Música debajo de una campana de cristal
Como todos sabemos, la música moderna comenzó con Sherlock Holmes. El primer concierto se dio en la temporada de invierno de 1881, en el salón del 221 B de Baker Street. El doctor Watson, testigo presencial más que espectador, lo describe así:"... he hecho referencia (...) a la habilidad de Holmes con el violín. Era muy notable, pero tan excéntrica como todas las suyas ( ... ) era capaz de ejecutar piezas de música, piezas intrincadas, porque había tocado, a petición mía, algunos de los lieder de Mendelssohn y otras obras de mucha categoría". (En otro concierto, sin duda. Ahora llega el gran momento, solamente comparable a cuando Stravinski conoció a RimskiKorsakov o cuando Schóriberg alteró su apellido para Schoenberg: Stravinski produjo sus Fuegos artificiales, y Schoenberg concibió su Sprechgesang para la voz cantante.)
"Sin embargo", prosigue Watson, "era raro que, abandonado a su propia iniciativa, ejecutase verdadera música o tratase de tocar alguna melodía conocida. Recostado durante una velada entera en su sillón, Holmes solía cerrar los ojos y pasaba descuidadamente el arco por las cuerdas del violín, que mantenía cruzado sobre sus rodillas. A veces, las cuerdas vibraban sonoras y melancólicas. En ocasiones, sonaban fantásticas y agradables ( ... ) Quizá yo me habría rebelado contra aquellos acordes irritantes...". Evidentemente, Watson habría estado entre la clac militante contra Le sacre du printemps en el Théâtre des Champs Elysées aquella noche de la première en 1913: el público conservador no cambia.
Pero volvamos a Estudio en escarlata, esa primera novelita en que el doctor Watson enumera las idiosincrasias inaugurales de su amigo Holmes: ahí está toda la historia de la música moderna. Aunque hay, como siempre, detractores. Un músico crítico (de Watson, no de Holmes) objeta que "se puedan hacer esos acordes en el plano, pero desafío a cualquier violinista a conseguir tales acordes en un violín que descansa al desgaire sobre el regazo. Los acordes, en un violín, son siempre un tour de force. No son ríaturales al instrumento. Los violines son instrumentos de melodía, no de armonía". Otro crítico musical asegura que el instrumento que tocaba Holmes no era un violín, sino una viola! La crítica es, sin duda, el tributo que la mediocridad paga al genio. ¡Una viola! ¿Por qué no una viola de gamba?
En todo caso, ahí, en Estudio en escarlata, un. poco antes, Watson describe el comportamiento de Holmes después (le acabar su concierto atonal: "Le brillaban los Ojos ( ... ) puso la palma de la mano derecha sobre su corazón y se inclinó igual que si correspondiera a los aplausos de una multitud surgida al conjuro de su imaginación". Holmes, que había inventado la música moderna, creaba también su público y, según Watson, "made a bow", que puede traducirse como hacer una reverencia o una venia, aunque significa también construir un arco de violín. No creo que Watson, hombre serio, jugara con las palabras. Su relato es fidedigno al relatar la primera audición de lo que hoy conocemos como música no seria, sino serial. Pero Holmes fue aún más lejos. La aventura pertenece a la historia de los instrumentos con arco. Su Stradivarius fue un enemigo tan dúctil como rcio fue el profesor Moriarty, el Napoleón del crimen, cuyas hazañas son bien conocídas. Holmes fue también el primer músico maximalista. No poco logro para un músico que, como Schoenberg, aprendió solo.
