El recuerdo de Cervantes
Cuando Cervantes tenía 35 años -por 1582- tal vez quería ya venir a la que sería, andando los siglos, capital boliviana: La Paz, la que visitan ahora los Reyes de España. Firmemente lo pretendió Cervantes por 1590, a los 43, en plena madurez. Y para ocupar un puesto municipal o alcalde.¿Qué sabría Cervantes de La Paz? ¿Qué de la futura Bolivia?
¿Sabría que un Saavedra -un tal pariente suyo, Juan fue el descubridor allá por 1535? Y descubridor como hubiese podido ser el propio Miguel: destacándole, cierto atardecido de una vanguardia y andando -absorto -, andando, a caballo, embebecido de paisaje y maravilloso silencio, por el altiplano, a 4.000 metros, un poco jadeante.
¿Presentiría Cervantes el encanto de esta capital invisible? Hundida y altísima. Acechante, como viviendo siempre peligrosa, jadeantemente. Quizá si la hubiese visto Nietzsche hubiera buscado un piso en ella para instalar a Zaratustra. En su defecto, mi amigo el pacense Fernando Díez de Medina ha proyectado sobre su paisaje la sombra superhumana de Nayjama, el profeta. Pero La Paz ¿es sólo para almas sobrehumanas, sólo para telúricas cholerías? ¿O también para temples humanos, tan humanos como era el de Cervantes? La Paz hubiese sido la ciudad ideal cervantina. A poco de ser fundada definitivamente, en 1548, por Alonso de Mendoza para conmemorar la concordia -la paz- entre pizarristas y almagristas, el cronista Cieza de León definió como nadie esa ciudad enderezada a la concordia, o sea al secreto del genio cervantino: "El clima es suave". "Esta tierra es buena para pasar la vida humana". Y aunque lo colosal y sobrehumano la rodea -el Illampú, el Illimaní, la crestería nevada de las Tres Cruces-, esa "visión de la cordillera nos hace pensar en Dios".
Sí. La ciudad ideal para Cervantes, por su vida humana. Y por la divina, al mismo tiempo. Y porque las cárcavas cárdenas del hondón junto al río seco, allá abajo, le hubieran recordado los morados cerros de su Alcalá junto al pedregoso Henares, su paisaje natal de peladilla colorada, de pura, dura y rugosa almendra alcalaína. ¡Cerros de Alcalá, collados o cuellos! La Paz es la tierra que llamaban los incas, antes de venir los españoles, el Collao. El Collao suyo. Aunque no si cara tierra de cerros como Alcalá, sino de los collas, precursores de los aimaras, y éstos de los incas, y éstos de los españoles. Y eso era Alcalá; al-kalat, en lengua hispanoarábiga; el castillo, la castellanidad; el Collao suyo hispaniego.
Cérvantes, por fines de siglo, mil quinientos noventa y tantos, que -hubiese Regado a La Paz, ya la hubiera encontrado en marcha de Pueblo Nuevo, como la llamó el primer urbanizador de aquella curupampa, el alarife Juan Gutiérrez de Paniagua. La Paz, como Quito, como el Cuzco, como todas las ciudades americanas altas, quedaría también cuestuda y serpeante. Paniagua respetó su naturaleza ondulada, sus collados, y los limitó con cercas de espino y con acequias para que resultaran calles . Calles que dejó también mestizas, cruzando el significado indígena con la urbanidad española. Así, la Chapicalle o de los espinos, la Supaycalle o del diablo, la Chamaca u oscura, la de la Huañapila o fuente seca. Cervantes, que era un ávido curioso y gozaba el lenguaje, anotaría todos estos vocablos.
. Cervantes observaría aquellas primarias casas de adobe y techo pajizo,. con puertas de cuero y conchones o corrales de bardas bajas. Como el caserío de su Mancha.
Cervantes hubiera tenido asiento en el pretorio o Cabildo, al final de la calle Real y de Mercaderes, donde se abría la plaza Mayor, enlosada y con una fuente de alabastro o berenguela en el centro y donde había en ciertas horas un mercado o, gato, como decían los españoles al cato o jato de los indígenas. Y al atardecido y en las mañanas domingueras tras la misa, formaría parte del mentidero local de criollos y españoles. Pocos españoles. Unos 200 (y 5.000 indios). Se hablaría aún de lo que ocurrió pocos años antes de llegar Cervantes a La Paz, la catástrofe del vecino pueblo de Huanco-Huanco, que se lo tragó la tierra con sus 2.000 almas, salvándose sólo el cura por estar ausente.
