Un artista en la frontera
Marcelo Cohen (Buenos Aires, 1945) vive desde 1975 en Barcelona. Es escritor y traductor. Ha publicado dos libros de cuentos (El instrumento más caro de la tierra y El buitre en invierno) y las novelas El país de la dama eléctrica e Insomnio. En diciembre próximo, Muchnik publicará su tercera novela: El sitio de Kelany. Un artista en la frontera es, ante todo, un relato donde la tensión impulsa el ritmo de la narración. Un vehículo cruza un paraje africano en dirección a una frontera franca donde los pasajeros depositan cierta cantidad de oro para poder pasar. Entre ellos va una especie de mago que contrasta con el ambiente intenso y realista de la situación.
Arañando piedras flojas, más verde que los arbustos pálidos, la furgoneta Nissan subía por un camino de montaña como si algunas zonas dóciles del aire buscaran camuflarla para burlar la turbulencia de otras. Había dejado atrás un barranco cuando el chófer, un pelirrojo llamado Nilo, vio por el retrovisor que uno de los pasajeros sacaba la cabeza por la ventanilla. Era el que se hacía llamar Boris. Aunque Nilo titubeó sólo un momento, bastó para que el tipo, deshaciéndose en toses, soltara un silbido que perforó la tarde y remontó las laderas en anchas ondas dolorosas. Tal vez hubiera vuelto a silbar; pero otro pasajero, un argelino que estaba compartiendo una naranja con su mujer, se le echó encima para darle un golpe en el cuello. Nilo tuvo que apagar el motor.-Basta -dijo con una voz sorprendentemente baja- Basta o les juro que se quedan los dos aquí mismo. Mañana ya tendrán tiempo.
Después de separarlos los empotró contra el respaldo y se secó el sudor con un trapo. Desde la calva en medio de la pelambre roja le bajaba hasta el torso un vigor resignado, igual de quieto y deslucido que los ojos de adobe. Aunque no pasaba de los 30 años parecía haber vivido 50 bajo lluvias ácidas.
-¿Ya estamos más serenos? -preguntó.
-Sí, hombre, sí -resopló el argelino- ¿Pero no ve, hombre?
-No, no ve -dijo Boris, buscando la mirada de Nilo.
Nilo volvió a preguntarse de dónde podía venir esa especie de garabato. Tenía la piel parda de andar por la calle, el pelo cortado al cero y la exaltada delgadez del cuerpo protegida por un impermeable sin botones; a pesar de faltarle entusiasmo, contagiaba por los ojos grises, por la nariz de gavilán una insistente claridad, el conocimiento de algo problemático, interesante y remoto. Calzaba zapatos viejos, pero de charol.
-Ya ve, eh, hombre -dijo el argelino- Nos descubrirán por este animal.
-No es un animal -dijo la mujer de permanente azul que iba en el tercer asiento. Era rumana o búlgara, paciente, abrupta, y sólo había aceptado viajar junto a ese mestizo de ningún país que no cerraba nunca su biblia-. Pero tampoco nos ayuda.
-Yo quería probar el eco -dijo Boris.
-Está loco -dijo Nilo, y volvió a empujarlo.
LAS CUATRO MENOS DIEZ
Se sentó al volante y giró la llave. Cundo un rato después el ripio del camino se convirtió en una placa de basalto el reloj de la consola marcaba las cuatro menos diez. Nilo se habría alegrado de no ser porque la vista volvía a aburrirlo y con los pasajeros prefería no hablar demasiado. Esta vez, sin embargo, le iba a costar resistirse: inclinado hacia él, volcándole en la nuca vahos de lavanda, Boris le preguntó si le molestaban las consultas.
-Depende -dijo Nilo calculándole el miedo.
-Magnífico -dijo Boris con una voz seca y conmovida-. ¿Usted cree que serán muy estrictos? Con el peso, digo.
Nilo oyó un magro tintineo por debajo de los bufidos del motor. Igual que en el momento de partir, Boris sopesaba cosas de oro en la palma de la mano.
-No tengo por qué mentirle, ¿de acuerdo? La verdad es que son inflexibles. Seis gramos o nada. Nada, quiero decir -con una mano pecosa se limpió de la mejilla el rocío de incertidumbres que Boris supuraba. Más allá del parabrisas rápidos metabolismos manchaban las nubes- No me gusta dejar a la gente de este lado, pero del que no trae lo justo yo no cobro.
-Ciertamente, claro -dijo Boris, y el tintineo cesó- Bien, ya veremos. Es usted muy amable.
