ajedrez, muy pequeño, con el cual yo debía ir desde el día siguiente a la iglesia de San Francisco, a partir de las cinco,de la tarde.
No recuerdo desde cuándo no entraba en una iglesia. Una de las cosas que me llamó la atención es que había muchas mujeres y hombres leyendo novelas o periódicos, jugando solitarios, tejiendo o haciendo juegos infantiles como el del gato y el ratón. Sólo entonces entendí por qué Eloísa me había mandado con un tablero electrónico de ajedrez, que al principio me pareció lo menos adecuado para pasar inadvertido dentro di. una iglesia. La gente, tal como la vi en la calle la noche de mi llegada, era muda y taciturna en la penumbra del atardecer. En realidad, la gente de Chile era así antes de la Unidad Popular. El gran cambio ocurrió cuando la candidatura de Allende tomó fuerzas y se vio que podía ganar y su victoria nos transformó de golpe en un país diferente: cantábamos en la calle, pintábamos en las paredes de la calle, hacíamos teatro y dábamos cine en la calle, y todo el mundo se confundía en manifestaciones multitudinarias donde cada uno desahogaba su júbilo de vivir.
Había esperado dos días seguidos jugando ajedrez con mi otro yo uruguayo cuando escuché detrás de mí un susurro de mujer. Yo estaba sentado, y ella se había arrodillado en el escaño detrás de mi, de modo que me hablaba casi en el oído.
-No mire ni diga nda -me dijo con voz de confesonario-, apréndase de memoria el número de teléfono y el santo y seña que le voy a dar y no salga de la iglesia antes de 15 minutos después que yo.
Sólo cuando se levantó y se dirigió al altar mayor me di cuenta de que era una monja joven y muy bella. Lo único que tuve que memorizar fue el santo y seña, porque el número del teléfono lo marqué con los peones en el tablero. Se suponía que ése era el camino que me llevaría hasta el General Electric. Sin embargo, ya las cartas parecían echadas de un modo distinto. En los días siguientes llamé sin falta y con una ansiedad creciente al número indicado y siempre obtuve la misma respuesta: "Mañana".
¿Quién entiende a la policía?
Cuando menos lo esperaba, Jean Claude me sorprendió con una mala noticia. De acuerdo con un despacho de la France Presse fechado en Santiago la semana anterior y publicado en París, tres miembros de un equipo italiano de cine que trabajaba en Chile en condiciones inciertas habían sido detenidos por la policía cuando filmaban sin permiso en la población de La Legua.
Franquie pensaba que habíamos tocado fondo. Yo traté de tomarlo con más calma. Jean Claude no sabía que hubiera otros equipos distintos del suyo trabajando conmigo, así como los otros lo sabían que hubiera un equipo francés, y su alarma era más bien por analogía: si alguien en las mismas condiciones que él había sido detenido, también él corría el riesgo de serlo. Traté de calmarlo.
-No te preocupes -le dije-, esto no tiene nada que ver con nosotros.
Tan pronto como me dejó solo fui a buscar a los italianos y los encontré sanos y salvos donde debían estar. Grazia había regresado de Europa y ya estaba incorporada al equipo. Sin embargo, Ugo me confirmó que el cable se había publicado también en Italia, aunque la agencia italiana lo había desmentido. Lo malo era que la falsa noticia se refería a ellos con sus nombres y se había divulgado con gran rapidez. Esto no era raro. Santiago bajo la dictadura es un enjambre de rumores. Nacen, se reproducen y se desvanecen con una profusión asombrosa varias veces al día, pero en el fondo tienen siempre un fundamento de verdad. La noticia sobre los italianos no fue una excepción. Tanto se estaba hablando de ella la noche anterior en una recepción de la Embajada italiana, que cuando entraron los miembros de equipo fueron recibidos por nadie menos que el jefe de la Dirección General de Comunicaciones (DINACO), quien dijo para que lo oyeran todos los invitados:
-¿Ven? Aquí tienen ustedes a nuestros tres presos.
Grazia tuvo la impresión, antes de conocer la existencia del cable, de que los estaban siguiendo. Por último, al llegar al hotel después de la fiesta en la embajada, les pareció que alguien había revueltlas maletas y los papeles de sus cuartos, pero no hacía en falta nada. Pudo haber sido una ilusión causada por el sobresalto, pero también podía ser un allanamiento de advertencia. En todo caso había razones para creer que algo real estaba ocurriendo.
Esa noche la pasé en claro escribiendo una carta al presiden de la Corte Suprema de Justicia, en la cual denunciaba mi repatriación clandestina, para tenerla lista en caso de que me capturaran. No fue una inspiración súbita, sino el resultado de una lenta reflexión quq iba haciéndose más apremiante a medida que se estrechaba el círculo. Al principio la concebí como una sola frase dramática, como los mensajes que los náufragos tiraban al mar dentro de una botella. Pero en el momento de escribirla me dí cuenta de que necesitaba darle a mi acción una justificación política y humana, porque en cierto modo debía expresar el sentir de miles y miles de chilenos que sobrellevaban como yo la peste del destierro. Empecé muchas veces, rompí muchas hojas de arrepentimiento, encerrado en un sombrío cuarto de hotel que era de todos modos un cuarto de exiliado dentro de mi propia tierra. Cuando terminé hacía rato que las campanas de la iglesias llamando a misa, habían hecho polvo el silencio de la queda y las primeras luces se asornaban a duras penas a través de la bruma de aquel otoño inolvidable.
Mañana, capítulo noveno: Ni mi madre me reconoce.
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