Se hablaría de que la catedral o iglesia matriz surgiría en 1605 (cuando El Quijote). Y los jesuitas arribados en 1600 iniciarían su apostolado.
Cervantes hubiera puesto un gran ardor en ser el mejor de los alcaldes, mejor que los de Daganzo, cerca de su pueblo alcalaíno. Tendría noticia de que Domingo Chirinos, por alegre y
humano, pasó, en La Paz, de pulpero o ventero a corregidor (como hubiera Sancho pasado). Terminaría de pavimentar las calles que dejara terreras Lorenzo de Ávila por 1555. Y se hubiera adelantado a ensancharlas, antes que Bonifaz, por 1615. Pero su gusto grande hubiese estado en dirimir cuestiones municipales, en recibir audiencias, en consolar indios y criollos riéndoles sus gracias, pero también castigando a taimados y traidores. Quizá evitando así que por 1661 sucediese la primera sublevación contra españoles del mestizo áquel, el Fílinco, labio caído. Inspeccionaría los gremios recién formados, con amor sindical, y asistiría a sus fiestas patrona les, a la de san Lorenzo o de los herreros, a la de Santiago o de los talabarteros, a la de san José o de los carpinteros, a la de san Crispín o de los zapateros... Inquiriría mucho sobre el Potosí y sus fabulosidades, tan cercano lo tenía... Quizá llamase a su amigo, poeta y minero, Enrique Garcés... Porque tal vez el rumor de la plata potosina fue lo que le llevó a pedir la Corregiduría del Alto Perú... Vería Cervantes llegar los rebaños de llamas con sus saquitos de argento a lomo, camino esa riqueza de Lima y luego de Cartagena de Indias... Y vería tornar esos misteriosos auquénidos, con mercancías europeas enviadas desde Portobelo. Visitaría
Cervantes la Audiencia de Charcas para consultar conflictos de jurisdicción y aprovecharía para departir de letras, de artes, de poesía, de política. Y rezaría a la Virgen de Guadalupe; la chuquisaquense, que empezaría a cuajar su manto de joyas. Quizá conociese al que fuera famoso gobernador de su sede paceña -Vaca de Castro-, cuya carta a su mujer dicen inspiró la de Sancho a la suya, Tereza Panza. Y departiría Cervantes -en vez de hacerlo en Sevilla- como lo hizo aquí, en tierra perulesa, con su amigo el que fuera antes que él corregidor en La Paz, capitán Juan de Salcedo, autor entre otras cosas de tres ínclitos sonetos. Y con los criollos Alonso Picado y Juan Dávalos de Rivera, insignes poetas y soldados como él. Y el escritor de Arequipa, Diego Martínez. Habríase extasiado Cervantes ante el lago Titicaca y sus totoras y crepúsculos, y escrito un pergamino fabuloso como el de Persiles.
Cervantes, ¿qué hubiera escrito en La Paz? ¿Un poemón heroico para imitar a su grande y admirado amigo don Alonso de Ercilla? ¿Versos eclógicos y pastoriles? ¿Tragedias? Yo creo que hubiera escrito sobre todo novelas más o menos ejemplares y hubiese sido el fundador de la narrativa americana. Y también entremeses. Llevando a La Paz el soplo", irónico y sensual del Renacimiento, entrémezclándolo, en auténtica miscelanea austral, de tipos paceños. Tal se ve en las portadas de san Francisco o las potosinas, las sucrenses, las de Arequipa o Puno y en los cuadros cuzqueños. Hubiese iniciado el barroco novelesco, el cuento de mineros, la narración mestiza, la hispanidad indiana como precioso antecedente de un Arguedas, un Céspedes, un Botelbo...
Y en cuanto a El Quijote, ¿hubiera escrito El Quijote en La Paz? ¿Y por qué no? La Paz era humana, demasiado humana en sus locuras y apetitos, sus ínfulas y sus ínsulas. Pero si no, lo hubiera escrito, Cervantes habría dejado en el aire paceño la ilusión de que un día aquella tierra podría ser libre, libre como el iluso Quijano, y capaz de libertar galeotes y de contender con gigantes. Tierra quijotesca. Profundamente cervantina: La Paz.
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