El pan nuestro de cada día
Los resultados de las últimas elecciones locales están provocando comentarios que, por encima de su agudeza o frivolidad, tienen de ordinario un rasgo común: la perspectiva política del análisis. Cierto es, desde luego, que el mapa político local español ha variado sensiblemente el 10 de junio: circunstancia que merece toda clase de reflexiones, diagnósticos y pronósticos. En buena parte de los ayuntamientos, la situación de las corporaciones no va a ser fácil y, a costa de ensayos, tendrán que, acostumbrarse alcaldes y concejales a gobernar con un nuevo estilo, bastante diferente del anterior. Pero si gobernar es lo fundamental y lo que con toda razón parece preocupar a todo el mundo, yo me permito subrayar aquí una faceta de la actividad pública que, dentro de su aparente modestia, no es lícito pasar por alto: la administración.Administrar no puede ser nunca un sucedáneo del gobernar. Esto es claro, aunque no lo es menos que sólo gobernar y no administrar es garantía segura dé desastre. Los ciudadanos hemos escogido a unas personas para que, además de gobernarnos, administren nuestros intereses comunes y colectivos.
La vida municipal no se agota con periódicas campañas electorales ni con promesas en las que nadie cree; es preciso también ocuparse de los pequeños (o grandes) problemas cotidianos, que son los que constituyen la verdadera sustancia de nuestra existencia, tanto privada como pública.
Sucede, sin embargo, que los políticos suelen llegar al poder con muy poca experiencia en este terreno, ilusionados, y aun obsesos, por la enardecida lucha ideológica, por la grandilocuencia de los programas y en parte también por la avidez de dominio. Con la consecuencia de que tienden a despreciar la administración, como si de letra menuda se tratase, en la que, además, se encuentran incómodos por su falta de capacitación (dado que para entrar en política no se les ha examinado de tal asignatura) y creyendo, en fin, que a los ciudadanos lo único que les importa es la política. Cuando la realidad es que lo que de veras interesa al pueblo es la solución de los problemas de cada día, con el añadido de que se procura que sean hombres de nuestro propio color político los que realicen esta tarea. Pero conste que si votamos a los nuestros no es por mera afinidad ideológica, sino porque creemos que van a administrar mejor, ya que van a hacerlo a nuestro gusto y estilo. En definitiva -y por muy heterodoxo e incluso sacrílego que esto pueda parecer-, me atrevo a afirmar que la política es un instrumento de la administración, dado que ésta es el fin, y aquélla, el medio.
En mi opinión, por tanto, una vez que se hayan consumado los pactos poselectorales y apagado el griterío de estas semanas, deben aprestarse alcaldes y concejales a ponerse a trabajar. Las elecciones -y perdóneseme lo insólito de la comparación- son como las oposiciones: un mero trámite de selección, un requisito que habilita al elegido para que pueda desarrollar luego lo que de él se espera: el trabajo. Actuar, y no hablar; cumplir, y no prometer; salir a la calle para sembrar prestaciones, y no para cosechar votos; hacer obras, y no limitarse a inaugurarlas; escuchar al ciudadano, y no halagar al elector; vigilar el gasto, y no esforzarse tanto en aumentar el presupuesto. Administrar en una palabra.
Sin desconocer la sustancia política de los ayuntamientos, hay que afirmar que la administración es su actividad más genuina. Y aunque administrar es, aparentemente, menos brillante que gobernar, el vecino y el usuario lo agradecen más, puesto que de la buena gestión de los servicios municipales depende en gran parte su calidad de vida. Los ayuntamientos actúan como las Martas de la vida pública, quienes nos hacen agradable o desagradable la existencia. Y la verdad es que, sin ser esto poco, no pueden hacer otra cosa, puesto que sería ilusorio, y hasta muy perjudicial, atribuirles funciones que no les corresponden a ellos, sino al Estado o a las comunidades autónomas. Cada ente público tiene su propia escala, y por lo que hace dentro de ella se le juzga. Por ello tienen las elecciones municipales una significación individualizada, que no es lícito confundir con la de las elecciones generales. Y la mejor prueba de ello son las diferencias de sus resultados. Como suele decirse, cada palo debe aguantar su vela.
Pero, volviendo al tema inicial, el elector puede ser deslumbrado transitoriamente por las voces de las campañas y programas, pero el día siguiente espera cosas concretas. Lo que quiere el ciudadano es el buen pan de los servicios públicos que le afectan y no el brillante envolorio de papel de las arengas políticas. La madurez política supone el votar.a las realidades de la administración y no a la retórica de las promesas ni a la galana sonrisa de los candidatos. Quizá no hayamos llegado todavía los españoles a distinguir bien entre la publicidad y la calidad, pero ya estamos aprendiendo a separar las palabras de los hechos y a dar a la Administración lo que es de la Administración.
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