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Luces de Moguer

Habíamos llegado a aquel promontorio de mimosas floridas de La Rábida para hablar de dos autores-límite, Fernando Pessoa y María Zambrano. Creadores-límite en una tierra de límites: la de Huelva, que mira hacia Portugal y que, siendo Andalucía, contempla desde su lejanía de brumosos pinares el resto de Andalucía; tierra que se funde también en sus marismas con un océano de luces excesivas, de atardeceres azufrosos y cobrizos. Espacio fundacional, como todos saben, de una empresa llena de símbolos -la búsqueda de lo que está más allá-, el preludio de la sed de saber del Renacimiento, que hoy se tiende a analizar con ligereza.No es tampoco casual que aquel rincón, donde contienden la primavera de la luz con uno de los mayores focos industriales, las, extraviadas aves de Doñana con los humos de las fábricas, no esté lejos de otro espacio primordial para los que creemos en esa otra forma de iluminación y de conocimiento que es la palabra poética: Moguer. Y pensamos que Juan Ramón Jiménez, que allí nació -otro creador-límite en una tierra de límites-, podría resumir perfectamente -con todas las diferencia y riesgos que tal afirmación comporta- el espíritu de los otros dos autores que nos habían congregado.

Juan Ramón, desde su "ética estética", desde el rigor y la pureza de su lenguaje, desde su contemplación que tiende a la armonía, desde un compromiso social que no excluía la independencia intelectual, desde sus últimos y desesperados deseos de fundir magistralmente el verso y la prosa, el pensamiento y la poesía, estaría muy cerca de una verdad esencial, de un conocimiento rebelde y heterodoxo del que sólo la poesía puede ser su mejor expresión. Ética, estética, compromiso e independencia, pureza formal y esencial contenido, obsesión por la fusión del verso y de la prosa... ¿No comparten plenamente estas características los dos autores que nos habían reunido en la universidad de La Rábida?

En el "yo no sé lo que pienso ni procuro saberlo" de Pessoa, en el constante "arrepentimiento" de la propia obra de Juan Ramón, en la "reconquista del sueño primero" de María Zambrano, hay una misma base, común y fértil, que unifica los mensajes, "aprendizaje del desaprender", tan desprovisto de soberbia, que perseguía el autor del Libro del desasosiego. No era, pues, casual que en el florido promontorio de La Rábida contendieran luces e ideas, los humos de las chimeneas con el perfume de los enormes eucaliptos que descendían hasta las marismas rojizas.

Esa tensión, esa lucha de luces y de tiempos, no parecían producirse sólo unos kilómetros más allá, entre la cal de Moguer y en las lomas de sus alrededores, asoleados en sus besanas recién abiertas, plenos en los brotes violáceos de sus frutales o en la cosecha de fresas, ya a punto de ser recogida. En Moguer hay, ciertamente, otra luz, una luz excesiva y fogosa. Blanquísimo fuego el de la luz que se vuelca desde el océano y que las cales de los muros del pueblo no hacen sino acrecentar, casi con violencia, en esta época del año.

Juan Ramón sabía perfectamente dónde estaba su centro y de dónde provenía su voz: de su infancia y de su adolescencia envueltas en aquella luz que cabrillea y que pasó a ser como savia y sangre de su experiencia creadora, de su propia sangre. Y allí está, en el pequeño cementerio de Moguer, el centro de su reposo y de sus sueños, su presencia todavía rara y discrepante, en el grisáceo granito de su tumba, que sorprende en seguida al visitante entre las otras tumbas llenas de mármoles pretenciosos y de flores de plástico. Lo oscuro es, el reverso de la luz, el espejo donde la luz se mira. No es raro, por ello, que entre tanta cal y canto fulgor natural Juan Ramón haya escogido el granito firme y austero cercado por un modesto jardín.

Muy viva es también la presencia del poeta en la casa-museo. Generalmente, este tipo de recintos tiene más de museo que de casa. No sucede así con la de Juan Ramón. La espléndida biblioteca del poeta, sus colecciones de revistas y periódicos de la época, hubieran sido por sí mismas suficientes para justificar la relevancia del lugar. Ahora es preciso que los numerosos originales depositados en el Archivo Nacional de Madrid y otros dispersos vuelvan a ocupar el lugar que les corresponde, es decir, las cajas vacías de cartón que el poeta había ido registrando cuidadosamente. Al margen de las innumerables ediciones del autor y sobre el autor, las distintas salas recogen valiosísimos recuerdos originales. Urge, sin embargo, disponer de una guía del museo, pero en modo alguno turística. Sería, más bien, preciso un sencillo y puntual catálogo de sus fondos. El visitante parte satisfecho del encuentro con un museo vivo y bien atendido, pero con un revoltijo en su cabeza de cuanto de variado y valioso acaba de ver.

Afortunadamente, Fuentepiña, en los alrededores del pueblo, es lo contrario de un museo. Y digo afortunadamente porque -con el recuerdo de Platero y su tumba- ha sido tan mitificado o denostado por la sensiblería como por las gentes reacias a la poesía que, acercándonos a su loma, nos temíamos lo peor. Pocos saben que Platero fue un animal de carne y hueso, un asno que había en la casa de Juan Ramón, que llevaba y traía al poeta por los alrededores del pueblo, y no esa fabulación lírica y cursi que algunos desean que sea. De la misma manera que la sustancia del libro es la luz densa de la

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Luces de Moguer

Viene de la página 9infancia y de la adolescencia del escritor y no "un paisaje líricamente falseado", como lo definen algunos tratados. La infancia de un creador hipersensible en el Moguer de finales del siglo XIX justifican, sin más, un libro que hubiera debido llevar por titulo su subtítulo: Elegía andaluza.

A quien corresponda -quizá a todos nos corresponda un poco- será precisa la vigilancia y la salvaguarda de este pequeño microcosmos campesino de Fuentepiña, que hoy se conserva como debió de estar en los días del poeta: con su casita blanca, sus pinos muy verdes, su limpieza, su silencio y una yerba áspera y oscura en la que no despuntan placas, inscripciones ni monolitos recordatorios de ningún tipo. Los libros y los sueños de los hombres los valora y devuelve el tiempo con una justicia implacable. Sólo hay que permanecer atentos, con un mínimo de sensibilidad, para evitar cualquier alteración de ese rincón, hoy de propiedad particular. Este tipo de lugares, más allá de apasionamientos, sólo constituyen un espacio armónico en el que nos sentimos respirar y vivir. Nada más.

Fuentepiña -estando muy cerca de Moguer- no es de fácil y claro acceso. Incluso uno de los caminos naturales ha sido inexplicablemente arado. Quizá por ello nos vimos en la obligación de preguntar a un enjuto y sudoroso gañán por el lugar. Al principio dudó, se mostró confundido ante nuestras preguntas. Luego, con una enorme seriedad, nos dijo: "¿Fuentepiña? ¡Ah, ustedes preguntan por la casa de Juanito Platero!".

Ya estábamos a punto de alarmarnos u ofendernos por lo que temíamos fuera una humorada propia de un paisano del escritor, cuando la seriedad del labriego y alguien de la tierra que nos acompañaba nos convencieron de que aquel sobrenombre no era irrespetuoso, sino una decantación en el tiempo. La vida y la obra de un autor personalísimo, inconfundible, habían sido inconsciente y afectuosamente fundidas por la sabiduría popular.

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