La semilla de la sabiduría
Casi a diario se conmemoran cincuentenarios, centenarios, etcétera, del nacimiento o de la muerte de personas importantes. Las efemérides recordatorias no tienen fin. Yo tengo mis dudas respecto a cuál de esas fechas debería ser la rememorada. Cuando un ser humano nace se ignora su destino (¡cuántos que acaso podrían haber llegado a ser personajes caen en el camino!) y, sin embargo, cuando fallece, el mundo sabe a quién perdió. Nuestro país, en el que los olvidos son precoces y los recuerdos resignados son tardíos, suele sumir pronto en desmemoria a los que desaparecen y sólo los saca de nuevo a la superficie cuando se cumple uno de esos largos plazos; pero ocurre que entonces también han desaparecido muchos de los que, por haberles conocido bien, estarían en condiciones de memorizar sus vidas. Aquí los primeros aniversarios suelen reducirse a esquelas. Se ha cumplido un año de la muerte de un hombre excepcional -¿quién olvida el título del artículo con que este periódico denunciaba el esperpento tejeriano en el Parlamento?-; y aunque en privado recordaron muchos la tragedia decembrina de 1985 (Tovar murió el 14 de diciembre), pocos lo han hecho públicamente. Me refiero a Antonio Tovar.Tovar fue un caso de ejemplaridad humana, de los que no abundan en la Viña del Señor. Le conocí años después de nuestra guerra civil, sabiendo ambos nuestros opuestos antecedentes políticos y presentados por Pedro Laín, su alter ego. Los tres amistamos a fondo, sin dobleces y sin que nos estorbaran los residuos de la contienda. Tenía yo necesidad de un mundo menos hosco y agresivo y lo encontré en nuestras relaciones; en aquellos tiempos, años cincuenta, aquello resultaba todavía insólito.
Disponía Tovar de una sin igual limpieza de espíritu y era tradicional su posición irónica ante lo que aparentemente podría zaherirle, desde la envidia a la mala intención. Cuando con malignas pretensiones le recordaban en la Prensa pasos de juventud que él ya había olvidado, su actitud mostraba una desconcertante indiferencia. Su tolerancia para los demás era intolerancia para consigo mismo, pues con él no rezaba la hipocresía. Difícilmente disculpaba la insensatez de la pedantería o el endiosamiento de los sabihondos. Tanto respeto sentía por la integridad de su pasado como por la incertidumbre del futuro. Para él, lo enterrado, enterrado estaba.
Esa otra cosa era el trabajo intelectual. Ya en nuestra guerra, "en los campos desolados", y en Alemania, "en los sótanos durante los bombardeos", estudiaba y tomaba notas, siempre con un denso sentido crítico y sin pensar en otros temas. En el prólogo de su primera obra (1947), La vida de Sócrates, escribió: "... me encontraba náufrago, lejos de los sueños a que dí expresión en mi libro. Más necesitado de la luz de la razón, que, románticamente, había creído posible menospreciar".
Pocas vidas podrán haber dejado atrás un caudal tan crecido de investigación como la suya; en múltiples pero conectadas materias de trabajo y actuando en todas ellas con la misma seria profundidad: historia, arqueología, epigrafia, filología, lingüísticas antigua y moderna, dialectología, filosofía, gramática, sintaxis, interpretación de textos, toponímica, literatura, numismática, americanística, indogermanística, artículos de Prensa, ensayos, humanismo, pensamiento político, organización universitaria, etcétera. Su muerte le sobrevino cuando, entre otros trabajos, estaba terminando el tercer volumen de la Geografía de España antigua, en alemán, la vieja obra de Schulten, que su viuda, doña Consuelo Larrucea, está terminando con la ayuda de discípulos de su marido.
Babel viviente
Francés, alemán, italiano, inglés, irlandés y otros idiomas vivos constituían sus lenguajes de labor; pero sus trabajos e interpretaciones sobre textos antiguos y clásicos, muchos hasta Tovar desconocidos, abarcaban latín, griego, hebreo, ibero, celta y celtibérico, libio, vasco, eslavo, etrusco, gótico, umbro, osco, mataco, guaraní..., con sus precisos estudios de filologías indogermánica y americana y de lingüísticas hispanas.
En la introducción a su librito Lo que sabemos de la lucha de lenguas en la península Ibérica expone su criterio historiográfico-filológico; y en el texto aclara puntos que habían quedado oscuros en una polémica que diera bastante que hablar. Estudió a fondo el espíritu de las empresas españolas en Latinoamérica, con enjuiciamientos esclarecedores de facetas antes sólo superficialmente entendidas y, comentando ciertas diferencias de opinión acerca de su criterio, escribió: "No hablo como político, aunque sufro de la inadaptación que hace penosa la vida del español y del hispanoamericano que no lleve como un adorno la cabeza sobre los hombros". Y en otro lugar: "Ahora vemos muy claro que el hombre, visto en estirpes, es una planta que se marchita de vejez".
De "filólogo de estricta observancia" y "estudiante autodidacto" se calificó en sus comienzos; pero acabó siendo el filólogo más completo en todas cuantas ramas de estudio puede la filología diverger, bien descritas por su discípulo Jaime Siles. Para éste, la personalidad de Tovar radicaba en su estilo, pero, dada la enorme variedad de especialidades en que creó escuela, merece más el viejo concepto latino de magister humani géneris.
Ha llegado la hora de que esa pléyade de discípulos que dejó en España y en tantos países (¿qué español contemporáneo ha tenido difusión magistral semejante?) se comprometa a editar las obras completas de su maestro, con inclusión de todos los trabajos diseminados en tantos idiomas, antes de que se pierdan en el abandono. Hoy, que los estudiantes españoles andan revueltos contra unas leyes que benefician su futuro aunque dificulten su presente, sería interesante reeditar un Ebro publicado por Tovar en 1968, Universidad y educación de masas, en el que ellos y sus dirigentes podrían encontrar senderos por tan conflictiva fronda.
El mismo día que Antonio Tovar cumplió 30 años recibió la noticia de una destitución, y ese mismo día decidió cambiar su trayectoria por la puramente académica en la universidad de Salamanca. Pasó después a una universidad norteamericana y más tarde a la alemana de Tübingen, donde, según los maestros germanos, dejó huellas imborrables en la enseñanza y en las realizaciones. Antonio Tovar, premio Goethe nada menos, ha sido, en las últimas generaciones españolas, un símbolo de sabiduría, creador de una nueva escuela de sabiduría ad maiorem hispaniae gloriam.
Francisco Vega Díaz es médico y escritor.
Babelia
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