Estos recuerdos de Baker Street y sus veladas musicales me vienen a la memoria en ese Albert Hall que Hitchcock inmortalizó en El hombre que sabía demasiado. Ésa es la película en que un asesino sabe tanto que sabía música, y lee una partitura para estar seguro de que un golpe de platillos en la orquesta coincidirá con el disparo de su Luger certera, que ahora apoya sobre el papel pautado. La reina Victoria, constructora del famoso domo del placer musical en honor de su difunto príncipe consorte, Alberto, jamás concebiría un uso fatal de la música. "No es cricket", hubiera dicho la monarca. Ahora, un compositor americano, Phililip Glass, se muestra tan letal como el asesino con pauta, y va más allá de Berg y de Schoenberg y aun del mismo Holmes. "Elemental, Watson", diría Holmes al oír el acorde perpetuo. Mientras, Glass, cuyo nombre parece transparente, estaría de acuerdo con Holmes. No lo estuvo con Poe, maestro de Doyle, en su Descenso al maelstrom por una nota que es un remolino tonal?
Hay un cuento americano titulado Día perfecto para el peje plátano. Su autor es J. D. Salinger, notorio recluso, y su protagonista es un suicida en luna de miel. Antes de enfrentar a su estúpida, como bella, mujer y a la muerte, el suicida encuentra una niña en la playa a quien su nombre, Seymour Glass, produce una frase demente que en boca de la niña se hace transparente: "See more glass". O sea, "ver más vidrio", o, ya imposible, "ver más cristal". Una campana de cristal se llama también una campana de vidrio. En el caso del concierto del Albert Hall se trataba, en efecto, de oír más cristal: Listen to more glass. Hechos todos los chistes con Philip Glass (él mismo ha titulado uno de sus discos Glassworks o Cristaleras), hay que oír su música (y eso fue lo que hizo el público, todo joven, que llenó el Albert Hall la semana pasada, que conocía la banda sonora de Mishima mejor que conocía a Mishim).
Glass es la máxima figura de un movimiento musical que se conoce, a falta de mejor nombre (los cubistas también fueron así) como minimalismo. Nombrar la cosa no hace la cosa sino al nombre, pero un nombre es un nombre, y la cosa, una glosa. Glass mismo no se considera un minimalista, como Manet o Monet no se consideraban impresionistas. Pero Glass es el más visible de los compositores minímalistas: menos es más. Subido al escenario, flanqueado por amplificadores que usualmente sirven al rock magno (de hecho, los críticos de los discos de Glass; recomiendan que se cuide el volumen, ya que puede dañar no solo el fonógrafo, sino al oído humano), Glass , ahora vestido por Miyake, dirige su conjunto de instrurnentos tradicionales que suenan distintos (piccolo, flauta, clarinete bajo y, saxófonos soprano, alto y tenor) más varios teclados electrónicos, un emulador con su soprano viva encima, un ordenador de sonido y, al frente de su combo, el propio Glass, sentado a su síntetízador, ese word processor de sonidos prefabricados que a veces dan la sensación de producirse dentro de un órgano máximo, como el que ideó Gaston Leroux para su fantasma de la ópera. Glass es también un espectro sonoro para la ópera moderna, que recorre como el FO original recorría la ópera de París. El gran éxito de la temporada es una ópera minimalista, La máscara de Orfeo, del inglés Harrison Birtwistle (ya su nombre, como el de Glass, es música), que es a la ópera tradicional lo que Stockhausen es a Richard Strauss. En otra dirección, la influencia de Glass se extiende a la música pop. Los grupos Police y Talking Heads le deben más de un acorde, y David Bowie, siempre alerta al sonido nuevo, ha hecho su elogio mejor. Glass está también en el cine y en la televi- Pasa a la página siguiente Viene de la página anterior sión. A veces sin siquiera mencionar su nombre: tan transparente es.