El resto del viaje, Nilo se dio cuenta, lo pasó derramando una prédica lacerada sobre la inmovilidad de los demás. No suplicaba ni exponía argumentos; se limitaba a explicarles que se sentía menos seguro que todos ellos juntos. Media hora más tarde, aunque no al argelino, había logrado convencer a la rumana y al mestizo de que lo dejaran pasar primero.
A las cuatro y veintisiete llegaron a la explanada donde Nilo solía dejar la furgoneta. A la derecha del camino persistían los restos de un albergue flanqueado de mástiles oxidados; retazos de banderas europeas colgaban en la humedad como raídas túnicas en esqueletos de esquiadores perdidos. Nilo puso a los pasajeros más o menos en fila y para evitar el sol les indicó que tomaran por un sendero entre abetos. Primero el argelino y la mujer, entorpecidos de paquetes; luego la rumana, el mestizo y Boris castigándose las rodillas con un maletín metálico, un kilómetro después desembocaron en otro camino. Nilo decidió que no avanzaban más despacio que otros grupos, aunque era cierto que todos se movían igual: como gente algo borracha que volvía a dormir en una casa ajena, ganando a cada paso lucidez, agotamiento y desidia. Pero en realidad no era eso exactamente. La última ley de saturación no daba muchas alternativas a los que no conseguían residencia, y la mayoría iba a parar a la cárcel o a países que detestaban. Por eso el viaje que él les facilitaba no debía parecerse a un retorno.
EL DESPEÑADERO
Desembocaron en una terraza triangular sembrada de cajas rotas, leña podrida, botellas y cartuchos de caza, desnuda y aislada de otras alturas por una mampara de aire lechoso. Con una mano Nilo le señaló al argelino un despeñadero que más adelante se convertía en abra; por ahí bajaron. Resollando por el peso del maletín, ofreciendo al viento tibio la nariz de gavilán, Boris se retrasó para acosar a Nilo.
-Tan estrictos como usted dice no podrán ser -dijo mostrándole un par de gemelos, un alfiler de corbata y la funda de una muela de juicio- Porque esto vale un dineral, ¿no le parece?
-Yo no soy brujo -dijo Nilo.
-Qué paradójico -dijo Boris- Yo sí. Le dire Más: cuando todavía gustaban los espectáculos de variedades, yo era Insólito Boris, un profesional no famoso pero sí irreprochable.
-¿Qué coño me está contando?
-Mire, yo no puedo ir a la cárcel. No puedo y no quiero. Yo las decisiones quiero tomarlas solo. Solo. ¿No puede entenderme?
Dejándolo atrás sin abrir la boca, Nilo se apresuró a ayudar a la rumana, que amenazaba llevarse rodando el impávido apoyo del mestizo. De pronto la mujer dijo que se llamaba lliana y había sido bibliotecaria, y la historia empezaba a despertar al mestizo cuando, casi a tientas, entre borlas de humedad, el abra los dejó en un desfiladero entre rocas cubiertas por líquenes. Cien metros más adelante, cerrando el paso, una garita de metal turquesa, con una tronera al frente, fulguraba como un ojo alpino más fuerte que el deshielo. Nilo reunió a los pasajeros.
-¿Han preparado el oro? -preguntó.
-Oh, sí -dijo Boris-. Bien, yo primero, como habíamos acordado.
El argelino agarró el brazo de su mujer y enfiló hacia la garita. Escuetas, oblicuas, las dos figuras se escurrieron por el aire absortas en el cilindro turquesa y el silencio de las piedras. En la cumbrera de la garita se encendió una luz negra. Un zumbido quebró el aire y dos guardias salieron a frenar a los argelinos. Uno, rubio, bastante más joven que Nilo, llevaba una ametralladora y la cabeza
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descubierta. El otro debía de ser oficial; el casco le ocultaba las cejas. Nilo se acercó rascándose la melena roja.-Son cinco -dijo.
-Evidente -contestó el del casco- Llegas 10 minutos tarde, sabes, y hoy el helicóptero puede adelantarse. En realidad nunca estoy seguro.
-¿Tenemos poco tiempo? -preguntó Boris.
-Cállese, mierda -dijo Nilo.
-Que no se muevan -le dijo el oficial a su compañero-, Iré a buscar las cosas.
Se metió en la garita como si entrara a un quirófano. Al volver traía una silla en una mano y en la otra una mesa plegable. No bien terminó de avenirlas a los desniveles del suelo, con movimientos mal controlados como si hubiera estado hibernando, se sentó y dispuso algunos implementos sobre la formica.
