Un 'styling' otra vez
Se habla mucho de diseño en los medios de comunicación, casi demasiado, diría. Al definir este reciente interés como un boom, ya queda implícita la propia fugacidad del fervor que lo impulsa. Estar de moda es un estado muy precario, es la mejor manera para que ciertos temas lleguen a agotarse en superficialidades, sin haber llegado a prender hondo en la sociedad. Resulta particularmente lamentable cuando, como en este caso, se trata con cierta frivolidad un tema que, en sí, no tiene nada de frívolo. El diseño se halla presente en todas las cosas que constituyen nuestro entorno más cotidiano, y como tal incide directamente sobre nuestro modo de vivir. Pero además el propio futuro de nuestra economía -basada en una industria transformadora- depende en buena medida del acierto con que han sido diseñados los productos industriales que produce. Por todo ello es necesario que se comprenda lo que realmente es y significa el diseño en una sociedad como la nuestra y que no se confunda su papel con el de otros fenómenos más efímeros. A la vista de lo que los periódicos, e incluso las revistas especializadas, seleccionan y publican en sus páginas como diseño, me temo que no se favorece esta comprensión y que, por el contrario, se acentúa cierta confusión. Lo que priva en esos medios son objetos con formas vistosas, chocantes incluso, o declaraciones del abanderado de una última movida, todo ello escogido en función de su capacidad de llamar la atención, que no de su interés como muestra de un acertado modo de entender el diseño. Parafraseando aquel dicho de que "una buena noticia no es noticia", parece que hoy, y por las mismas razones, un buen diseño ya no sea diseño. Porque, ¿qué es el diseño, sino el proceso creativo que define la forma de los objetos para que éstos cumplan mejor su función?LA ESTÉTICA DE LO ÚTIL
Para mejorar la utilidad de un objeto es necesario modificar la forma de los elementos que lo componen. Esta variación funcional suele reflejarse en su apariencia externa y, en cosecuencia, proyecta una imagen distinta que posee una expresividad propia. La componente estética coexiste, pues, siempre en este proceso, pero nunca prevalecerá en detrimento de los factores prácticos, que son la razón de ser de los objetos. Desde siempre, el hombre crea cosas útiles para que le presten ayuda. Una silla ha de ser, ante todo, un elemento donde podamos sentamos lo más cómodamente posible, y ésta comodidad sigue dependiendo de factores archiconocidos que no podemos omitir. No valen aquí alibis posracionalistas. Si queremos emocionarnos o expresarnos libremente, mejor recurrir a otros medios; el arte puro, por ejemplo, es más idóneo y amplio para saciarnos y explayarnos sin cortapisas. ¿Qué necesidad hay de manipular un objeto de uso habitual para que sea el soporte expresivo de nuestros fantasmas personales? ¿Qué extraño placer puede haber en emascular la funcionalidad de algo que ya funciona? ¿Será quizá para resarcirse de su propia incapacidad creativa que se sacrifica aquello que no se es capaz de conseguir? Y es que las formas que exige la utilidad son mucho más exigentes que las que permiten lo fantasioso, e incluso llegan a ser de difícil manipulación estilística. Parece como si por su propia naturaleza las formas que impone la función útil tuvieran una resistencia especial al travestismo. Y es que definen su propia estética: la estética de lo útil. Esos objetos poseen una configuración que aquel que los usa entiende. No es preciso poseer un bagaje cultural privilegiado para captar su razón de ser y su belleza; todo salta a la vista. Las formas que precisa la utilidad no sólo hacen más cómodo el uso de los objetos, sino que también definen una estética más auténtica y natural: la suya propia, que no necesita de aditivos teóricos sobrepuestos que la expliquen.
Esos pretendidos diseños de rasgos bizarros que hoy más se ven en revistas y exposiciones no son sino un nuevo styling, ahora con resonancias italianizantes. Es decir, nos enfrentamos a otra manera de aderezar las cosas, un modo de hacer que no mejora nada su uso y que sólo las disfraza con todos los tics de la moda en curso.
