Por siempre Rita
Rita Hayworth fue más que una belleza del cine, más que una vampiresa, más que el ídolo en que la convirtió el siglo. "Dios ha muerto", decretó Nietzsche, pero enseguida surgieron los dioses. Rita Hayworth fue una diosa hecha a la medida de los tiempos, pero, curiosamente, nadie con menos fue tanto. Su belleza fue construida poco a poco, y quien la vio en Charlie Chan en Egipto apenas podía compararla con la elegante desdeñosa de hombres en Sólo los ángeles tienen alas, de apenas cuatro años más tarde. Era la distancia que mediaba entre Margarita Cansino y Rita Hayworth. Pero ya en su primera aparición como una mujer de cuidado era evidente que su misterio radicaba en su vulnerabilidad. Su próxima aparición fue en Ay qué rubia, donde sustituyó a Ann Sheridan. Si aún hoy uno puede lamentar la ausencia de la roja sexualidad de la irlandesa, no hay duda que la combinación de Irlanda y España produjeron en Rita una mujer a la medida del cine. Luego, en My gal sal, era una corista de alto copete capaz de enamorarse de Victor Mature en la película y en la realidad. Fue poco después cuando se encontraron dos mitos del siglo.Nosotros sus amantes en la oscuridad la admiramos en La modelo y Esta noche y todas las noches, y en Sangre y arena, en la que su Doña Sol esclavizó a Manuel Puig hasta que se liberó con su traición de Rita Hayworth. Pero fue en Gilda donde cometió el más resonante stip tease desde que Friné se desnudó ante sus jueces en la Grecia antigua. Friné lo revelaba todo; Rita, con sólo quitarse unos eternos guantes negros que convertían sus codos en rodilla oculta, a la vez que cantaba (otra mentira: estaba doblada) Put the blame on me y su larga cabellera negra era ella misma un fetiche, que es lo que todo amor total quiere que sea la hembra de la especie: mamantis, amantis, mantis religosa que promete devoraciones en público y en privado. Después vino su aparejamiento y matrimonio con Orson Welles, que entendió que Rita era algo más que cabellera longa y seso breve.
En La dama de Shanghai, una Rita rubia y monda y lironda podía ser el amor que se esconde detrás de una esquina del parque Central o la pistola que se oculta detrás del amor y que no siempre la enfunda el hombre. Rita, además, se mostró en la película y en las palabras posteriores de Welles como una actriz insegura y una mujer vacilante, nada violenta, siempre víctima. Saber que esa asesina blonda era en realidad una mujer a la que vigilarle las manos cuando empuñaba el duro Colt calibre 32 fue un escalofrío nuevo. No hubo en la historia del cine manos más largas, más bellas y más expresivas: iban de la garra en la caricia a la ponzoña en el beso aparentemente inerte.
Rita es una diosa, y las diosas no mueren. Pero también una mujer. Cuando el historiador del cine John Kobal, autor de su mejor biografía, le sugirió el título derivado de una canción, El tiempo, el lugar y la chica, Rita lo objetó y propuso un cambio: El tiempo, el lugar, la mujer. ¿Por qué?, quiso saber Kobal. "Es que", susurró Rita, "yo nunca he sido una chica". Las diosas, ya se sabe, siempre han sido antes mujer.
Babelia
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