La pobreza de la paz
HOY SE celebra el Día de la Paz, en busca, acaso, de una noción ya casi inaprehensible. La idea de paz la enarbolan los que quieren un desarme general y completo y, a la vez, los que pretenden que, armándose espectacularmente, disuadirán los intentos de guerra del enemigo en potencia. Unos a otros se acusan de traidores, locos o cobardes y, notablemente, de ser los agentes de la guerra futura.Desde el punto de vista de las naciones dominantes, nunca había pasado tanto tiempo -desde 1945- sin una importante conflagración entre ellas. Pero en esos 40 años largos se ha establecido un inventario de 180 guerras en las que han intervenido naciones consideradas menores. Unas 40 guerras menores, denominadas cuidadosamente conflictos, están sucediendo en estos momentos. De ninguna de ellas puede decirse que sea enteramente local, o que no esté intercomunicada con las demás, y que no pueda presentirse como un brote canceroso para la sociedad global.
Entre cualquiera de las guerras disfrazadas y consideradas aún como lejanas por un concepto decimonónico del eurocentrismo -en las montañas de Afganistán o en las de Yemen- y lo que llamamos guerra de las galaxias, en cuya última fase estará armada la estratosfera, no hay más que una gradación de gamas en el tiempo y el espacio.
Algunos polemólogos creen que la tercera guerra mundial está sucediendo ya en una fase en la que la lucha se ha ido desarrollando en esos conflictos periféricos, en la creación de los arsenales y multiplicación de la tecnología militar y hasta en una despiadada utilización de la economía como forma de presión de unos países sobre otros. O como forma de invasión y de intervención directas. Ciertos prospectores del futuro entienden, por el contrario, que se está registrando un acercamiento encubierto entre las dos grandes potencias y que todos los movimientos desde Yalta y Potsdam hasta nuestros días no serían más que una pugna por un equilibrio que, una vez acordado, supondría un reparto del mundo en dos grandes mitades. Dos mitades que, como decía Duverger, se relacionarían con una cierta simbiosis y con ello se acabaría el movimiento pendular de civilizaciones e imperios supuesto por Toynbee.
Una tercera hipótesis es la de que el movimiento creciente de las revoluciones, a partir de la francesa en 1789, se habría desplazado hacia las dos terceras partes de la humanidad que pasan hambre. Desde allí, donde los conflictos armados de la posguerra siguen, podría derivarse un tipo de guerra universal en la que las grandes armas fueran impotentes contra ella. Es decir, una nueva representación de la guerra de Vietnam a gran escala que no excluiría a la Unión Soviética.
Todo ello está en el terreno de las suposiciones. Pero en ninguna de ellas la palabra paz tiene el resplandor místico que se querría ver en el día de su celebración. La paz, como ningún otro concepto universal, puede resistir la inconsistencia de nuestro tiempo. Si la referimos directamente a su relación con el miedo a la guerra global, la sensación que se tiene hoy es que esa guerra está más lejos que en cualquiera de los momentos históricos desde la aparición del arma atómica. Por lo menos la impresión de aplazamiento es mayor. Pero si la paz se exige como una aspiración definitiva y para todos, se ha de convenir que la estrategia basada en el crecimiento de la fuerza dual y en la segregación fáctica del Tercer Mundo no contribuye precisamente a garantizar su establecimiento. Más bien esta estrategia reproduce en síntesis los tres presupuestos que mantienen hoy la matanza local y la amenaza de exterminio planetario en que vivimos. En suma, a fecha de hoy, ésa es la pobre idea de paz que el mundo se ofrece a sí mismo.
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