-El primero -ordenó echándose el casco hacia atrás.
-No parecen malas personas -dijo Boris.
Dando un paso adelante, sin soltar a la mujer, el argelino sacó de un bolso apoyado en el suelo un cenicero refulgente del tamaño de una galleta. A la sombra del casco los ojos del oficial parpadearon lentamente.
-Pesa 20 gramos -dijo después mirando la balanza.
-Ah, claro -dijo el argelino- No importa, hombre. Guárdeselo.
Con el caño de la ametralladora el soldado señaló un tumulto de arbustos y vapor más allá de la garita. Los argelinos, sin saludar, a pasos largos, cada vez más inclinados bajo los paquetes, atravesaron la rendija entre el metal turquesa y la roca, y como si del otro lado hubiera un país insustancial se desvanecieron en las vetas del aire. Junto a un graznido que surgió de un precipicio invisible se oyó el murmullo de la voz del mestizo: estaba rezando, medio asistido por Iliana. Boris se había endurecido de estupor.
-¿No le toca a usted? -Nilo le dio un empujón.
-Desde luego -dijo Boris, y avanzó, torcido por el peso del maletín. No pareció amedrantarle que el oficial golpeara la mesa con los nudillos-. Ya va. Ya va. Siempre vale la pena esperar un poco a Insólito Boris.
Con una mano rosada y fibrosa depositó en la formica el brillante par de gemelos, el alfiler y la funda de muela de juicio. Mientras el oficial raspaba cada uno de los objetos contra la piedra de toque Boris empezó a mover los hombros como si un espíritu afiebrado lo apretara contra un tronco; no dejó de estremecerse ni siquiera cuando el oficial derramó unas gotas de ácido sobre las raspaduras doradas. Una sola de las rayitas desapareció enseguida. El oficial le devolvió un diminuto cilindro hueco.
-Tenga -dijo- El cierre del alfiler no es de oro.
-Vamos, ¿cómo que no? -balbuceó Boris con una sonrisa indeleble-. Hace 20 años que lo tengo. Me lo regaló una persona que desayunaba en bata de seda.
-Yo me cago en las batas de seda -dijo el oficial poniendo el resto de las cosas en la balanza- Cinco gramos setecientos cincuenta.
-Ah, espléndido -susurró Boris.
El cuerpo de Nilo amagó un movimiento y pareció contraerse, como si de pronto se negara a estar de cualquier lado de la frontera. Aunque el mestizo se había callado, la rumana seguía rogando que todo terminara pronto.
-Le faltan doscientos cincuenta gramos -dijo el oficial, e indicó al soldado que encaflonara a Boris más de cerca- ¿Los tiene?
Venciendo la rigidez del brazo de Boris, Nilo lo apartó para acercarse a la mesa.
-Oye, Dirreno, ¿qué te cuesta dejarlo pasar?
El oficial estiró el cuello y la humedad se pulverizó en puntos huidizos.
-Les recuerdo que aquí el riesgo no es solamente de ustedes -proclamó súbitamente el soldado. La voz resbaló en el aire con una apática pirueta-. Hemos establecido hace más de tres meses que el paso franco cuesta seis gramos. El chófer es el encargado de comunicarlo. En caso de defecto, no hay trato.
-Pero cómo no va a haber trato -se encrespó Boris. Nilo intentaba apaciguar al mestizo y la rumana-. No se puede condenar a un semejante a la cárcel por doscientos gramos mugrientos de oro.
-Mucho cuidado con lo que dice -ronroneó el oficial- .El siguiente.
-¿Pero será posible? Le estoy entregando mi memoria. Y lo más caro de mi boca.
-No me canse, payaso. Se lo digo en serio.
-No, espere -gritó Boris, y el cuerpo flaco onduló como un cable.
MONEDAS DE UN DÓLAR
El eco pleno de la voz se resolvió en desconcierto en la mirada del oficial. Aprovechando la pausa Boris se inclinó hacia el maletín con un escorzo extravagante 3, sacó varias monedas de un dólar. Las envolvió en un pañuelo violeta y sonriendo las dejó sobre la mesa. Por primera vez en todo el día el mestizo suspiró.
-Deje pasar a esa señora -advirtió el oficial.
