Vivir el presente
Conforme a una encuesta cuyas conclusiones hacía públicas recientemente el Ayuntamiento de Madrid, para los jóvenes madrileños lo importante es disfrutar el presente, dado que todo es provisionalidad. De hecho, esta opinión corresponde a la que impera en la mayoría de los países industrializados. Uno de los rasgos más claros de la etapa actual es la creencia en el presente como la única realidad tangible y valiosa.En cierta ocasión se expuso la tesis de que las culturas primitivas vivían del pasado; la civilización griega, del presente, y la civilización occidental, del futuro. En efecto, las primeras culturas aparecidas; en la Tierra estaban dominadas por mitos y leyendas cuyo origen era ignoto. El presente se unía siempre al terror y la inseguridad que inspiraban unas estructuras sociopolíticas de opresión. El futuro consistía en el más allá, con los castigos o premios que acechaban tras la muerte.
La alegría y la creatividad de los griegos hicieron que los mitos y leyendas fueran un patrimonio estético y literario, pero, en su descubrimiento de la razón y la libertad, la Hélade se desentendió de todo lo que no fuera vivir con intensidad el presente.
La civilización occidental moderna tiene el trípode de Descartes, Newton y, Darwin; se asienta políticamente en el poder del Estado y en los principios de la Revolución Francesa. Para esta civilización, cuanto hacemos es un mero punto de partida, y es el futuro lo que cuenta, lo que da sentido a la vida. Tales concepciones han sido arrinconadas paulatinamente en el siglo XX, hasta pasar al desván del olvido.
Situados hoy ante el derrumbamiento de la civilización occidental, con el terremoto que suponen la incertidumbre moral, la crisis total de las ideologías y la falta de vitalidad en casi todos los sectores de la cultura, es lógico que solamente importen el presente y lo inmediato, que es otro momento del presente. Del futuro ya no se habla más que en el campo tecnológico y científico. Nos movemos en un círculo cada vez más reducido y acotado, rodeado por la oscuridad de un porvenir impenetrable. Achacamos con frecuencia a los políticos democráticos su tendencia a operar con prornesas y programas a corto plazo, sin atreverse a dibujar un modelo de sociedad innovador. La verdad es que ni los más progresistas han podido ir lejos, porque los intentos hechos por los grandes centros de prospectiva han sido fracasos estruendosos, pese al empleo de ordenadores sofisticados y equipos interdisciplinarios de buenos especialistas. De ello fue buena muestra El año 2000, de Hermann Kahn y el Instituto Hudson, que al cabo de unos años se había visto desmentido en la mayoría de sus predicciones. El político está obligado, pues, a actuar con encuestas sobre los deseos y preocupaciones de la población, para prometer entonces lo que parece más rentable en materia de votos. ¿Cómo va a sondear más allá de unos pocos años y ofrecer metas a largo plazo, estructuras sociales nuevas, formulaciones ideológicas perdurables, cuando el futuro es una incógnita indescifrable? La civilización planetaria a que nos encaminamos sólo puede vislumbrarse muy parcialmente, en fragmentos sueltos de un rompecabezas cuya escena de conjunto desconocemos por completo. Mientras no adquiramos seguridad sobre un número creciente de las incógnitas de esa civilización estamos condenados a una marcha propia de ciegos.
Cada vez avanzamos más en alta tecnología y ciencia. Las Pasa a la página 12
Vivir el presente
Viene de la página 11 perspectivas qué abren son ciertamente fascinadoras. Las novelas y películas de ficción científica están en auge. Nuevas fuentes de energía, y hasta la posibilidad de conseguir la solución definitiva de las necesidades energéticas de la humanidad, se hallan a la vista. La aventura espacial, a pesar de algunas tragedias aisladas, sigue en pleno desarrollo, y muchas de las secuencias de 2001, una odisea del espacio, escrita por Arthur Clarke y filmada por Stanley Kubrick, describe consecuciones que podemos considerar al alcance de la mano. La informática y la robótica están transformando sustancialmente el sistema económico que, como dice John Naisbitt, cambiará la actual sociedad industrial en una economía basada en la creación y distribución de información. Ahora bien, todavía estamos muy lejos de que se cumpla la afirmación hecha también por Naisbitt de que ya estamos. reestructurando la sociedad de manera que, en lugar de operar con previsiones a corto plazo, lo estamos haciendo con enfoques a largo plazo. Ello sucede exclusivamente, como indicaba, en lo tecnológico y científico. El resto se encuentra en el reino de la duda, la irresolución y la desconfianza.En los países más adelantados tecnológicamente, especialmente en Europa, cunde la pasividad y la falta de entusiasmo ante la carencia de objetivos e ideas que marquen el rumbo de los pueblos hacia el futuro. Nos contentamos con el hoy, y las formidables campañas de los medios de comunicación, que en las elecciones son decisivas para otorgar el poder a uno u otro grupo democrático, siempre se centran en debatir el ahora y aquí. Nadie se atreve a mencionar los dos grandes interrogantes inherentes a la condición humana, el para qué y, el porqué de las cosas, de nuestros actos.Por eso, nada tiene de extraño que se haya extendido velozmente la enfermedad de la depresión -que afecta a ricos y pobres, triunfadores y marginados- por pertenecer a una sociedad que no .ofrece valores sólidos junto a grandes aventuras y utopías, eso que Ortega llamaba un quehacer nacional y que debería ser un quehacer a escala mundial o, al menos provisionalmente, un quehacer de todas las democracias. De ahí el que las naciones aparentemente privilegiadas, casi sin excepción, estén hundidas en la decadencia política, ética y cultural, con su obsesión por el consumismo y el hedonismo, tal como ocurrió en los ocasos de las civilizaciones que han surgido y muerto en la historia. Típico de esa decadencia es conformarse con el presente, por aburrido que sea -el 26%, de los jóvenes de la encuesta aseguraba que el aburrimiento era la nota predominante de su existencia-, volviéndose de espaldas a un futuro oculto por los negros nubarrones de la perplejidad ante la rapidez de la mutación que experimentamos.
Para una concepción religiosa, el tiempo no tiene relevancia. No hay presente, pasado y futuro, sino eternidad, valores inmutables, el más allá que aguarda tras una vida terrena efímera. Es el más allá que condiciona el modo de ser cristiano -particularmente antes del Renacimiento-, islámico o hinduista. Pero el hombre quiere enfrentarse con su destino en la Tierra, al margen de lo que piense sobre la muerte, a la que Hainlet, se refiere como la región de la que nunca retorna el viajero. Entonces descubre, en nuestros días, que la actitud vital y creadora tropieza con un muro de incontables miedos e ignorancias en torno a la ecología, la energía nuclear, la zigzagueante, industrialización, la inseguridad y la violencia, el tortuoso rumbo que toman muchos problemas.
Ahora bien, aunque el terror nunca se erradique totalmente en ese ser humano que tecnócratas y totalitarios ven como un número o una máquina cibernética, cabe superar el temor y el desconocimiento con el juego de la razón, nuestra arma más poderosa. En la civilización planetaria que emerge léntamente, el presente se vivirá en función del futuro. La esperanza en éste es lo que ha de dar mayor horizonte e impulso al hombre y a la sociedad.
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