En el Albert Hall, el conjunto era máximo para música de cámara, que es lo que era el concierto, pero la música era mínima: una nota o dos para cada pieza obstinada, que duraba 10 o 15 minutos. Glass usa con gran efectividad toda la parafernalia electrónica asequible ya a Carlos (antes Walter, hoy Wendy, después de un cambio de nombre y de sexo), pero su música -hay quienes se niegan a llamarla así más que a llamar Wendy a Carlos- está basada en simples figuras utilizadas para la constante repetición y el ostinato o un unísono que es, efectivamente, un sólo sonido. Sus grupos de notas (solían ser una o dos) llevan a todos, músicos y público, a una suerte de frenesí en que los cambios de acordes no aparecen más que cada cinco o diez minutos de duración melódica. El efecto es de veras encantatorio, como una serpiente sonora que se muerde el crótalo.Una pieza cualguiera de Glass, por ejemplo Etoile polaire, consiste en dos o tres notas repetidas ad náuseam durante 30 o 40 compases, seguidas de un cambio de textura, usando los varios timbres de su orquesta, y una serie de tonos que le permite ese almacén sonoro que es el Moog sintetizador. No tiene Glass más que disponer dos o tres notas y alimentar su computer hasta el cansancio (del público, no del ordenador ordenado). Es el principio del péndulo, que a su vez originó el metrónomo, que ejerce, fuera de contexto musical, una fascinación hipnótica. Poe, un escritor caro a Glass, la conocía bien.
Glass ha dedicado la mayor parte de su talento al teatro (óperas, comedia, ballet), cuando es en realidad un genuino compositor de conciertos. No en el sentido que le dio a la frase Liszt, digamos, sino aun al concierto entendido como aparición en la escena. El compositor se ha convertido en ejecutante -al piano electrónico Yamaha, al sintetizador- y a la vez en director de orquesta o grupo y en animador de su propio programa. En el Albert Hall, su partitura para disparar una pistola sonora desencajaba el negro micrófono de su fábrica de sonidos (o de un sólo sonido: nunca se ha hecho tanta música con menos notas desde la Samba de una nota sola) y se volvía sonriente, pero no carismático (el carisma es de su música), para anunciar la próxima pieza. De negro, como Poe o como Holmes, Glass parecía juvenil, a pesar de sus 50 años, y satisfecho de que su música funcionara con tanta perfección ante un auditorio tan joven y tan ávido. Glass no suena como una campana francesa, hecha toda de vasos musicantes (ver Broadway Danny Rose), sino como el más claro cristal.
Alguien propuso: "Es la sarabanda de una nota sola". Al acento brasileño hay que oponer la noción de que hay una constante rítmica, apreciable, por ejemplo, en la bella pierna semita de la soprano de la cabellera roja y la voz melismátIca que dejaba ver su tobíllo eterno al repicar en las tablas al ritmo obsesivo de un par de notas. Es casi imposible explicar, si no se ha asistido a un concierto de Glass, cómo tan poca música puede conseguir tanto efecto. Es la obsesión del ostinato. El ostinato, claro, no es nuevo en la música. De hecho, los tambores africanos repican y pican una forma de ostinato de tantanes que cantan como la voz humana. Más cerca del Albert Hall, una obra maestra de la música del siglo XX, La consagración de la primavera, usa el ostinato con gran efecto. Otra cosa es su empleo por Ravel o por Bartok, para no hablar de compositores más radicales, como Edgar Varese. Glass lo que ha hecho ahora es llevar este recurso armónico a sus posibilidades más mínimas. Es decir, a su reducción al absurdo: una nota, bueno; dos notas, regular; tres notas; malo.
Una espectadora, que se negaba a oír el acorde perdido en el movimiento perpetuo, me dijo: "Esta música es muy complicada para mí". "Todo lo contrario, señora", le digo. No ha habido desde el sesudo Satie y sus sarabandas una música de mayor simplicidad con el máximo de efecto armónico. Hablar de mínímalismo es llamar, en efecto, la causa por el efecto. Philip Glass, oído o no, es uno de los compositores más importantes de la segunda mitad del siglo. Se ha dicho que la música de Glass no tiene futuro. Se trata no de una música futura. Es un arte combinatorio que tiene todo el presente: es una música en una campana de cristal. El doctor Watson, en Baker Street, sentirá un chirrido en sus oídos, pero es Sherlock Holmes quien tiene el violín en su regazo. Pero, ¿y la música? Si todas las artes aspiran a la condición de música, ¿a qué aspira la música? En el espacio nadie puede oír un violín. No hay ni que hablar del grito de una viola. La música es: "Mental, querido Watson".
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