Boris le interrumpió el discurso con un gesto catedrático. Después de arremangarse velozmente abrió el pañuelo y lanzó las monedas al aire. Por un instante los círculos plateados chispearon, hasta que Boris arañó el vacío y se esfumaron de golpe. Nilo se rió. El oficial apoyó un
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Viene de la página anterior codo en la mesa. Boris le tendió el puño derecho cerrado.
-¿Me hace usted el favor de abrirlo?
Ante la estolidez del oficial, el mestizo se adelantó para abrir el puño, en donde se aplacaba un dragoncito de plata con ojos de coral. Boris lo tomó entre el índice y el pulgar de la otra mano y empezó a agitarla. Cuando la mano se detuvo los dragones eran dos. El oficial se puso de pie. Boris le pidió al soldado que le tocara la mano. Titubeando, el soldado se puso a zamarreársela. Nilo dio un paso atrás. En el instante en que la rumana se abrazaba a su maleta, cuatro dragones de perfil aparecieron entre los dedos de Boris. Palpitante, encendida, la piel del rostro de Nilo se había poblado de manchas moradas. El oficial, con los ojos entornados, persiguió el baile de los cuatro dragoncitos en el aire. Boris los recogió antes de que empezaran a caer, sacudió el puño y al abrirlo exhibió la palma exangüe y vacía. Hubo un silencio.
-Quién hubiera dicho que nos iban a coger así -dijo la rumana.
-¿El señor oficial no se pregunta adónde han ido a parar los dragones? -dijo Boris oteando la ansiedad del soldado- ¿Tendría a bien quitarse el casco?
Dirreno no aceptó descubrirse, pero bastó que moviera el casco apenas para que un chubasco de monedas de un dólar se le derramase en el uniforme. Como de un croquis inexacto, de la cara nació una tediosa perplejidad. Detrás de Boris alguien intentaba aplaudir.
-Dentro de 16 minutos llegará el helicóptero de inspección -el oficial, mirando al soldado de reojo, avanzaba hacia Boris como si fuese a derribar una puerta.
-Un minuto. ¡No me condene! -pidió Boris retrocediendo- No me condene. Por lo menos júzgueme primero.
ANTEBRAZOS DESNUDOS
Mostrando someramente los antebrazos desnudos dio la espalda al oficial y después de doblar el cuerpo en dos giró en redondo. Empuñaba un 38 corto niquelado. Muy despacio volvía a desplegarse cuando el oficial, impelido contra la sonrisa de ratón, le descargó una patada en la mano y casi en seguida otra en el vientre. El revólver cayó entre las piedras junto con un grito de la rumana. Unos metros más allá fue a parar el contraído cuerpo de Boris. Vio avanzar al oficial y se tapó la cara.
-Está descargado. -Bajo el impacto de la bota del oficial el cuerpo rodó hasta quedar otra vez de espaldas- Le he .dicho que está descargado.
La bota no volvió a tocarlo: Nilo había conseguido frenar al oficial y los dos miraban cómo el soldado, somnoliento y agraviado, apretaba el mango de la ametralladora.
-Te está diciendo que el revólver no tiene balas -resolló Nilo-. Es loco, no idiota. ¿No entiendes, coño?
-Puedo demostrarles que no tengo nada de idiota -dijo Boris desistiendo de levantarse.
-Lo dudo mucho -contestó el oficial.
Hurgando en el bolsillo del impermeable, Boris sacó una bala y se la entregó a Nilo. Con la refractaria aprobación del oficial, Nilo fue a recoger el revólver y lo cargó. Aunque desfigurase el rostro de la rumana, el disparo no sumó más descalabros: a cuestas del fogonazo, escalando el aire con una leve facilidad, una fosforescente mancha azul se detuvo sin esfuerzo a 20 metros de altura. Aunque al principio sólo fuera disco o nube, sucesivamente pareció transformarse en arrecife, en tonel, en búfalo dormido y en un volador, incandescente animal sin nombre que a Nilo lo hizo pensar en la palabra hipogrifo. Furiosamente dilatada, a punto de fundirse, la mancha titiló como un engaño hueco y al fin se deshizo en un rocío eléctrico. Mientras caían, las gotas se fue ron convirtiendo en alvéolos violetas, en puntas de lanza, hasta que un breve relente de flores de lis se extinguió en la in diferencia de las piedras. Si alguien lo hubiese observado, habría visto que Nilo intentaba hurtarse al aire gangrenado como si numerosas pupilas se empeñaran en interrogarlo.
-Caray, fuegos artificiales en pequeño -dijo. Guardó el revólver en el maletín y le ofreció una mano al mago. Afianzándose en una rodilla para rechazar la ayuda, Boris se puso en pie con una reumática arrogancia.