Esta suerte de expresionismo que abusa de los objetos útiles se caracteriza, como cualquier estilo formal, por sus modismos. Se ha ido definiendo así todo un repertorio de formas y colores tópicos, particularmente elementales, que pueden aplicarse a todo tipo de casos, desde las prendas de vestir hasta el mobiliario. Todo es susceptible de ser actualizado con la sola condición de que se lo vista con los colores y las formas de moda.
Con la misma fuerza con la que el diseño europeo de los años cincuenta se distanció del styling americano -que aerodinamizaba cualquier aparato, incluso los que estaban destinados a la más total inmovilidad, y decoraba con cromados y estrellas cualquier objeto de uso práctico-, hoy también el diseño más auténtico sabe mantenerse ajeno a esos modismos pasajeros y oportunistas. Pues, si bien ahora es otro el sesgo à la mode, el fenómeno en sí es el mismo. Por lo único que se diferencia es porque hoy existe una mayor desatención a la componente utilitaria que en el anterior styling. Éste, al fin y al cabo, se limitaba a decorar los productos sin alterar esencialmente su funcionalidad. Hoy, en cambio, ciertas formas que adoptan estos nuevos objetos afectan sensiblemente a su valor de uso. Ocurre a menudo que, para que esta cirugía estética pueda llevarse a cabo, es necesario amputar algún órgano útil, con lo cual estos nuevos objetoides suelen carecer de algunas importantes cualidades prácticas habituales. Algunos, para que lo que proyectan no pierda el tren de la posmodernidad, son capaces de sacrificar, de un plumazo, cotas de funcionalidad que necesitaron generaciones de tanteos hasta ser alcanzadas.
LAS MOTIVACIONES OCULTAS
Este nuevo modo de crear objetos se distingue de anteriores sty1ing por todo el bagaje teórico que ha suscitado en torno a él y en el que ampara su carencia de funcionalidad. Sus argumentos tienen la habilidad de automarginarse de los esquemas de enjuiciamiento aceptados, de tal suerte que se desentienden de antemano de cualquier crítica que pudiera hacérseles, a las que sistemáticamente tacharán de arcaicas y totalmente dépassées. Lo que resulta evidente es que las cosas que se crean de este modo no sólo no aportan nada nuevo y se limitan a ser una simple operación cosmética, sino que a menudo sacrifican aspectos prácticos adquiridos para no mermar esa capacidad de sorprender y de estar de moda, que es, en suma, lo que se busca.
Para quienes pretenden una imagen con talante de avanzada intelectual resultaba diricil compaginar una actitud de oposición al sistema y a la vez beneficiarse de las ventajas del mismo. Fue preciso hallar un ardid que permitiera acordar ambas realidades. Por mucho que quieran ampararse estos nuevos posmodernismos estéticos detrás de los más variados discorsos intelectuales, no son -en definitiva- sino una faceta más de participar en esta sociedad del éxito a toda costa en la que nos hallamos. Una cultura tan intelectualizada como la nuestra no podía aceptar abiertamente una deserción de sus principios. Tenía que crear un sustrato teórico sobre el que poder asentar y desde el que poder defender las estrategias del éxito y del consumo, sin por ello aparecer como cómplices del sistema.
Sólo un viejo continente como Europa podía llegar a hacer negocio basándose en conceptos teóricos y en nombres propios. Frente a la fuerza de las multinacionales del poder económico, Europa propone el poder de las ideas y de los personalismos. Personalismos e ideas que, para entrar en el circuito comercial y proporcionar una rentabilidad negociable, han de poder transformarse en mercancías y sus autores disponer de una máxima popularidad. Esto es lo que realmente mueve a estas movidas.
Ya no se pretende sentar las bases de nuevos ismos, que sólo serán captados por una minoría culta capaz de juzgarlos. Se trata de hallar conceptos teóricos que justifiquen y permitan la eclosión constante de nuevos productos vistosos, que alimentarán el mercado y darán vida al propio sistema sin proponerse cambiarlo. Son éstas las novedades o noticias de ¡impacto que los medios de producción, distribución y comunicación necesitan para seguir funcionando.
