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El museo y las musas

Algo de su legendario pasado permanece en el interior de sus muros: el museo como lugar de trofeos. Los grandes museos de Europa son testigos de guerras victoriosas, de heroicas conquistas. El arte de pueblos y culturas lejanas coronó en su día las proezas de la cultura europea.Pero el museo es también un lugar sagrado, relacionado con criptas y cuevas, con poderes subterráneos, con la voz abscóndita de la historia; los secretos del pasado y del reino del subsuelo que sólo conocían las musas y algunos poetas. El museo es el lugar de la memoria histórica y centro ritual de la identidad de una cultura.

El simple paseo por un gran museo histórico, pongo por caso el Prado, de Madrid, despierta estas solapadas dimensiones. Sus grandes escalinatas, sus espléndidas columnas, la majestuosa cúpula del universo que corona su entrada, los interminables pasillos y hasta los dorados botones de sus guardianes recuerdan algo sublime, el esplendor de épocas pasadas, la grandeza de imperios reales o soñados. El museo como espacio arquitectónico ilustra la gloria de un poder político que sólo puede aspirar a una grandeza y una identidad nacionales allí donde sus designios se unen a los de un proyecto cultural. Por eso mismo, los museos son el orgullo de una ciudad y hasta de un pueblo, y en sus salas, iluminadas o sombrías, se encierran como en un sortilegio sus sueños y esperanzas, las aspiraciones de su más alta espiritualidad.

Pero el lugar sagrado de las musas habla también por los extraños objetos que lo pueblan. Son seres del pasado, testigos de la noche de la historia, huellas de otro tiempo. Y por eso también el museo guarda ciertas connotaciones y semejanzas con los mausoleos. Esos cuadros y esculturas, los restos arqueológicos o utensilios están más vivos que los vivos, precisamente por hablar del reino de los muertos. Concentran ontológica y emocionalmente experiencias individuales y colectivas cuya lejanía en el tiempo desplaza hacia las zonas más profundas y secretas de una cultura, y de los hombres que la habitan. Deambulamos por esas salas con pasos tímidos y fascinados, sorprendidos o fatigados, con ánimo de caminar por nuestra propia historia a través de sus símbolos más intensos. Las obras de arte, que lo son en cierto modo por el solo hecho de estar emplazadas en este lugar de reflexión y recuerdo, nos descubren a nuestra mirada acontecimientos y visiones de otros hombres y otros tiempos, pero que, al fin y al cabo, comparten con nosotros el mismo espacio encantado. Por ellos sabemos de sueños que también son los nuestros, y de visiones de angustia o de felicidad que son como testimonios de aquella historia genérica de la humanidad que, al fin y al cabo, es la que nos ha engendrado. De ahí el profundo carácter sagrado de los museos: es como una caverna de dioses o como el gran vientre en el que se acogen los símbolos de nuestra luz espiritual.

Esa, que fue la visión romántica e ilustrada del museo, sigue siendo la dimensión más profunda del museo actual. Nuestros museos siguen siendo oráculos que siempre dicen más de nosotros mismos de lo que nosotros, con la mayor erudición de guías -y tratados estéticos, podemos llegar a saber. Sin embargo, nuestra concepción moderna del museo no desconoce un aspecto más bullicioso y abierto, más democrático y trivial: la del mercado. El museo se parece a un mercado en más de una significación. El público abigarrado y multicolor que lo recorre desordenada o disciplinadamente; la cohorte interminable de guías, guardianes, funcionarios y mercaderes que pululan entre las obras de arte; el interminable curso de voces y discursos que, dentro y fuera de sus muros, se entretejen con sus recuerdos; la densa atmósfera de emociones y conocimientos almacenados por el, de otro modo, poder destructor del tiempo, todo ello sugiere algo de la agitada multiplicación de sensaciones que proporcionaban los antiguos mercados y, de una forma más reglamentaria y fría, brindan todavía nuestros almacenes y supermercados.

Estas tres caras del museo no se excluyen ni desacreditan mutuamente, sino que más bien se enriquecen en su desordenado diálogo. En nombre de un falso purismo artístico o erudito se ha censurado a menudo la degradación del museo a una feria artística. Repugna, en efecto, al ideal monumental del museo como sitio de los trofeos, el convertirse en algo menos que sagrado receptáculo de los grandes símbolos culturales, de nuevos y secularizados dioses. Pero la función evocativa, comunicativa e ilustradora de los museos exige también que sus salas sean lugares de reunión para expresar las emociones, discutir las ideas y formular las esperanzas que sólo el contacto con la historia del espíritu humano y sus recuerdos pueden hacer florecer. Y eso significa: los encumbrados y sublimes recintos en los que todos guardan el respeto que los secretos más íntimos del espíritu imponen por la fuerza de su intensidad, tienen que convertirse al mismo tiempo en las callejas de una feria, el foro público de las cuestiones íntimas y las cuestiones políticas, o en el espacio ritual de las fiestas que celebran. el poder de la creación humana por encima de cualesquiera otros poderes de las leyes o de las armas.

Hoy tenemos frente a nosotros una magnífica oportunidad: la de repensar, reformular y remodelar la idea y el ideal de nuestros museos. Un trabajo que está más allá del esfuerzo silencioso de curadores y restauradores o de la voluntad generosa o avara de instituciones y administraciones, aunque no sea ajeno a ellos. Se trata, según creo, de restablecer aquel espíritu a la vez evocador y esclarecedor, capaz de convertir el museo en un espacio para la reflexión y la comunicación y en un centro de creación. Algo así como abrir sus puertas regias para la reentrada de las musas.

Por eso nos gusta ver en sus salas el bullicio de las huestes curiosas de turistas, los anuncios de conferencias y películas, los discursos entrecortados de guías y comentadores, el acoso de las cámaras y hasta el refrigerio monacal de sus pequeños restaurantes. Y por eso evitamos las citas burocráticas de los museos concebidos como representación del poder, como mausoleos de obras ignoradas, como los inaccesibles subterráneos de recuerdos del mundo, enterrados bajo la pretendida grandeza del silencio.

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