Hambre
Últimamente se me está indigestando el desayuno de pensar en todos esos palestínos moribundos: en esos miles de hombres, de mujeres y niños atrapados en los campamentos / ratoneras. Y casi me asombra mi inquietud, porque Líbano lleva una eternidad curtiéndonos el ánimo de horrores y cauterizándonos de espanto. ¿Quién se detiene a estas alturas a leer los pormenores del penúltimo destripamiento masivo sucedido en cualquier esquina de Beirut? Entre todos hemos convertido a Líbano en un banco de pruebas de la ferocidad y de lo injusto.El caso de los refugiados palestinos, sin embargo, se ha abierto paso a través de este embotamiento de conciencia. Será quizá porque se resisten a morir, por la inaguantable morosidad de su agonía. Ahí están, pidiendo permiso para comerse a sus difuntos, sitiados entre el polvo y la peste, sin más compañía que su hambre; fallecer de inanición es asunto lento y enojoso. Primero morirán los niños, los enfermos. Los adultos vigorosos quizá consigan vivir un poco más tras devorar el cadáver de un pariente. Y que conste que no soy ni la mitad de truculenta que lo que la realidad impone; para truculencias de mal gusto, las de la vida misma. Aunque a mí lo que en verdad me asombra es que aún queden palestinos por morir.
Mientras tanto, los israelíes siguen bombardeando los campos de refugiados y los norteamericanos hacen volatines costeros con la VI Flota. En su reciente viaje a España, Isaac Navon ironizó sobre Líbano, quizá mientras se atiborraba de tapas de pan ázimo. Ha vuelto a mencionar Navon el holocausto nazi, pero no ha dicho ni palabra de los hambrientos palestinos. Oh, sí, son los milicianos de Amal quienes impiden que los víveres de la Cruz Roja entren en los desesperados campamentos: Líbano se pudre, la coexistencia se envenena, Caín triunfa. Pero esto no es más que la fase final de un largo abuso. Del lento exterminio del pueblo palestino, aunque ni Estados Unidos ni Israel consideren que semejante nimiedad sea un genocidio.
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