El rol de las industrias y de los creativos que se prestan a este juego resulta bastante evidente; en cambio, quizá no nos damos suficiente cuenta del papel de los mass media en el desarrollo de este fenómeno. Si es cierto que unos crean y otros producen, los medios de comunicación son quienes, finalmente, inducen y magnifican estos fenómenos. Los medios que se disputan diariamente la atención de un mismo público requieren para ello de acontecimientos llamativos. Para mantener en vilo la atención se necesita ese constante fluir de manifiestos altisonantes, imágenes de impacto, obras chocantes. Entre los que quieren alcanzar una rápida popularidad negociable y los mass media existe una secreta connivencia. Ambos se necesitaban mutuamente. Unos quieren ser noticia y otros necesitan noticias. Se genera así un proceso de simbiosis que llega a adquirir vida propia. Inmersos en esta suerte de espiral vertiginosa que se autoalimenta, el mundo real se pierde fácilmente de vista y se define una realidad paralela que sustituye a la auténtica. La existencia de esta latente complicidad entre unos creativos ambiciosos y la avidez de sensaciones de los medios de producción y de comunicación explica en buena parte la proliferación de tanta parafernalia de objetos seudoútiles que se aprecia últimamente.
El que unos objetos posean unas formas inadecuadas para su buen uso no es un invento de estas últimas movidas. Siempre los ha habido. De hecho, el movimiento design nació, precisamente, como alternativa creativa que reivindicaba el retorno a la sensatez en el planteamiento de los objetos útiles frente a la arbitrariedad abarrocada de las formas que, a principio de siglo, caracterizaba a los productos industriales. De ahí mi sorpresa y desconcierto cuando veo que hoy se habla de diseño al referirse a ciertos objetos cuyas formas son tan arbitrarias como lo fueron aquéllas. No, eso no es diseño. Puede que sean obras interesantes desde un punto de vista plástico o incluso antropológico, pero ninguno de esos extraños e incómodos muebles que hoy están de moda puede equipararse a los diseñados por Thonet, Breuer o Eames (por citar a unos clásicos), que siguen siendo magníficas lecciones magistrales de ingenio y sensatez creativos. Ésas sí fueron auténticas obras de diseño que no sólo admiramos, sino que aún utilizamos por la perfecta coherencia que existe entre su forma y la función que prestan. Si en su día definieron una nueva estética, ésta se generó sin sacrificar la comodidad del uso, sino, bien al contrario, mejorándola. Parece como si hoy, para hacer diseño, bastara con romper los códigos estéticos vigentes y proponer lo más insólito.
EL DISEÑO Y EL CAMBIO
La forma innovadora en un buen diseño se da como la lógica consecuencia de las mejoras logradas en el uso. El diseño no predica el inmovilismo creativo; al contrario, aboga por ese cambio necesano que precisan los objetos que utilizamos en la vida cotidiana para seguir mejorando la calidad de nuestra vida. El cambio es un factor determinante del hacer humano, e incluso aquello que hoy consideramos inmejorable será un día rebasado por otra nueva alternativa. Aquí, como en el deporte, siempre es posible mejorar un récord. Por muy alto que esté el listón, alguien en algún momento podrá Regar a batirlo. Pero no hay que hacer trampas. Hay que superarlo pasando por encima y no por debajo. Sin eludír la dificultad, hay que saber hallar honestamente el modo de superar lo anterior. De otro modo los logros se descalifican.
Si la tarea del diseño fuera simplemente la de cambiar la forma de las cosas útiles, sin consideración alguna por su funcionalidad, se dejaría coto abierto a las mayores locuras formales. No es por falta de fantasía e imaginación que los diseñadores más sensatos no se dejan arrastrar por esta moda de lo estrafalario que nos muestran hoy revist as y exposiciones, sino por la convicción de que la labor que les incumbe en la sociedad no es ésta. Y no me refiero a la SA que requiere sus servicios profesionales y cuyo futuro empresarial depende en gran medida del acierto de lo que vaya a crear, sino a la sociedad entendida como colectivo silencioso que merece que se le vayan ofreciendo alternativas válidas para mejorar la relación de uso con los objetos útiles que necesita. Cuando sabemos que, incluso con esas buenas intenciones de principio, muchas veces no se logra esa mejora, ¡cuánto más imposible será lograrlo si, de partida, ya se menosprecian estos valores de uso!
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