-¿Cómo lo ha hecho? -el soldado, con la ametralladora baja, daba la impresión de estar cambiando de piel.
-Es un secreto que me llevaré al cajón -dijo Boris.
-¿Ah, sí? -dijo el oficial. Mientras se sentaba, con un solo gesto anodino le ordenó al soldado que corrigiera la posición y a la rumana que avanzara- Que te zurzan.
Nilo estuvo observando la cara del mago como si fuera el diagrama de un accidente aéreo. Pensaba que entre ese hombre y el oficial había más tiempo de distancia que el que faltaba para la llegada del helicóptero y todo en él, desde las zapatillas hasta la frente hirsuta, era puro deseo de deserción. Vio adelantarse al mestizo enseñando un par de pendientes, mientras la rumana, patizamba, agitaba la mano sin volverse y se perdía en la incertidumbre, más allá de la garita.
-¿De veras me va a dejar de este lado? -dijo Boris con una voz muy aguda- ¿Hasta tal punto se puede ser una inmundicia?
-Cierre el pico, idiota -gritó Nilo.
-A lo mejor usted no conoce el entusiasmo -siguió Boris desencajado- Pero menos idea tiene de cómo se vive en una celda. Míreme. ¡Míreme, le digo! En su perra vida volverá a ver un prodigio. Usted ha elegido la piara. Ha elegido el vómito, la sentina, el amor de las tarántulas. Usted...
TRÁMITE DEL MESTIZO
El oficial, que había terminado el trámite del mestizo, lo despachó a la frontera y se hizo ferozmente con la ametralladora del soldado. Nilo se precipitó contra Boris; agarrándolo por los hombros lo aplastó contra la pared de roca. Aunque no era la primera vez que veía llorar a un pasajero, tuvo que hacer un esfuerzo para ponerse en movimiento, más todavía porque el oficial no dejaba de apuntarlos. Después, mientras recibía su parte de oro, uno de los pendientes del mestizo y algo más, se le ocurrió que los argelinos ya estarían bastante lejos. No se dio mucho tiempo para pensarlo porque quería recoger el maletín y arrastrar al mago hacia la entrada del desfiladero.
-Venga conmigo -le dijo- ¿O se cree que lo voy a dejar aquí?
Tan poco viento soplaba, tan pesados eran los nimbos de humedad, que les pareció moverse penosamente entre peñones de un archipiélago de humo. Sin embargo, cuando el rugido del helicóptero astilló el aire hacia el norte, ellos ya subían por el despeñadero que llevaba a la terraza triangular. Sentándose un poco antes, Nilo le ofreció a Boris un cigarrillo.
-No fumo -dijo el mago- De otro modo me sería imposible tener una voz persuasiva.
-Si yo fuera a verlo actuar, su voz me importaría un rábano. Pero oiga, eso de la bala es colosal. Palabra que me ha emocionado.
-No es el primero. He visto gente de rodillas pidiéndome que lo repitiera.
-Explíqueme cómo lo hace.
Boris lo miró con la fija ternura con que san Francisco hubiera podido mirar a un alacrán.
-Me ha costado seis años de laboratorio. Antes de contarlo me mato.
Nilo se dedicó a fumar en silencio, obstinado, remoto, esperando que el otro comprendiese que sólo le cabía volver a llorar. No lo sorprendió que el llanto fuese un espasmo de todo el torso. Lo tomó del codo.
-Pare -dijo- Pare, joder, que no le sirve de nada. ¿Tiene dónde esconderse?
-No. Y además, ¿para qué? -los sollozos habían menguado.
-Yo puedo volver a traerlo dentro de un par de días. Mientras tanto se quedará en mi casa -Nilo se dio cuenta de que las pupilas de Boris se habían dilatado mucho, como si de pronto hubiese decidido vivir de noche. Se levantó y apagó el cigarrillo- Usted sabe que yo tengo el oro que le falta.
Un rato después llegaba al borde del despeñadero. Se giró para mirar cómo Borís trepaba trabajosamente con el maletín. Lo vio detenerse, alzar la cabeza.
-Los secretos no son una parte trivial de la vida -jadeó Boris- Tengo que meditarlo con calma.
Nilo se despegó la camiseta del cuerpo y mantuvo la tela tersa para que el aire la secara.
-Le sobra tiempo -dijo-. Por lo pronto volveremos a la ciudad. Y hasta dentro de dos días no pienso ponerlo en la calle.
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