El acoso y el bloqueo
El acoso y el bloqueo, despiadados, crecientes, no ocurren porque en Nicaragua no haya democracia, sino para que no la haya. No ocurren porque en Nicaragua haya una dictadura, sino para que vuelva a haberla. No ocurren porque Nicaragua sea un satélite, triste peón en el tablero de las grandes potencias, sino para que vuelva a serlo. No ocurren porque Nicaragua difunda armas en los países vecinos, sino para que ya no pueda difundir ejemplo: su peligroso, contagioso ejemplo de independencia nacional y participación popular.Para aniquilar a Nicaragua es imprescindible desprestigiarla y aislarla. Los enemigos de la revolución la obligan a defenderse y después la acusan de defenderse. Quieren que Nicaragua sea no más que un cuartel: un vasto cuartel de hambrientos.
'El país del no hay'
Uno de los jefes de la contra define a Nicaragua como el país del no hay; y en esto tiene razón. A la revolución le sobran dignidad, entusiasmo creador y todo lo que los millones de la contra no podrían comprar, pero le faltan máquinas y repuestos, medicamentos y ropas y lo esencial del plato de cada día: aceite, arroz, frijoles, maíz. Todo el mundo protesta, y a viva voz. Las penurias económicas continuas provocan desaliento y dilapidan energías.
La guerra ha llegado a la mesa y al último rincón de cada casa. En espera de los alimentos racionados, se hacen colas desde el amanecer. Se requiere toda una bolsa de billetes para comprar no más que un puñado de cosas en el mercado negro. Dos días por semana no hay agua en la capital, Managua, una de las ciudades máscalientes del mundo, condenada por el clima a la sed incesante. Los apagones son frecuentes. Los teléfonos, muy escasos, no funcionan: cuando el número que contesta es el número deseado, el hecho se considera milagro. No hay fertilizantes, pongamos por caso. Y cuando se consiguen, no hay avionetas para fulmigarlos. Y si se inventan de alguna manera los repuestos necesarios para, que las avionetas rotas se echen a volar, entonces resulta que la guerra impide cosechar el algodón en esas tierras fertilizadas.
La guerra: los invasores vuelan puentes, ametrallan campesiños, incendian cosechas, minan puertos, emboscan caminos, destruyen escuelas y centros de salud. Y son pinzas de la misma tenaza el bloqueo comercial de EE UU, metrópoli ofendida, y el cerco financiero de muchos Gobiernos, de los organismos internacionales de crédito y de la gran banca, que bien habían regado de dinero a la dinastía Somoza deisde que los marines la pusieron, hace medio siglo, en el trono. A todo esto hay que agregar, y no es lo de.menos, los errores que los revolucionarios cometen. Inevitables y numerosos son los errores de un país colonial cuando se lanza a convertirse en país de verdad y se para,sobre sus pies y se echa a andar, a tropezones, sin muletas imperiales.
Al fin y al cabo, bien se sabe que el subdesarrollo implica toda una tradición de ineficacia, una herencia de ignorancia, una fatalista aceptación de la impotencia como destino inevitable. Es muy dificil salir de esta trampa. No imposible. Y, hoy por hoy, en los vastos y atormentados suburbios del mundo capitalista, otras patrias están también cumpliendo la hazaña de nacer, a pesar del veto impuesto por.sus dueños. No imposible, digo; pero muy dificil.
Una invasión cotidiana
¿Estamos en vísperas de una invasión a Nicaragua? Suenan y resuenan los clarines de alarma, anunciando la inminente intervención militar de EE UU. El mundo contesta con más palabras que hechos. La solidaridad se declara más de lo que se practica.
La promesa de la solidaridad para el caso de que una invasión ocurra y la denuncia de la amenaza de una intervención bien pueden resultar decorosas maneras de encogerse de hombros ante el cotidiano sacrificio de este pueblo tan digno y desamparado. Porque ya no se trata de estar alerta en espera de una posible invasión, una posible intervención: Nicaragua está siendo invadida todos los días, todos los días paga un horrible precio de sangre y fuego, y la descarada intervención de EE UU, recientemente oficiaflzada por la votación de los 100 millones de dólares, rompe los ojos.
Desde que se vio más o menos claro que la revolución sandinista iba en serio, y que se proponía romper la camisa de fuerza del capitalismo neocolonialista, el sistema decidió aniquilarla. Pero si aniquilarla no es posible, porque implicaría el exterminio de la mayoría de la población, el sistema quiere, al menos, deformarla. Deformar la revolución sería, al fin y al cabo, una manera de aniquilarla: deformarla hasta tal punto que ya nadie se reconozca en ella. Si sobrevive, que sobreviva mutilada, y mutilada en lo esencial.
La continua agresión obliga a la defensa, y la defensa, en una guerra así, guerra de vida o muerte, guerra de patria o nada, tiende a una progresiva militarización de la sociedad entera. Y a su vez, esa militarización actúa objetivamente contra los espacios de pluralidad democrática y creatividad popular. Las estructuras militares, verticales, autoritarias por definición, no se llevan bien con la duda, y mucho menos con la discrepancia.
La disciplina, necesaria para la eficacia, está en objetiva contradicción con el desarrollo de la conciencia crítica, necesaria para que la revolución no se convierta en su propia momia. Además, la concentración de recursos en seguridad interior y defensa nacional, que devoran el 40% del presupuesto y se llevan la mitad de lo que el país produce, paraliza los formidables proyectos de transformación de la realidad que la revolución había puesto en práctica en salud, educación, energía, comunicaciones...
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